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Inclusive education in Spain. It is not dead, but we are moving backwards
RESUMEN
Se realiza un análisis crítico muy personal de la situación de la educación inclusiva en España desde el punto de vista de los “modelos mentales” (Senge, 1998) o paradigmas desde los cuales se han diseñado las reformas educativas en España en los últimos 35 años, vistas desde la perspectiva de cómo se enfoca el desafío de la diversidad del alumnado en las aulas. Dichos modelos y sus implicaciones prácticas están implícitos en la propia organización administrativa, así como en sus normas, programas y acciones educativas propuestas para “atender a la diversidad”, que es la expresión utilizada genéricamente para agruparlas. A tenor de los análisis que se comparten, se valora la situación como de claro estancamiento, lo que de facto significa más bien un retroceso, por cuanto si no se avanza decididamente en el proceso hacia un sistema educativo donde “todo el alumnado importa y todos importan por igual” (UNESCO, 2017), a la hora de poder acceder a la escuela común, participar y sentirse parte de una comunidad escolar acogedora y segura, así como para aprender y rendir sin límites impuestos por expectativas negativas hacia algunos es que, en efecto, se está retrocediendo.
Palabras clave: Educación inclusiva;
Modelos mentales; Valoración; Cambio.
ABSTRACT
This is a highly personal critical analysis of the state of inclusive education in Spain, from the perspective of "mental models" (Senge, 1998) or the paradigms from which educational reforms in Spain have been designed over the last 35 years, seen from the perspective of how the challenge of student diversity is addressed in the classroom. These models and their practical implications are implicit in the administrative organization itself, as well as in its standards, programs, and proposed educational actions to "address diversity," which is the expression used generically to group them together. Based on the analyses shared, the situation is assessed as clearly stagnant, which is in fact a regression, because if there is no decisive progress in the process towards an educational system where “all students matter and everyone matters equally”, when it comes to accessing regular school, participating and feeling part of a welcoming and safe school community, as well as learning and performing without limits imposed by negative expectations for some, then, in effect, we are going backwards.
Keywords: Inclusive education; Mental models; Assessment; Change.
1. gracias por su benevolente lectura
Harto ya de estar harto ya me cansé, de preguntarle al mundo por qué y por qué, la rosa de los vientos me ha de ayudar, desde ahora vais a verme vagabundear… (José Manuel Serrat, Vagabundear)
Agradezco al equipo editorial de Contrapuntos la oportunidad que me ofrece para compartir los análisis que presentaré en este texto y que convergen en una, para mí, triste, frustrante e injusta situación relativa al estado de estancamiento respecto a la ambición de transformar nuestro sistema educativo desde los principios de equidad e inclusión (UNESCO, 2017). No podría haberlo hecho si la línea editorial de Contrapuntos no estuviera orientada a crear un espacio de debate y reflexión con un enfoque abierto a textos como el presente, y porque para su escritura me han permitido también poder salirme del corsé de los artículos académicos al uso.
Quiero hacer explícito que los análisis que presento en este texto, en ocasiones un tanto descarnados —lo que me hacen sentir que tienen más de desahogo que de saber, al tiempo que no descarto, que pudieran ser otra “EducaFakes, o una media verdad de las que nos alertan Rogero y Turienzo (2024)—, responden a la confesión de que uno ya ha perdido la paciencia de estar con miramientos benevolentes tras 40 años, aproximadamente, en los que he podido observar de cerca y analizar la temática que me ocupa en este artículo. Con ello, lo que pretendo no es tratar de convencer a nadie de que mi posición —en base a los análisis que comparto—, sea la correcta (¡voto a bríos que no!). Busco, simplemente, responder de la mejor manera que ahora sé y siento a la invitación de Contrapuntos de ofrecer elementos para una confrontación cívica y un diálogo igualitario donde, como le gusta decir al profesor Ramón Flecha, los argumentos valgan o dejen de valer por su peso intrínseco (tanto por su apoyo en evidencias, como desde un punto de vista moral), y no por quien los dice, aunque mira usted por donde, no está claro que él se aplique a sí mismo, siempre y con rigor, esa receta.
2. Parece, en efecto, que “veinte años (x 2) no es nada”
Sentir que es un soplo la vida, que veinte años no es nada, que febril la mirada errante en las sombras te busca y te nombra… (Carlos Gardel, Volver)
Confío en que el profesor Roger Slee (2018) y la editorial de su trabajo (Routledge), no se molesten porque parafrasee en parte en este texto el título de su obra: “Inclusive education isn’t dead, it just smells funny” [‘La educación inclusiva no está muerta. Simplemente huele rara’]. Para mí, ese pequeño libro sintetiza de manera brillante, aunque con la densidad propia de toda la obra del profesor Slee, algunos de los principales análisis que, desde su saber, vienen a explicar la contradictoria situación respecto al estatus de la educación inclusiva que se vive en muchos países, empezando por la Australia que el conoce bien y que, salvando las distancias, creo que pueden aplicarse también, en buena medida, a la España que yo conozco. Una educación inclusiva cada vez más nombrada como supuesto ideal para la educación escolar y, al mismo tiempo, manoseada sin pudor, desvirtuada casi al máximo, y encapsulada y domesticada por lo que respecta al compromiso moral y ético para su implementación radical, profunda, y no solo cosmética (UNESCO 2025).
A tenor de ello, mi valoración al respecto es clara: la educación inclusiva “no está muerta”, ni puede ni va a morir, porque vive, en primer lugar, en el tesón y el empuje de muchas familias, con las madres a la cabeza[1], que no pierden la esperanza —no tanto de alcanzar “el mejor de los mundos, sino un mundo mejor”[2]—, en lo que respecta al cumplimiento del derecho que asiste a sus hijos e hijas a no estar discriminados en la escuela, ni a vivir las violencias estructurales, simbólicas y directas que con frecuencia reciben. También está viva en el serio compromiso de algunas buenas gentes de todo tipo y condición (docentes en todas las etapas educativas, orientadores/as, académicas/investigadoras, técnicos de ONG o de las administraciones competentes, etc.) —aunque no tantos como se necesitan—, que arriman el hombro todos los días a tan ardua tarea. Pero también pienso que, en estos momentos y como diría EL ROTO, “si vamos hacia atrás ¿por qué nos dicen que hay que mirar hacia adelante?”. Y eso es lo que pienso: que vamos hacia atrás, aunque pareciera que miramos y avanzamos hacia adelante, supuestamente hacia una educación más inclusiva.
Por la naturaleza sistémica y ecológica de la equidad y la inclusión (Ainscow, 2025), y porque se trata de algo que nos compromete con “la educación de todo el alumnado sin excepción” —sin que ello nos haga sacar de foco al alumnado más vulnerable—, cualquier análisis riguroso de ambos principios en cualquier sistema educativo obligaría igualmente a una revisión sistémica y sistemática de todos sus componentes, de todos los niveles de análisis (macro, meso y micro) y de toda la población escolar. A la vista está que se trata de una tarea que escapa a los límites de este texto y que, a todos los efectos, me obliga a una selección (sin duda, sesgada por mi parte) de algunos aspectos en los que basaré mi juicio de valor sobre el estado de estancamiento/retroceso en el que se encuentra este derecho en España. Vaya por delante, entonces, el reconocimiento de las limitaciones de dicha valoración.
Vamos hacia atrás porque, en primer lugar, nuestro sistema mantiene altas tasas de segregación escolar, sea por razones sociales —que se lo pregunten, si no, a la comunidad gitana (Fundación Secretariado Gitano, 2023)—, o sea por razones de salud/discapacidad (Chieppa et al., 2024; Sandoval et al., 2022;); vamos hacia atrás porque convivimos con inaceptables tasas de maltrato entre iguales por abuso de poder, que afectan a la salud y al bienestar emocional de muchos estudiantes, y parece ser que cada vez a edades más tempranas, pero mucho más (hasta cuatro veces más[3]) a algunos, como el alumnado autista; y vamos hacia atrás porque seguimos teniendo significativas tasas de abandono escolar temprano (Valdés y Requena, 2025)[4], algo mejores, ciertamente, en los últimos años, aunque esta situación sigue afectando más a chicos que a chicas, más si estos chicos son migrantes y más si sus madres solo tienen estudios primarios.
Este último dato sirve para preguntarme en voz alta: para este o para cualquier otro país, ¿cuál es la tasa de marginación, menosprecio o abandono escolar aceptable, bajo cuyo umbral dejamos de movilizarnos y considerar que vamos bien? ¿Podemos estar satisfechos porque ha aumentado el número de estudiantes gitanos (entre 16 y 24 años) que accede a estudios superiores (CFGS o Universidad), aunque estos representen solamente un 0,4% frente a un 15,8% de la población española (con cifras del año 2022). ¿Somos muy inclusivos porque el 80% del alumnado considerado con necesidades educativas especiales está escolarizado/integrado en centros ordinarios, muchos de ellos en “aulas especiales”, que no hacen sino crecer sistemáticamente en los últimos años (Gutiérrez de Amo, 2025), y aunque no sepamos casi nada de cómo transcurre esa escolaridad, cómo se sienten, ni cuántos de ellos alcanzan el graduado de ESO? Por otra parte, ¿el otro 20%, no tiene derecho a estar incluido, aunque así esté acordado al firmar España la Convención de los Derechos de las Personas con Discapacidad (UN, 2008) ?; ¿es asumible que así sea? ¿Nos felicitamos porque se reduce, como he indicado, la tasa de abandono escolar temprano, aunque, si vives en Murcia, Baleares u Ceuta esta llega casi al 20%? ¿Será que, como dice Pablo Milanés en su canción, “la vida (de algunos) no vale nada” y debemos conformarnos con que “al final por el abuso (de la mayoría) se decida la jornada”? Por cierto, ¿si fuera su hijo o su hija el segregado, maltratado o en situación precaria en cuanto a su nivel estudios y sus expectativas de inserción laboral, ¿pensaría lo mismo?, ¿seguiría instalado en su zona de interés (Echeita, 2024b)?
3. lo soñado y lo previsto
Cuéntame un cuento y verás que contento, me voy a la cama y tengo lindos sueños… (Celtas Cortos, Cuéntame un cuento)
A estas alturas no voy a detenerme nada más que lo imprescindible para señalar el significado y alcance de esta ambición que se ha dado en llamar educación inclusiva, por cuanto ya hay una creciente y rica diversidad de textos (y enfoques), a los que recurrir para profundizar en ello y construir un marco de referencia sólido, lo que no quiere decir que este no tenga resquicios (Ainscow, 2025; Cologon, 2019; Echeita, 2024a; Calderón y Echeita, 2022; Slee, 2012; Uthus & Qvortrup, 2024). Incluso en ocasiones me pregunto si tanto darle vueltas a la noria con los asuntos de lo que es, o deja de ser; de si está bien o mal definida o de si va de estos o de aquellos, no contribuye al estado de desazón que uno observa. Y lo digo porque algunos podrían justificar así la hipócrita prudencia de la inacción a cuenta de que “¡no parece estar claro de qué va el tema y, por ello, mejor dejarlo reposar, no sea que se trate de una moda pasajera!”.
Para mí, su significado y alcance ha estado claro de un tiempo a esta parte, porque no renegaré de un pasado en el que yo también he estado muy de acuerdo con lo soñado, pero con un enfoque débil y para nada radical respecto a lo necesitado. Lo soñado era/es que la educación escolar fuera/sea un aporte importante (sin aspavientos grandilocuentes respecto a su poderío) para contribuir a construir una sociedad más democrática, justa, equitativa y humana que la que de facto tenemos y cuya garantía de supervivencia, por cierto, no está, ¡ni de lejos!, asegurada (Trump dixit).
El profesor Slee, en el texto antes citado, lo dice en estos términos:
Mis nietos se merecen una educación mejor que la que tuvieron sus padres. Quiero para ellos que compartan el aula con niños refugiados, para que aprendan de la pena y futilidad de los conflictos. Se merecen estar, codo con codo, con niños de diversas etnias, religiones y bagajes culturales y lingüísticos. No deberían estar condenados a aprender sobre la discapacidad mediante visitas esporádicas de sus clases a colegios de educación especial, como parte de un programa de servicios sociales liberales que, por otra parte, suaviza los límites de un brutal currículum. Nuestros niños y nietos se merecen una educación sobre y para la humanidad en humanidad. La educación inclusiva es la táctica que desplegamos para perseguir este ideal democrático (2018, pp. 84-85).
La UNESCO (1994), en su reconocida y tantas veces ninguneada Declaración de Salamanca, lo decía así, hace ahora ya más de 31 años:
El principio rector de este Marco de Acción es que las escuelas deben acoger a todos los niños, independientemente de sus condiciones físicas, intelectuales, sociales, emocionales, lingüísticas u otras. Deben acoger a niños con discapacidad y niños bien dotados, a niños que viven en la calle y que trabajan, niños de poblaciones remotas o nómadas, niños de minorías lingüísticas, étnicas o culturales y niños de otros grupos o zonas desfavorecidos o marginados… Las escuelas tienen que encontrar la manera de educar con éxito a todos los niños, incluidos aquellos con discapacidades graves… El mérito de estas escuelas no es sólo que sean capaces de dar una educación de calidad a todos los niños; con su creación se da un paso muy importante para intentar cambiar las actitudes de discriminación, crear comunidades que acojan a todos y sociedades inclusivas. (pág. 6)
Lo necesitado, según los más preclaros analistas al uso desde entonces hasta hoy, es que para ello no quedaba otra que iniciar y sostener en el tiempo procesos cíclicos, sistémicos y sistemáticos de reformas educativas (en el conjunto de elementos que configuran los sistemas educativos); de mejoras en las culturas y políticas de los centros escolares y de innovación en todos los “sistemas de prácticas” (Puig, 2012), por aquello de señalar tres niveles de cambio necesarios (aunque no suficientes) acordes con el carácter sistémico de esta empresa. Procesos, todos ellos, que se deberían haber/estar implementado, orientados y dirigidos por los valores y principios éticos que encarnan y dan sustento a las políticas de igual dignidad y derechos de todas las personas (Booth & Ainscow, 2015; Etxebarria, 2003).
Llegados a este punto, podríamos utilizar “la prueba del algodón”[5] para calibrar el grado de avance de la inclusión, entendiendo por tal prueba pasar por el sistema el algodón del nivel de cambio y transformación del sistema educativo que hemos tenido, digamos que en los últimos cuarenta años (20x2) de los que nos hablaba el tanguista Gardel. Pregúntense Vds., por favor, ¿qué cambios cualitativos, estructurales, de ordenación de las enseñanzas y de pedagogías de aula, entre otros, observan en sus aulas y centros? ¿Cuánto se parecen los centros escolares y lo que allí se hace a lo que se hacía hace cuatro décadas y piensen si esta escuela de hoy está preparada para incluir con calidad a todo el alumnado? ¡Ojo, ni se les ocurra echar la culpa de ello a una mayor o creciente diversidad del alumnado en las aulas ordinarias!, porque de hacerlo le recomiendo que vaya rápido a un oculista, dado que tiene una enorme viga en el ojo que le impide ver que “el problema” no está en la mayor presencia de un alumnado más desafiante al orden escolar establecido, sino precisamente en la debilidad de las reformas educativas emprendidas en este para que Vd. pueda desempeñar con dignidad y calidad lo que le gusta hacer: educar y enseñar, siendo que ello debe hacerlo en el nuevo contexto de una sociedad diversa y ante un alumnado plural, donde todos y todas tenemos los mismos derechos e igual dignidad.
Por otra parte, todas las personas que trabajan en cada uno de esos niveles o ámbitos del sistema educativo que han de cambiar tienen concepciones, actitudes y valores que configuran un determinado modelo mental que controla implícita y explícitamente sus posiciones o prácticas en los ámbitos donde se desempeñan, sean estos los despachos ministeriales o las aulas escolares. Concepciones, ¡por cierto!, que son muy resistentes al cambio (Pozo, 2006).
Las preguntas urgentes a formularse ahora son, entonces, dos; por un lado, si en estos últimos 35 años hemos visto allegar reformas educativas construidas desde un modelo mental inclusivo compartido por la mayoría, acorde con los valores y principios propios de la educación inclusiva y la equidad; y, en segundo lugar, si las palancas utilizables para tratar de movilizar los múltiples cambios que era necesario acometer han sido útiles, eficaces/eficientes para remover los modelos mentales no inclusivos instalados por la gramática escolar existente desde la generalización de la educación escolar obligatoria un siglo atrás, más o menos (Tyack y Cuban, 2001). Ambos constructos son muy importantes y por ello creo oportuno decir algo al respecto:
Los Modelos Mentales son supuestos hondamente arraigados, generalizaciones e imágenes de los que tenemos poca conciencia. Trabajar con ellos supone volver el espejo hacia adentro: aprender a exhumar nuestras imágenes internas del mundo, para llevarlas a la superficie y someterlas a un riguroso escrutinio (Senge, 1990, p. 18).
Y se puede anticipar que, en su mayor parte, todas las grandes ideas que fracasan (en múltiples ámbitos, no solo el escolar) no lo hacen porque las intenciones fueran débiles (¡si en el caso de la educación inclusiva le hemos dado el estatus jurídico de derecho a esas intenciones!); o porque la voluntad flaqueara, o incluso porque no se manejara una comprensión suficientemente sistémica del asunto. Fracasan a causa de los modelos mentales; porque los nuevos modelos, en esta ocasión relativos a la equidad y la inclusión —¡recuerden, “las escuelas tienen que encontrar la manera de educar con éxito a todos los niños y niñas”! (UNESCO, 1994)—, chocan una y otra con profundas imágenes internas, implícitas, poco conscientes en primera instancia, pero fuertemente arraigadas en nuestra psique. Concepciones acerca del funcionamiento de la institución escolar y sus funciones, la cuales nos limitan y parecen condenarnos o constreñirnos a mantener los modos familiares de pensar y actuar respecto, en esta ocasión, a la diversidad del alumnado; por ejemplo, los niños especiales (con extensas y generalizadas necesidades de apoyo educativo) tienen que estar escolarizados en centros especializados, bien dotados, con pocos alumnos, con un profesorado igualmente especializado y muchos medios técnicos y… donde, de paso… nadie los vea (Tárraga et al., 2024), ni molesten el normal funcionamiento de la escuela común.
El segundo constructo, el de las “palancas para el cambio”, es crucial porque, a fin de cuentas, de su acertada elección, de sus adecuados puntos de apoyo y de la oportuna fuerza aplicada en ellas, frente a la resistencia generalizada que opone el statu quo, dependerá que estemos ante la posibilidad de un cambio efectivo o ante la enésima retórica bienintencionada:
El "principio de la palanca" sugiere cómo pequeños cambios bien focalizados pueden producir mejoras significativas y duraderas si se realizan en el sitio apropiado. Ello implica descubrir el punto de apalancamiento, el cual no suele ser evidente casi nunca para los miembros del sistema (Senge, 1990).[6]
4. Reformas capacitistas y una inclusión encapsulada en programas y en algunos centros
Y es que gota sobre gota, somos olas que hacen mares. Gotas diferentes, pero gotas todas iguales… Y una ola viene y dice: somos una marea de gente, todos diferentes, remando al mismo compás (Macaco, Mensajes del agua).
Quienes puedan llegar a leer este texto (pocos, seguramente)[7], casi con seguridad conocerán bien la serie de reformas educativas y las Leyes Orgánicas Generales que las amparan desde el inicio de nuestra democracia, cuyo tren arranca en 1990 con la LOGSE, y que llega hasta la fecha a la LOMLOE (2020), tras haber parado o pasado rápidamente por tres estaciones intermedias (LOCE, LOE, LOMCE). De manera sucinta diré que, con sus debilidades y sus bondades (algunas de estas muy destacables y en ámbitos importantes como lo fue la LOGSE en lo referente a la ampliación de la educación obligatoria y su nueva ordenación), estas 5 leyes orgánicas no han supuesto, a mi parecer, un cambio de enfoque, de modelo mental respecto a la comprensión y modo de responder al desafío de la diversidad en las aulas (retóricas aparte), y ninguna de ellas ha generado lo que Senge (1990) y su equipo llamaron una "metanoia", esto es, un desplazamiento mental, un tránsito de una perspectiva inadecuada a otra necesaria para los nuevos tiempos. Con anterioridad, Kuhn (1962) se había referido a algo semejante al hablar de “cambio de paradigma” en las ciencias[8].
¿En base a qué perspectiva o modelo mental implícito (Echeita y Fernández-Blazquez, 2017) se ha conceptualizado en nuestras leyes educativas el problema de la diversidad del alumnado en la educación escolar? Es relativamente fácil reconocerlo, porque dicho enfoque se desvela al analizar las prácticas desplegadas para responder al mismo. En primer lugar, en la persistente categorización o diferenciación binaria del alumnado; entre un ellos, ‘los diversos’, a tenor de sus peculiares diferencias; [dis]capacidades, procedencias o fondos de identidad (Esteban-Guitart y Saubich, 2014); y un nosotros, ‘los normales’ (el resto), tarea para la cual se viene desplegando y reforzando toda una parafernalia de evaluaciones psicopedagógicas, categorizaciones y dictámenes que confluyen en dicha diferenciación (Calderón et al., 2022; Palomo et al., 2024; Simón et al., 2021). El problema de la diversidad así vivido —precisamente como un problema— también se revela en las llamadas, tanto en la normativa como en el discurso vigente desde 1990, “medidas para atender a la diversidad” (esto es, para atenderles a ellos), medidas igualmente categorizadas en ordinarias y extraordinarias…
Aunque quiero creer (¡ingenuo yo!) que en el marco de la LOGSE el citado principio de la “atención a la diversidad” estaba animado con buenas intenciones, pronto estas encontraron el camino del infierno. Las buenas intenciones[9] estaban en el deseo de reforzar, mediante un hermoso y nuevo término en el lenguaje educativo, la evidencia de que la diversidad es la cualidad que mejor distingue al género humano y que había que superar, precisamente, el infierno de los modelos mentales binarios referidos anteriormente. La diversidad además se decía que era (y es, ¡sin duda!) un valor a reconocer y cuidar.
Lo problemático ha sido que el uso de tan positiva expresión no ha sido palanca suficiente, más bien débil, para apaciguar o mantener a raya[10], la implícita valoración negativa que algunas de tales diferencias (género, raza, [dis]capacidad, orientación afectivo sexual, procedencia o grupo étnico, entre otras) siempre han tenido asociadas, pegadas a ellas, como la sombra a la figura. Ser especial era (y sigue siendo para muchas personas) sinónimo de menos valioso (minusválido), menos deseable, más sospechoso (migrante) o turbio y, por ello, antesala de discriminaciones y desigualdades.
Las mujeres lo saben bien, de primera mano, porque desde muchos siglos atrás han experimentado de distintas maneras y en muchos ámbitos el amargo sabor de esa valoración negativa asociada a su condición de mujer y sus lacerantes consecuencias discriminatorias, empezando por distintas formas de violencia. Es cierto que, hasta cierto punto, esa situación se ha ido suavizando gracias a la fuerza de las distintas olas del feminismo[11], mejoras que, sin embargo, no han llegado a todas —véase, por ejemplo, el caso de las relaciones entre feminismo y anti-capacitismo (García-Santesmases, 2023)—, ni en todos los lugares por igual.
Por cierto, que no vendría nada mal resaltar, como hace la profesora Cologon (2018) entre otras, el hecho de que el machismo/patriarcado, el capacitismo, el racismo, el antigitanismo (y me dejo muchos …ismos y fobias en el tintero), tienen sus raíces en un mismo rizoma interseccional que ciertamente se expresa en distintos ámbitos y con formas dispares pero que tiene una sustancia pegajosa y asfixiante común a base de discriminación, desigualdad, inequidad, y violencias:
El capacitismo es un proceso deshumanizante en el que creamos un "ellos" y un "nosotros", mediante el cual algunas personas son construidas como un "Otro Inferior", como menos, como "diferentes", como indeseables, como dignas de lástima, como necesitadas de ser "arregladas" o cambiadas, como infrahumanas…Al igual que el racismo, el sexismo y la homofobia, por ejemplo, el capacitismo genera estigma, incluida la discriminación. Desde una perspectiva capacitista, la discapacidad se presenta como un estado disminuido del ser…Al igual que el racismo, el capacitismo dirige las relaciones estructurales de poder en la sociedad, generando desigualdades ubicadas en las relaciones institucionales y los procesos sociales”. Estas desigualdades discriminatorias tienen importantes implicaciones en términos de barreras para la inclusión genuina en la educación.” (Cologon, 2019. pp. 35, 36).
Si peleáramos, de verdad todos, todas y todes juntos, por lo mismo que nos oprime en lugar de cada cual por lo suyo o desde su trinchera, tal vez no nos estarían matando (literalmente en el caso execrable de los feminicidios), menospreciando o maltratando por separado.
No creo que nadie se extrañe de que, a tenor de esos polvos conceptuales, vengan muchos lodos prácticos, los primeros de los cuales empiezan en la propia configuración de las unidades administrativas al uso que, en materia de atención a la diversidad, existen en la mayoría de las Comunidades Autónomas de este país y con muchas semejanzas en otros muchos allende nuestras fronteras. Y quiero poner todo el énfasis que me deje un texto para llamar la atención del lector que no pretendo criticar a las personas individuales que en ellas se desempeñan (cada cual debe saber dónde y por qué trabaja donde trabaja), algunas de las cuales son muy defensoras de la inclusión, y también son las primeras en reconocer la contradicción existente. Lo que busco es llevar el análisis hacia las estructuras opresoras y excluyentes donde operan.
En efecto, lo que quiero resaltar es la existencia de unas estructuras compartimentalizadas[12] dirigidas a los de siempre: a los niños y niñas que han tenido la mala fortuna de nacer en un lugar no privilegiado, en un cuerpo no normativo o en familias raras, migrantes o simplemente pobres, lo que sin duda resulta incoherente con el discurso y el principio de que importan “todos sin excepción” (UNESCO, 2017). Por lo general, suelen ser equipos débiles en cuanto a su posición en los organigramas administrativos educativos (esto es, en cuanto a reconocimiento, capacidad de influencia, medios y personal), lo que hace que, en la mayoría de las ocasiones (por lo que me cuentan), tengan difícil comunicación e incidencia con las otras unidades ¡que son las que de verdad importan!; es decir, con las que crean y desarrollan el currículo, ordenan el sistema, lo financian, lo supervisan (Inspección Educativa) o promueven la formación permanente del profesorado. Dense un paseo por el organigrama de la Consejería de Educación (o asimilada) de su Comunidad Autónoma y sus unidades ad hoc y me cuentan si exagero, manipulo o miento.
Lo siguiente a encapsular son los centros escolares que, por razones diversas, se especializan o encargan mayoritariamente de la integración/inclusión, configurando una doble red de centros un tanto estanca dentro del mapa de centros escolares (en las diferentes etapas educativas). Las razones para ello, como digo, son variadas. Como se concibe la integración/inclusión como algo que necesitan algunos estudiantes (la LOMLOE agrupa a estos en el epígrafe de “alumnado con necesidades específicas de apoyo educativo”, lo que vendría a ser en torno a un 15% de la población escolar), pues tampoco se necesita que todos los centros se impliquen en esa tarea. Ello se justifica también porque es más rentable, manejable y se supone que mejor para todos, concentrar los recursos adicionales (personales, materiales, de accesibilidad de las infraestructuras, etc.) en unos pocos centros que generalizarlos al conjunto. En definitiva, tenemos entonces una red de centros acotada y llamada a implementar los programas para atender a la diversidad y la desventaja que las administraciones impulsan; el modelo estatal en uso desde hace varios años es el Programa PROA+[13] que el Ministerio de Educación FP y Deportes financia en parte y que las Comunidades Autónomas ejecutan… a su modo. Se inició en 2005 y en su fase actual (2021/2024) tiene como destinatarios:
Los destinatarios son Centros de Educación Infantil, Primaria y Secundaria sostenidos con fondos públicos que cuenten con, al menos, un 30% de alumnado educativamente vulnerable en un sentido global, así como centros rurales y/o insulares, ubicados en zonas deprimidas o con gran dispersión de la población. Se entiende por alumnado vulnerable en un sentido amplio aquel que presente alguna de las circunstancias que se describen a continuación: necesidades asistenciales (alimentación, vivienda y suministros básicos, etc.), escolares (clima familiar propicio, brecha digital, material escolar, etc.), necesidades socioeducativas (actividades complementarias, extraescolares, etc.), necesidades educativas especiales, altas capacidades, dificultades específicas de aprendizaje, incorporación tardía en el sistema educativo, dificultades para el aprendizaje por necesidades no cubiertas. Todas ellas barreras que condicionan, potencial o efectivamente, las posibilidades de éxito educativo del alumnado.
No voy a entrar ahora en el totum revolutum que supone la definición supuestamente operativa, pero sin rigor conceptual, del alumnado vulnerable que maneja el Programa, donde las necesidades, capacidades, o dificultades del alumnado son vistas sorpresivamente como barreras, que condicionan el éxito educativo de ese alumnado. Alguien pasó por alto que las barreras a las que hay que prestar atención prioritaria están en la configuración excluyente de determinadas dimensiones de las culturas, políticas y sistemas de prácticas de los centros escolares, y que son las que, en interacción con las necesidades del alumnado, limitan sus oportunidades para estar, participar y aprender con criterios de equidad.
Sea como fuere, los centros que se benefician de esos programas ni de lejos suelen ser mayoría en el censo de centros que componen el mapa escolar de su zona o territorio, lo que, paradójicamente, tiene un efecto perverso sobre el sistema en su conjunto. En efecto, me refiero al hecho constatado de que, al configurarse real y simbólicamente como centros para la integración/inclusión de los grupos de escolares más desafiantes del status quo —a tenor de sus específicas y en ocasiones complejas necesidades de apoyo educativo—, el resto de los centros del sector (tanto públicos como concertados, y no digamos privados), tienden a desentenderse de su obligación y además a derivar hacia ellos (velada o abiertamente) a la parte alícuota de estudiantes vulnerables que, por proporción natural, les correspondería dentro de su zona de influencia.
Y lo hacen sin sentirse avergonzados e insensibles al reproche moral (débil, ¡si es que lo hay!) sobre su falta de compromiso y cumplimiento del derecho a la educación inclusiva que les atañe como a cualquier otro centro, dicho esto con la legislación en la mano. Y lo que sí saben hacer es pertrechar excusas espurias para justificar su débil conciencia y compromiso ético. Lo frecuente de su argumentario es aludir a “no contar con personal preparado o formado” pero, sobre todo, porque, precisamente, ahí al lado, o cerca hay un centro inclusivo que está en el programa ad hoc ¡y fíjate todo lo que tiene!: tiene un profesorado con gran vocación, majísimo y muy preparado para trabajar con estos niños y niñas tan difíciles; tienen más medios y recursos (los que con mayor o menor tacañería la administración competente haya querido dotarles por ser los centros para la inclusión de la zona); y, sobre todo, porque (dicen hipócritamente), sería injusto y muy perjudicial para esos niños especiales que se quedaran en nuestro mal dotado, mal formado, mal encarado y excluyente centro, donde “queridos padres y madres, su hijo o hija especial, se sentiría mal y correría el riesgo de no tener amistades ni la atención educativa que se merece por sus necesidades singulares y que, por cierto, ¡la administración debe ofrecerles, faltaría más!”. Si quieren conocer con detalle la ristra de otras excusas habituales, consulten el blog de Belén Jurado[14].
A mi modesto entender, lo que las administraciones competentes deberían estar haciendo es trabajar sin descanso para que, parafraseando a la Sra. Gisèle Pelicot, “la vergüenza de la exclusión educativa cambie de bando”. Para que todos los centros, con los recursos y apoyos que se precisen en cada caso, se comprometan con su deber moral y legal de crear culturas, políticas y prácticas escolares donde prime “el buen trato” que tan bien define la Ley Orgánica de Prevención Integral a la Infancia y la Adolescencia frente a la Violencia (LOPVI, 2021[15]):
Art. 1.3. Se entiende (por buen trato) …aquel que, respetando los derechos fundamentales de los niños, niñas y adolescentes, promueve activamente los principios de respeto mutuo, dignidad del ser humano, convivencia democrática, solución pacífica de conflictos, derecho a igual protección de la ley, igualdad de oportunidades y prohibición de discriminación de los niños, niñas y adolescentes.
Nadie me tiene que recordar que la empresa de avanzar hacia una educación más inclusiva, del buen trato, es muy difícil y riesgosa, por cuanto conlleva, como vengo señalando, multitud de agentes implicados, así como niveles de cambio muy distintos en los que, además, estos se deberían producir armónicamente y donde priman concepciones poco inclusivas muy arraigadas en quienes deberían implementarlos, además de un buen puñado de intereses más espurios, pero poderosos. De ahí que, a mi modo de ver, las cualidades más importantes de quien hoy se quiera poner al frente de una administración educativa o de un centro escolar, deberían ser, creo yo, la valentía, la determinación y la capacidad de movilizar “la voluntad colectiva de hacerlo realidad”, como le gusta decir al profesor Mel Ainscow (2025).
Esto último, y con ello el avance de la inclusión, estaría necesitando de un contexto donde, como apuntaba, la vergüenza de la exclusión escolar estuviera como preocupación prioritaria en la agenda política y social, con intención de que cambiara de bando (Echeita, 2025), cosa que no ocurre ni se le espera. Porque bien sabemos que, en primera instancia, la educación escolar en su conjunto no es una gran preocupación de la sociedad española[16]. En segundo lugar, porque esa agenda tiene novios y novias mucho más mediáticos que esta cuestión de los niñas y niñas especiales, raros, gitanos, migrantes o pobres y su igualmente pobre educación. Si a ello añadimos que las palancas disponibles para el cambio (Ainscow, 2005) no son todo lo robustas que imaginábamos, o la fuerza que se aplica sobre ellas es, en general, débil, entonces lo extraño es que la melancolía no hubiera ganado ya definitivamente la batalla a la esperanza.
5. El principio de Arquímedes y la educación inclusiva; palancas, apoyos y resistencias
Se cuenta que Arquímedes dijo sobre la palanca: «Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo»
Me parece que el dicho atribuido a Arquímedes vinculado a la formulación de su bien conocida ley de la palanca”[17], casa bien con el principio de apalancamiento de Senge que antes mencionaba. La metáfora y sus conceptos afines (potencia, resistencias, punto de apoyo…) son útiles para revisar, en efecto, qué palancas se están utilizando para mover el modelo mental y práctico excluyente, instalado mayoritariamente en nuestro sistema educativo, y qué resistencias se oponen a las fuerzas del cambio que se están aplicando. Vaya por delante una cierta obviedad: que, a la vista de los hechos, tales resistencias son mucho mayores de las que, tal vez ingenuamente, se suponían que se opondrían a las fuerzas aplicadas, por cuanto como vengo planteando desde el inicio de este texto, el progreso (cambio) hacia una educación más inclusiva ha sido mucho menor de lo deseado.
Y a estos efectos pondré el foco de mi análisis en tres de esas palancas. La primera, que tal vez cabria llamar legislativa, y que tendría su fuerza potencial asociada a la consideración jurídica de la educación inclusiva como derecho, o si se prefiere, a entender que, en efecto, el derecho a la educación ya reconocido y amparado por la Declaración Universal de los Derechos Humanos, debe entenderse ahora y en adelante, desde la ratificación en este caso por España en 2008 de la Convención de Derechos de las Personas con Discapacidad, como el derecho a una educación inclusiva[18]. Esta misma palanca legislativa se refuerza en España (hasta cierto punto) con la propia LOMLOE que establece que la inclusión y la equidad son principios rectores de la misma, adquiriendo, además, el compromiso (a través de su Disposición Adicional 4) de que:
El Gobierno, en colaboración con las Administraciones educativas, desarrollará un plan para que, en el plazo de diez años, de acuerdo con el artículo 24.2.e) de la CDPCD y en cumplimiento del cuarto Objetivo de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030, los centros ordinarios cuenten con los recursos necesarios para poder atender en las mejores condiciones al alumnado con discapacidad…”[19]
Por cierto, cinco años después seguimos esperando las acciones para que lo comprometido formalmente no sea nuevamente papel mojado.
A este respecto, la fuerza jurídica de la norma (la CDPCD en particular), que por su naturaleza permite la defensa ante los tribunales de las situaciones contrarias (discriminatorias) a su sentido y literalidad, si bien es muy importante y necesaria (y aunque, en efecto, ha habido algunos casos notables de su aplicación[20], con luces y sombras), se ha mostrado, en todo caso, mucho más débil de lo esperado a la hora de ejercer una fuerza apreciable para el cambio esperado. El análisis de las razones por las que esto ocurre precisaría de mucho más espacio del disponible ahora y de un conocimiento más especializado que el mío. Seguramente, en ello influyen factores como lo lento, complejo y costoso (en tiempo y dinero) que son los procesos judiciales en España; la falta de preparación de la mayoría de los operadores jurídicos en este ámbito en particular (la educación inclusiva) y en lo referente al conocimiento e implicación de las convenciones internacionales del sistema de Naciones Unidas en materia de derechos humanos en litigios nacionales. Y, seguramente también, porque cuando se entra a litigar se hace sobre cuestiones puntuales, objetivables o concretas (por ejemplo, las relativas a los litigios entre escolarización ordinaria o especial) que aun cuando se resuelven, dejan otros muchos aspectos educativos sin cambiar (los relativos, por ejemplo, a cómo llevar a cabo esa escolarización) por cuanto estos detalles no eran objeto específico. Por otra parte, esa norma parece que solo tendría sentido y que solo se debería usar para un grupo en particular de alumnos o alumnas (aquellos en situación de discapacidad) y, por ello, no parece que se considere que pueda ser aplicable como palanca de cambio para llegar a “todos aquellos estudiantes, sin excepción”; esto es, a cualquier otro u otra (que no está en una situación de discapacidad) pero que también pudiera estar viviendo situaciones de exclusión educativa (segregación, marginación, menosprecio, fracaso o abandono escolar temprano). Si a todo ello añadimos la degradación del derecho humanitario a cuenta del genocidio en Gaza, y con ello la pérdida de esperanza en una justicia internacional reparadora, que esta palanca jurídica no aplique lo acordado en materia de educación inclusiva no debería sorprender a nadie.
La segunda palanca que no está teniendo la fuerza necesaria es la relativa a las políticas de formación del profesorado para la inclusión. Todos los expertos en el tema, ya sea individuales (Forlin, 2010) o institucionales (UNESCO, OCDE o la Agencia Europea para las NEE y la Educación Inclusiva[21]), vienen reiterando hasta la saciedad, desde hace ya mucho tiempo, que la clave para tener un sistema educativo inclusivo es asegurar que la gran mayoría de su profesorado adquiera en su formación inicial y consolide durante su carrera profesional, las competencias necesarias para garantizar, en primer lugar, que valoran con equidad a todo su alumnado; en segundo término, que son capaces de reflexionar sistemáticamente sobre sus sistemas de prácticas (Puig, 2012), para mejorarlos recursivamente a los efectos de encarnar en ellos los valores morales de la inclusión, lo que implica, necesariamente, diversificarlos y personalizarlos, tanto para aprender como para participar, de forma que dichas prácticas lleguen a todo su alumnado sin dejar a nadie atrás (Messiou et al., 2020); y en tercer lugar, que son expertos en facilitar la cooperación y el apoyo mutuo del alumnado, así como en establecer y cuidar sistemas de colaboración y colegialidad con sus compañeros y compañeras, con las familias y con otros agentes educativos. Todo ello, para hacer frente desde esa sólida base a las turbulencias de un proceso muy complejo dilemático y difícil.
Pues bien, todo apunta a que seguimos lejos de conseguirlo (Márquez y Moya, 2024). Las reformas habidas hasta la fecha de los planes de estudio para la formación inicial del profesorado de Educación Infantil, Primaria y Secundaria en España, no parece que hayan conseguido que se transversalicen ni afiancen dichas competencias y valores. Por ello, todavía muchos egresados de las Facultades de Educación lo hacen pensando que la educación del alumnado especial seguirá siendo mayoritariamente asunto del profesorado especialista (PT[22]s y ALs) al tiempo que muchos de estos, se perciben a sí mismos desorientados y poco formados, sea para la tarea de atención individual al alumnado que supuestamente le corresponde o para implicarse en genuinos procesos de colaboración y codocencia con sus compañeros o compañeras tutoras (Astudillo, Simón y Fernández-Blázquez, 2025).
Por lo que respecta al desarrollo profesional docente (DPD), el desafío no parece estar tanto en una mayor o menor disponibilidad de oferta formativa, cuando en su eficacia a tenor de los puntos de apoyo que mayoritariamente parecen estar utilizando; esto es, en base a los modelos en los que se apoyan para el cambio de concepciones y prácticas (Martín, 2015). En efecto, aunque con diferencias notables y algunas singularidades, en todas las Comunidades Autónomas existen (con distintas denominaciones) Centros de Formación del Profesorado que están ahí, con sus planes anuales, sus asesores específicos en el ámbito de la atención a la diversidad y sus diferentes actuaciones. Ahora bien, como señala Martín, (2015, p. 445):
El DPD es un proceso que tiene su origen en la reflexión sobre la práctica. No se produce tan solo a partir del acceso a nueva información. Supone por supuesto construir nuevo conocimiento, pero este se genera mediante la explicitación de las ideas y creencias que los profesores tienen y de su contraste y reelaboración a partir de la experiencia directa en el aula. Las actividades de formación docente deben implicar un análisis de la actividad del aula que permita ir dando nuevos significados a lo que allí sucede, cambiar algunos elementos de la enseñanza y revisar su efecto en el aprendizaje de los alumnos: un recursivo ciclo de reflexión sobre la práctica… Los cursos o talleres de corta duración y desconectados de la actividad cotidiana del profesor pueden ser útiles para sensibilizar o para adquirir nueva información, pero no permitirían, desde esta perspectiva, promover cambios que supongan un desarrollo profesional duradero.
No estoy en condiciones de valorar cuántas actividades formativas desarrolladas en el marco de los planes anuales de formación de la Red de Centros de Formación del Profesorado en España caen del lado de “los cursos o talleres de corta duración y desconectados de la actividad cotidiana del profesor”, que menciona Martín, y cuántas del lado de auténticas y eficaces acciones para el desarrollo profesional docente con el modelo que ella señala igualmente. Bien estaría que lo supiéramos, aunque me temo que ese no es el único problema a este respecto, sino el hecho de que muchas de esas actividades, ya estén mejor o peor fundamentadas, siguen siendo voluntarias, al albor de las necesidades individuales sentidas por una parte (no todo) el profesorado que, en efecto, quiere poder responder mejor al desafío de la inclusión. Por otro lado, y al criterio de los que saben (Imbernón, 2024), el espacio privilegiado para ese desarrollo profesional docente, debería ser los planes de innovación y mejora que cada centro escolar tendría que estar implementando a tenor de una evaluación de sus culturas, políticas y prácticas, y con vistas a reconocer dónde se ubican sus principales barreras y dónde sus mayores fortalezas para progresar en materia de equidad e inclusión.
La formación centrada en la escuela o situada significa realizar una innovación desde dentro. Es la interiorización del proceso de innovación, con la descentralización, y con un control autónomo, de la innovación. Pero la «formación basada en los centros» supone también una constante indagación colaborativa y un consenso para el desarrollo de la organización. De una cosa no cabe duda, la innovación educativa es una tarea colectiva y no aislada, no se puede emprender la innovación en los centros desde el aislamiento y la incomunicación… Por supuesto, introducir procesos formativos en los centros en los que el profesorado puede trabajar proyectos de innovación conjuntamente tiene una repercusión en la mejora del aprendizaje de los estudiantes (Imbernón, 2024, p. 227).
Finalmente, la tercera y última palanca que quiero reseñar y que tampoco parece estar capacitada para hacer suficiente fuerza para los cambios necesarios que en materia de equidad e inclusión se necesitan, tiene que ver, ¡mire Vd. por donde!, con el propio trabajo que, en materia de investigación, transferencia y asesoramiento, hacemos quienes nos dedicamos, sobre todo desde la Universidad, a tan nobles oficios (un servidor, el primero). Se trata de un asunto que me llevaría a analizar tanto el tema de los modelos de investigación y transferencia al uso, como el de nuestra capacidad de impacto o influencia (casi nula) para mejorar las decisiones políticas en materia de educación inclusiva —de las que, por cierto, tan necesitados estamos—. Un ámbito, el del asesoramiento científico para la política pública, del que sabe mucho y bien la actual directora del CSIC, Eloísa del Pino Matute[23]. Pero, lamentablemente, veo que al llegar aquí ya he consumido con creces el espacio que se me había asignado para este texto. Me consuelo con el hecho de poder remitir al lector a una reciente obra colectiva accesible y gratuita donde se ha tratado esta particular cara del poliédrico asunto de la educación inclusiva (Calderón y Rascón, 2024) y les lanzo la pregunta crítica de Mel Ainscow (2025) a este respecto:
¿Para qué y para quien se genera el conocimiento de la investigación educativa?... Podría argumentarse que se está creando simplemente para el consumo de otros académicos, en lugar de ser de y para el sistema educativo, con el objetivo último de mejorar las experiencias y resultados educativos de todos los jóvenes (p. 239).
6. SOBRE EL FUTURO
Cuanto peor pinta el panorama, más duro lucho[24] (James Goodall. Primatóloga).
Como le gustaba decir a Federico Mayor Zaragoza (DEP), “el futuro no está escrito, es preciso inventar el mañana”[25]. El futuro de la educación escolar, para que sea genuinamente inclusiva —no descafeinada y falsa como ahora acontece mayoritariamente— dependerá de la voluntad y el coraje de muchos para reimaginar y reinventar ese futuro deseado (UNESCO, 2021).
Yo continúo creyendo y defendiendo que es posible conseguirlo, si bien es cierto que también pienso ahora que el camino o el proceso hacia ella no será tan lineal y directo como algunos ingenuamente imaginábamos. Es bastante seguro, por tanto, que veamos estancamientos como en la actualidad y seguramente retrocesos importantes que nos devuelvan pasos atrás, como si se tratara de un río que genera largos meandros en su discurrir por el blando terreno que surca. Pero, al final, quiero pensar que siempre se avanza.
Por otra parte, alguien ha dicho que lo que ocurre es que estamos en la prehistoria de este movimiento por la equidad y la inclusión en la educación escolar y, por lo tanto, se necesitará de un muy largo e ímprobo trabajo con la vista puesta en ese horizonte deseado, siempre móvil, como la utopía de la que nos habló Galeano, y que está ahí precisamente para hacernos andar y no pararnos. Espero que así sea y que no se cumpla el mal presagio de Álvarez (2025, p. 9) referido a que “las grandes tecnológicas terminen asumiendo funciones propias del Estado, particularmente en lo que se refiere a los sistemas educativos, administrados por plataformas de aprendizaje automático”. Todo un asunto por pensar el de la equidad en educación y la Inteligencia Artificial.
Sea como llegue a ser, yo creo haber recorrido ya la mayor parte del trecho en el que me tocaba correr esta particular y zigzagueante carrera de relevos. Con cariño y orgullo paso el testigo.
Es hermoso partir sin decir adiós, serena la mirada, firme la voz. Si de veras me buscas me encontrarás, es muy largo el camino, para mirar atrás (José Manuel Serrat. Vagabundear).
REFERENCIAS
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[1] Ver algunas “historias de vida” en: https://creemoseducacioninclusiva.com/creamos/hilando-vidas/
[2] Edgar Morin (2012). Elogio de la Metamorfosis. Fundación Novia Salcedo. https://www.noviasalcedo.es/elogio-de-la-metamorfosis/
[6] Tomada la cita, del trabajo de Antonio Grandío, resumen de la obra de Senge, "La Quinta Disciplina", Ed. Granica.
[7] Según Alfonso González Hermoso de Mendoza (2025), en su artículo “Pensar las Universidades desde el Siglo XXI”, en el Blog Espacios de Educación Superior: “La cantidad de artículos científicos publicados ha pasado de 300.000 al año en 1975, a un millón a principios de siglo, llegando a los tres millones en el 2020. El 90 % de los artículos publicados no recibe ninguna cita, y el 50 % solo será leído por los editores.”
[8] Wikipedia. Un cambio de paradigma (o ciencia revolucionaria) es, según Thomas Kuhn en su influyente libro La estructura de las revoluciones científicas (1962), un cambio en los supuestos básicos, o paradigmas, dentro de la teoría dominante de la ciencia. Contrasta con su idea de ciencia normal.
[9] Me confieso coautor intelectual del texto sobre Atención a la Diversidad dentro del libro sobre Adaptaciones Curriculares en Educación Primaria, que formaba parte de las conocidas como Cajas Rojas para la Reforma Educativa, y que los viejunos del lugar seguramente recordaran.
[10] Porque las concepciones implícitas difícilmente se eliminan; cuanto más se controlan con un encomiable esfuerzo de reflexión sobre la práctica (Pozo, 2016).
[11] Aunque esta metáfora de las olas ha de tomarse con cautela, según Garrido-Rodríguez (2021).
[12] De muestra un botón: https://www.carm.es/web/pagina?IDCONTENIDO=4463&IDTIPO=100&RASTRO=c148$m
[13]https://www.educacionfpydeportes.gob.es/mc/sgctie/cooperacion-territorial/programas-cooperacion/proa/proa-21-23.html
[16] Según el avance de resultados del Barómetro del CIS de mayo de 2025, “la educación” aparece en el 8 lugar de las preocupaciones de las y los españoles: para el 1,7% es el primer problema, para el 3,1 es el segundo y para el 3,5 es el tercero. En puntuación global alcanza un 8,3. Nótese la diferencia porcentual con los cinco primeros problemas; La crisis económica, los problemas de índole económica 28,6; La sanidad 19,0; La vivienda 18,2; Los problemas relacionados con la calidad del empleo 16,7 y El paro 10,7.
[19] No voy a entrar ahora en un análisis más a fondo de esta Disposición que adolece de importantes contradicciones, entendibles, en parte, desde el posibilismo y la urgencia de la situación global en la que se gestionó. Señalar solamente que en ella se hace explícito el compromiso con la inclusión vinculada solo al alumnado en situación de discapacidad ( y no a “todos sin excepción” (UNESCO, 2017) y que en la misma deja establecido que: “Las Administraciones educativas continuarán prestando el apoyo necesario a los centros de educación especial para que estos, además de escolarizar a los alumnos y alumnas que requieran una atención muy especializada, desempeñen la función de centros de referencia y apoyo para los centros ordinarios.” (el énfasis es mío). Esta posición entra en fragante contradicción con lo establecido en el art. 24 de la propia CDPCD y en la interpretación que del mismo se ha hecho por parte del Comité de seguimiento de dicha Convención a través de su Observación General n. 4.
[20]https://diario.cermi.es/opinion/caso-ruben-calleja-el-estado-espanol-no-evito-la-discriminacion-de-una-persona-con-discapacidad-ni-ha-reparado-los-danos-causados
[22] Una denominación que se arrastra desde 1968. ¿No ha cambiado el mundo en estos 57 años, como para seguir hablando de “Pedagogía Terapéutica”?
[24] Entrevista en EL País, 04/05/2025.
[26] Traducción disponible en: https://asociacionsolcom.org/la-educacion-inclusiva-como-un-derecho-humano/