Deconstruir una imagen. Algunas notas sobre
la iconografía del (des)amor maternal en el surrealismo

Carmen Sousa Pardo

Universidad de Granada

csousapardo@ugr.es

Resumen: El propósito del presente artículo es revisitar, desde otra perspectiva, la de la maternidad, el papel que dos de las temáticas centrales del Surrealismo, las mujeres y el amor, tuvieron en el movimiento. Para el Surrealismo, la maternidad, necesariamente opuesta al deseo, constituía una barrera para la liberación absoluta de las pasiones a la que confiaban el proyecto revolucionario. Desde el punto de vista femenino, la anulación del sujeto que suponía la maternidad era también la de sus deseos y, por tanto, una limitación para su desarrollo como artistas. Ironizando sobre las fórmulas anteriores y creando otras nuevas, la iconografía surrealista de la maternidad será ante todo la de una deconstrucción: la de la imagen que la presentaba como sinónimo de felicidad femenina.

Palabras clave: Maternidad; Mujeres; Iconografía; Surrealismo; Amor; Teoría de los afectos.

Deconstructing an Image. Some Notes on the Iconography of Maternal «(un)Loving» on Surrealism

Abstract: The aim of this article is to revise the role of women and love in surrealism from another perspective: that of motherhood. For the surrealists, motherhood, inevitably opposed to desire, was a barrier to the absolute liberation of the passions, a liberation on which they relied in their revolutionary project. From the feminine point of view, the annulment of the subject that motherhood entailed was also an annulment of her desires and so a limitation for the development of artists. While ironizing on previous iconographies and establishing new formulas, the surrealist iconography of motherhood will be, above all, that of a deconstruction: that of the image presenting the mother as a synonym of female happiness.

Keywords: Motherhood; Woman; Iconography; Surrealism; Love; Affect theory.

Recibido: 22 de febrero de 2022 / Aceptado: 11 de mayo de 2022.

El anhelo generalizado de la intelligentsia europea de entreguerras de volver a un estado prebélico propiciará que, en este periodo, momento en el que se funda el movimiento surrealista, también el arte vuelva a iconografías tradicionales como la que nos ocupa1. En concreto, el interés que los surrealistas tuvieron en la representación de la maternidad se debe a que tanto las mujeres como el amor fueron preocupaciones centrales de su ideario político.

Sin embargo, al margen de algunas obras realizadas en sus etapas formativas, la visión que de la maternidad ofrecen los surrealistas distará mucho de la asentada en los siglos anteriores. Para ellos, la maternidad suponía una barrera frente a la liberación absoluta de las pasiones, a la que confiaban la derogación del viejo orden liberal-burgués y por ello su representación se formulará en términos de oposición al deseo. Sus imágenes pueden ser interpretadas como una deconstrucción irónica o un empleo mordaz de la iconografía de la madre extasiada que, debido al proyecto de educación emocional desarrollado por los ilustrados, se consolidará a partir del siglo XVIII2 y en buena parte del siglo XIX.

Este artículo no pretende ser una relación exhaustiva de las representaciones surrealistas de la maternidad, ni analizar en detalle las múltiples obras que versan sobre ella. Antes bien, se plantea como una aproximación teórica a la representación de las emociones en el movimiento que, por la importancia que alcanzaron, nos obliga a revisitar sus fuentes a la luz de nuevos enfoques teóricos informados por el giro afectivo. En los siguientes epígrafes, tras analizar a partir de qué imágenes se opera esta deconstrucción, estudiaremos, en primer lugar, la iconografía generada por los surrealistas –hombres– en la que la madre pasa a ser mero complemento del individuo y el deseo. En segundo lugar, veremos cómo la visión que dan las surrealistas es distinta y pasa por una reivindicación de lo propio, de la individualidad y del deseo femenino. Finalmente, concluiremos con algunas reflexiones que, a modo de recapitulación, nos ayuden a entender la dimensión política que toman los asuntos personales y sentimentales, como la maternidad, en el surrealismo.

La familia burguesa, el punto de partida: los surrealistas frente a la iconografía de la madre feliz

La familia burguesa, en la que crecieron la mayoría de los surrealistas, estaba siendo sometida a revisión a finales del siglo XIX y comienzos de la siguiente centuria por los teóricos más destacados de la modernidad, como Marx (2011), Engels (2017) o Freud (2020). Influidos por estos textos e imbuidos por el ánimo crítico de las ideas de comienzos de siglo, los surrealistas desarrollaron una animadversión hacia la familia y hacia la maternidad. Para Breton, «la familia, junto a la religión y el estado era una de aquellas tres instituciones abyectas que contribuían a perpetuar el viejo orden liberal-burgués» (2018: 145) y, por ello, compartía con Gide la opinión de que, ante todo, la idea de familia debía ser depuesta («Familles! Je vous haïs»). La familia burguesa a la que se oponían los surrealistas se había consolidado a lo largo del siglo XVIII y en el periodo subsiguiente, sustituyendo la estructura jerárquica de las grandes familias que había predominado hasta entonces por una organización más reducida, justificada a partir de vínculos emocionales. En esta nueva organización familiar, como estudiaría Lacan en 1938 (1978: 13-21)3, la imago del autoritario pater familias había sido reemplazada por la del padre amoroso. Del mismo modo, el protagonismo había sido desplazado hacia los hijos, coincidiendo con la aparición de toda una serie de leyes de protección de la infancia, y la figura de la madre, la cual, por su parte, había adquirido un rol esencial como educadora y protectora de la moral familiar. El papel central otorgado a lo afectivo en esta nueva estructura familiar había formado parte del proyecto ilustrado de educación emocional que pretendía legitimar y perpetuar la estructura social del, así llamado por los surrealistas, «viejo orden».

Este proyecto vino acompañado desde entonces por una explosión de imágenes que tenían como intención dar forma al ideal familiar que se pretendía conseguir. Obras como las de Jean-Baptiste Greuze o Jean-Siméon Chardin, lejos de ser el fiel reflejo de la sociedad que las produce, participaban de la construcción de este nuevo modelo familiar y maternal al que se aspiraba. En sus imágenes, la familia aparecía idealizada, organizada en torno a la figura de la madre, rodeada de hijos en un estado de suma felicidad. La expresión de dicha era representada a través de gestos exacerbados y rostros paroxísticos, como los que recoge Dalí a propósito de la histeria en el collage de El fenómeno del éxtasis (1933)4. La similitud formal entre una iconografía y la otra, entre el éxtasis y la maternidad, no es casual ni contradictoria, bien al contrario: la visión dieciochesca de la maternidad tenía más que ver con el deseo que con su contención. La representación de la maternidad era entendida también como una figuración de la satisfacción sexual en el ámbito conyugal, que además se suponía mayor cuanto más elevado era el número de hijos (Duncan, 2007). Lo que pretendían estas imágenes era convertir a la maternidad en uno más de los deseos femeninos a través de la asociación de la capacidad de dar a luz a numerosos hijos con la tenencia de una vida sexual plena. Sin embargo, la lectura que los surrealistas hicieron de ella estuvo filtrada por el tamiz de la constreñida moral burguesa decimonónica que había opuesto, entre otros conceptos, razón a emoción, y deseo a maternidad.

La insistencia en el tema a lo largo del siglo XVIII estuvo motivada por la falsa creencia en que era inminente actuar ante una irreal disminución de la natalidad. Exactamente la misma preocupación incentivó a los diferentes gobiernos implicados en la Primera Guerra Mundial a promover la natalidad tras su finalización y a propiciar su reaparición en el ámbito artístico en la cronología que atañe a este artículo (Fer, 1999). Sin embargo, en el primer cuarto del siglo XX el estatuto del artista había cambiado mucho respecto al del siglo XVIII. El artista de entreguerras, como el decimonónico, concebía su relación con el mundo como una oposición. Situado en una tardía bohemia, en el margen de la sociedad, su papel era el de enfrentarse a cualquier proyecto institucional, incluso al de la maternidad. Por ello, en lugar de elaborar obras afines al sistema, crearon toda una serie de imágenes cuyo fin era criticarlo.

Para los surrealistas, como para Engels y Marx (2011), la base formal y moral en la que se apoyaba la familia burguesa era la Sagrada Familia. Las representaciones de María con el Niño, basadas en el contacto maternofilial desde el medievo, fueron, para los surrealistas, el blanco sobre el que disparar a fin de negar la equiparación entre amor y maternidad sacralizada por la religión durante siglos y venerada por el sistema capitalista. Así lo vemos, por ejemplo, en Virgen castigando al niño delante de tres testigos (1926). En esta pintura, Ernst nos ofrece una imagen de la maternidad en la que la madre deja de ser afectiva y cariñosa para ser la que vigila y castiga. La Virgen, madre de madres, aparece azotando al Niño, se antoja mucho más represiva que apegada a él. La crítica alcanza por igual tanto a la religión como a la familia: el Niño, a causa de la represión, de los azotes, pierde el halo y se humaniza. La ósmosis entre lo sagrado y lo profano se introduce mediante la sustitución de la Santísima Trinidad por otra compuesta por Breton, Éluard y el propio Ernst [1].

Esta concepción de la madre como una figura coercitiva, como vemos en la obra de Ernst, no aparece por primera vez con el surrealismo. Encontramos ya algunos ejemplos en la obra de algunos de sus autores de cabecera, como el Marqués de Sade. En Filosofía en el tocador (2016), el odio explícito de la joven Eugénie hacia su madre, como el del resto de personajes, se debe, de hecho, a lo que la progenitora representa. La madre aparece como la culpable de que todos los placeres carnales le hayan sido prohibidos a la hija hasta ese momento. El odio es tal que la novela acaba precisamente con el asesinato de la madre por parte del grupo y la celebración posterior, que hace las veces de rito de liberación absoluta de las pasiones, del mismo modo que los surrealistas defenderían el parricidio cometido por Violette Nozière (Sousa Pardo, 2021: 149-81).

Cualquier atentado contra la familia era para los surrealistas un acto revolucionario. En el caso de las madres, guardianas de la moral, sus crímenes, para los surrealistas, muchas veces no eran de sangre, sino sexuales. Por ello, en un afán provocador, también Bataille ofrecerá una imagen de la maternidad que atenta contra los valores en los que esta se sustentaba. En su novela Mi madre (1966), narra la historia de un joven de 17 años al que su madre tratará de pervertir sexualmente. Al igual que en Filosofía en el tocador (2016), toma el modelo de novela de aprendizaje para, en este caso, ironizar subvirtiendo el papel que debe desempeñar la madre en torno a la educación sexual de sus hijos. La madre no se presenta en esta novela a la manera de una guardiana que vigila y castiga a su hijo sino, al contrario, como una incitadora al pecado.

Esta oposición entre maternidad y felicidad-amor-deseo es recogida explícitamente por Bataille de la siguiente manera: «¡Me siento feliz! –gritó– Quiero que lo sepas: soy la peor de las madres (2007: 63)». De hecho, según narra el protagonista, en el momento en que la madre le desvela su libido le escribe una carta concluyendo que ya no puede presentarse jamás como su madre y firmando con su nombre5. La narración acaba, por tanto, volviendo sobre esa relación de confrontación entre maternidad y deseo.

Esta oposición entre eros6 y maternidad es, también, la que recoge Buñuel en una de las escenas de filicidio que pueblan su filmografía. En la Edad de Oro (1930: 52’16”) la exaltación del deseo pasa no por el nacimiento, sino por el asesinato de los hijos. En ella, los protagonistas, en la famosa escena del jardín, tras matar a sus hijos, exclaman haciendo alarde también de una exacerbación tanto del tono como de los gestos:

–¡Qué alegría! ¡Qué alegría haber matado a nuestros hijos!

–Mi amor, mi amor, mi amor, mi amor, mi amor.

El amor reiterado, como la alegría, aparecen solo con la desaparición de los hijos; la anulación de la maternidad implica el regreso del deseo. La felicidad referida por Buñuel opone, por tanto, su naturaleza a la que evocaba la pintura del XVIII y de buena parte del XIX. Todas estas referencias a la contradicción de ambos términos pueden entenderse, según Foucault (1976), en relación con el nuevo contrato sexual adquirido por la familia moderna. Este trataba de articular la prohibición del incesto responsabilizando a los progenitores del cuidado del cuerpo infantil y vigilando, a través del sistema médico-judicial, las atenciones que el adulto ofrecía al niño. La madre, encargada de la educación de sus hijos, era la responsable directa del cuerpo del niño, y, por tanto, también de la educación en los códigos sociales de autocontrol y represión. El sistema médico-judicial era el encargado de contener y castigar los deseos sexuales que el adulto pudiese proyectar sobre el niño y de supervisar la correcta restricción de los deseos infantiles.

Debido a esta oposición entre maternidad y placer, los surrealistas abogarán a priori por la exaltación de otros modelos de mujer distintos del maternal. Las iconografías femeninas recuperadas por los surrealistas parten de aquellas basadas en una liberación absoluta de las pasiones: bien la femme fatale, a través de figuras como la de la histérica o la loca, o bien la femme-enfant, a quien atribuyen el poder de la inocencia. En cualquier caso, se trata de mujeres que van a tener como premisa la exaltación del deseo, del amor7, frente a la sumisión maternal.

Esta deconstrucción de la imperante visión idílica de la maternidad será diferente, sin embargo, en función de si es representada por los surrealistas hombres o las surrealistas mujeres. Mientras que, en el caso del sector masculino, normalmente se posicionan como hijos, en el caso del femenino serán las propias autoras las que ocupen el rol maternal. En cualquier circunstancia, se partirá casi siempre de elementos autobiográficos para llegar a la denuncia de una idea arquetípica o general de lo que se entiende por maternidad. Esto es, en todos los casos, como veremos, las representaciones de la maternidad superan el plano de lo personal y toman un matiz político y social.

Mi madre, mi madre, mi madre. La representación de la madre como reafirmación del sujeto

Si en lo social lo que pretenden los surrealistas es deconstruir esa imagen de la madre feliz, en el psíquico la madre solo aparece representada como reafirmación del individuo y de su deseo infantil; la madre es imaginada como un sujeto ausente, carente de pasiones.

Decía Diderot que los hijos eran los principales «accesorios de la maternidad» (cit. en Duncan, 2007: 200) y que, por ello, todas las representaciones de la madre pasaban necesariamente por la de sus hijos. Sin embargo, en las obras surrealistas esta relación de tema-atributo se invierte. La madre solo aparece como atributo del hijo, no como individuo autónomo. En consonancia con el complejo de Edipo freudiano y sobre todo con la teoría del fort-da, la madre únicamente se representa como reafirmación del yo y de la propia sexualidad. La madre pasa, por tanto, a ser un atributo del hijo representado, un no-individuo: la pérdida de un amor y deseo que es el que posibilita la creación del yo. Los surrealistas, siguiendo a Freud en sus teorías sobre el Fort-da, aquel juego infantil desarrollado por su nieto para «su renuncia pulsional a admitir sin protestas la partida de la madre» (2020: 7), descubrieron «que es a partir de la ausencia, de la falta, que el ser humano es capaz de crear, haciendo uso de los símbolos que presta el lenguaje para nombrar ’la nada’ y recrear la realidad» (Instittuto Fort-da). El principio de creación coincide, de este modo, con el de la subjetivación del individuo. El papel psicosomático desempeñado por la madre real respecto de su hijo equivale a esta acción de situarlo en el espacio y en el tiempo, confiriéndole su individualidad.

Como recoge Revilla, para el psicoanálisis «las experiencias de seguridad, sosiego, orientación y sana afectividad que se reciben normalmente de una madre, en situaciones ordinarias de equilibrio por ambas partes, son un factor decisivo para el desarrollo de la personalidad adulta» (2007: 458). Esto es, es la presencia de la madre la que asegura la unidad del niño y le permite tomar conciencia de su situación en un tiempo y un espacio. Entre la madre y el niño se abre un espacio transicional que es el que les permite ser. Por ello, la representación que harán los surrealistas hombres de la maternidad será la de una separación o pérdida, figurada en ese espacio transicional que los configura como individuos.

Esta idea se hace evidente en las distintas obras que Dalí consagró a su madre. En la primera de ellas, Je crache quelquefois parfois par plaisir sur le portraît de ma mère (1929), sobre una litografía del Sagrado Corazón, Dalí escribe que él escupe algunas veces por placer sobre el retrato de su madre. En esta obra que, entre otras cosas, va a costarle la relación con su padre, la madre aparece simplemente como evocación, por la grafía inscrita en el cuerpo del Sagrado Corazón. Su representación es, además, la de una doble distancia, puesto que el mismo acto de escupir implica una proyección hacia el exterior, hacia algo que se encuentra distante [2].

La referencia al placer intrínseca en la cita nos remite a la teoría freudiana, siempre detrás de buena parte de las obras surrealistas. Según la teoría del complejo de Edipo, la relación del sujeto con la madre se articula en dos fases: una de fusión, que sería la denominada como fase anal, y otra de separación que sería la denominada fase oral (Pearl, 2002). El hecho de que esta remisión a la madre se produzca a través de la palabra, articulada en la boca, remite de nuevo a esa segunda fase de separación establecida con lo maternal, confirma la idea de la separación que se hace presente en otras obras del artista mediante la idea y representación del destete.

Es a esta segunda fase a la que se refiere también la obra El enigma del deseo. Mi madre, mi madre, mi madre (1929). En ella, una serie de estructuras blandas, similares a las que aparecerán más tarde en el Gran Masturbador (1929), ocupan un paisaje desértico. La gran figura central se encuentra perforada por un centenar de incisiones en las que la referencia a la madre es epigráfica [3]. La madre, como objeto de proyección del deseo, va dejando de serlo si recorremos la figura en el sentido de la lectura occidental. Las cavidades van dejando de albergar esa referencia a la madre y aparecen vacías. La representación de la maternidad en esta obra es también la de una pérdida y la de una separación: la que permite la conformación del sujeto en su individualidad.

Asimismo, la referencia a la construcción de la individualidad y del sujeto a partir de la separación de la madre está presente en algunas obras de Magritte. Considerando la importancia que los títulos tienen en la obra del artista belga, no puede ser azarosa la referencia que se hace en Les rêveries d’un promeneur solitaire (1926) al ensayo homónimo de Rousseau de 1786. En esta obra, el filósofo francés recoge que son precisamente esos paseos en soledad los únicos momentos en los que él se siente plenamente él. Como en la obra de Rousseau, en la de Magritte el protagonista es un caminante solitario. La meditación del paseante solo es interrumpida por un elemento que, dispuesto en horizontal, contrasta con el resto de la obra. Se trata de un cadáver, que, por sus rasgos, se asocia con el de una mujer, su madre, que se había suicidado lanzándose al río Sambre cuando él era apenas un adolescente. La muerte de la madre, la separación radical que esta conlleva, implica necesariamente su constitución como sujeto autónomo. Podríamos decir, por tanto, que la representación de la madre no es la de una presencia como la propia palabra indica, sino la de una ausencia. Además, la disposición horizontal del cadáver se interpone entre el espectador y el protagonista de la obra negando la posibilidad de identificación entre uno y otro, impidiendo que el espectador pueda acceder a la subjetividad del representado [4]. Si bien es cierto que Magritte negó en varias ocasiones que fuese la muerte de su madre la que le influyese o llevase a crear esta serie de rostros velados, también es cierto que se negaba a cualquier tipo de interpretación teórica o literaria de su obra (Arenal, 2018).

Como decíamos, al recrear la maternidad, los surrealistas, con cierto grado de egocentrismo, centran el foco en el papel de ellos mismos como hijos. La imposibilidad de representar algo que fuese más allá del yo llevó a muchos artistas a rechazar la paternidad porque la consideraban una amenaza a su integridad como sujetos. Es el caso de Dalí, que se opuso rotundamente a la idea de la paternidad y buscaba en su esposa Gala el consuelo materno: «Gala [...] [me] adoptó. Fui su recién nacido, su niño, su hijo, su amante [...]. Ella se arrogó la función de ser mi protectora, mi divina madre, mi reina. Yo le conferí la fuerza de crear el espejismo de su propio mito ante sus ojos y ante el mundo» (Dalí, 1975: 132).

Según Iribas Rudín,

cuando murió su madre, en febrero de 1921, el Dalí adolescente quedó privado del reconocimiento materno y se vio forzado a internalizar la mirada del otro. Redobló sus esfuerzos para explotar su imagen, desarrollando una pose, en busca de identidad. Más adelante, sería Gala quien encarnaría el arquetipo de la madre cuidadora, el estímulo permanente de su creatividad y el ancla de su mente atormentada (2004: 39).

Esta búsqueda de lo maternal en la pareja será habitual en el surrealismo. No en vano, Breton comienza Nadja sin hablar de la joven anónima a la que dedica la obra, preguntándose «¿quién soy yo?» (2006: 9). La identificación proyectiva con algo externo al sujeto le permite tomar conciencia de lo que desde afuera le es reflejado de vuelta, de sí. Tiempo después, Lacan desarrollaría esta necesidad en el estadio del espejo. Esta fase, como el propio psicoanalista explicaba, no debía aplicarse solo a la infancia, sino a la totalidad de la vida. Por ello, algunas autoras feministas como Cixous o Kristeva han afirmado que, en las obras surrealistas, detrás del anonimato de la mujer se percibe la presencia constante de lo maternal, pudiendo citarse asimismo a Spector, para quien «el anonimato de la mujer surrealista oculta un vestigio encubierto de lo maternal: de la madre eterna, de “la otra”» (2003: 306).

En suma, la función de las mujeres es, para los surrealistas, la de cumplir ese papel psicosomático de afirmar la existencia del hombre y del genio. Esto es, las mujeres surrealistas solo aparecen como deseo y producto del deseo masculino, al igual que la madre, como prueba, entre otros, el famosísimo collage en torno a la obra de Magritte, Je ne vois pas la femme cachée dans la fôret (1929).

De mujeres sobre mujeres: la otra cara
de la maternidad

Ahora bien, si en las representaciones que hasta ahora venimos aludiendo la figuración de la madre es la de la pérdida y la de la reafirmación del sujeto, en las realizadas por las mujeres surrealistas la problemática en cuanto a la identidad va a ser distinta.

Muchas de ellas se enfrentarán a la maternidad en la vida real, como Leonora Carrington, y otras a la imposibilidad o rechazo de la misma, como es el caso de Remedios Varo, o Dorothea Tanning8.

Frente a las posiciones que desarrollaron los surrealistas hombres hacia la madre (crítica) y hacia las mujeres (sexualizada), las surrealistas encontrarán un espacio apropiado para su representación: el de lo propio (Caballero, 1995). Esto es, la mayoría de las representaciones que hacen de la maternidad tendrá un componente autobiográfico que las sitúa a ellas como madres, y en muy raras excepciones como hijas. Las madres representadas por las surrealistas no tienen ya la función de ayudar al individuo a reafirmar su existencia espaciotemporal, puesto que las madres son ellas mismas. No obstante, su visión es también crítica, reclaman su presencia como artistas e individuos frente a la anulación que la maternidad solía suponer. En este sentido, frente a la representación de la madre como un no-individuo que hacían los surrealistas hombres, las surrealistas ofrecerán otra visión basada fundamentalmente en reivindicar la individualidad de la mujer-madre que, al igual que en los casos anteriores, solo puede ser representada mediante un desapego emocional, una distancia.

Así, Dorothea Tanning en su obra Maternidad9 (1946-1947) se autorretrata en dos ocasiones: como madre y como niña. Este doble retrato de Tanning, que ocupa como adulta el lugar de la madre y como niña el del perro, reafirma su singularidad. Separa su yo-sujeto de su yo-madre. La artista como madre expresa un estado de tristeza y aislamiento reforzado por su inclusión en un paisaje desértico. Tampoco el niño parece haber sido representado como atributo para la madre. El niño en brazos de su madre mira en dirección opuesta a la misma, evitando cualquier conexión o contacto visual. No parece que la disposición de la madre respecto al niño sea como trono, ni como sostén, como lo haría habitualmente en las representaciones cristianas. De hecho, la atención se focaliza más en la figura de la madre –al aparecer dos veces– que en la del niño. La negación del amor, la ausencia afectiva de la que se carga la imagen, es la que permite en esta obra la representación de dos sujetos independientes sin supeditación del uno al otro [5].

Esta obra ha sido interpretada por diferentes autores como una crítica a la maternidad, una expresión pictórica del rechazo de la artista a la posibilidad de ser madre. Para Hubert esta pintura es «una condena de la maternidad, que conduce al aislamiento, a la miseria y a la falta de realización» (cit. en Mahon, 2018: 29). Coincidimos con el análisis que hace Mahon al determinar que:

Esta interpretación podría justificarse con ayuda de un poema que escribió Ernst en esta misma época titulado «Maternité (cuadro pintado por d.t)», en honor a la pintura de Tanning, en el que equipara la maternidad con las «lágrimas putrefactas» y la «deprimente fertilidad», y termina con el verso «a través de la puerta, impasiblemente», como si afirmara que el portal que aparece en la pintura representa las recompensas muy superiores que brinda la creatividad artística (2018: 29)

Las obras de Tanning están impregnadas de una gran violencia emocional, pues, a pesar de que la disposición de las figuras es, en muchos casos, la tradicional de la maternidad (hay un contacto físico entre ellas), la relación aparece fría y distante (no parece haber ningún vínculo afectivo). Recuerda a aquellas palabras de Simone de Beauvoir cuando, en El segundo sexo, escribía que la madre destina al hijo a morir «porque solo se hace deshaciendo; quiere decir que en el mismo instante en que da vida al hijo lo ha construido para la muerte» (1962: 60). En cierto modo, en tanto que despedida de la maternidad, la obra podría ser interpretada en términos de muerte, de la de los hijos que la artista nunca tendría.

Otras artistas, en cambio, como Remedios Varo, van a oponerse de otro modo a la idea de ser madre. Para ella, el proyecto de alumbrar había de ser primero un proyecto de libertad (Luquin Calvo, 2009). No concebía la posibilidad de traer a un niño a un mundo del que ella misma era cautiva. La iconografía de la maternidad le sirvió, por tanto, para denunciar como sus compañeros que el «Viejo Orden», además de liberal, burgués, tenía un fuerte carácter patriarcal. Así lo vemos en Papilla estelar (1958). En ella, una mujer encerrada en una torre alimenta a una luna. La mujer ocupa el papel de la madre que da de comer una papilla a la luna, que, entendemos, representa a la hija y que sufre un doble encierro: el de la torre, pero también el de la jaula. Para Varo, la maternidad era una especie de cárcel, puesto que la construcción de la misma se sostenía en la concepción de las mujeres como seres abnegados que renuncian a sí en favor del servicio a otros [6].

Fuera cual fuese su postura real frente a la maternidad, las imágenes que de ella produjeron las surrealistas mostraban facetas distintas a las de épocas precedentes. Fue durante la década de los 30 y los 40, en el momento en que muchas mujeres se incorporaron a las filas del surrealismo, cuando temas como el que nos ocupa, espacio de confluencia entre lo personal y lo político, tomaron más fuerza. Estos proyectos autorepresentacionales asentaron las bases para que toda una serie de feministas reivindicasen socialmente a partir de los 60 que el de la maternidad era también un asunto político.

Conclusiones

Hasta tal punto el rechazo a la familia forma parte de la política surrealista que, cuando Breton fue padre, se encontró en la obligación de justificar el nacimiento de su hija como el fruto de un amor desmedido. Así lo recoge en el final de L’amour fou, cuando le escribe a Aube: «Durante mucho tiempo pensé que la peor de las locuras era dar vida. En cualquier caso, estaba resentido contra los que me habían dado la vida» (2018: 141). Quizás, como ha recogido Spector a partir de las palabras de Sartre, su repulsa hacia la maternidad fue la que le llevó incluso a no concebir sus creaciones en términos de génesis y nacimiento, sino como «una concepción inmaculada, una iluminación» (2003: 51-52).

A pesar de la multiplicidad de recursos e imágenes que como hemos visto utilizaron para denunciar la maternidad, si algo une a todas las representaciones que de esta hacen los surrealistas es la idea del desamor. Este desapego emocional puede ser producido bien por el empeño de deconstruir la imagen burguesa, bien por la necesidad de reivindicar la individualidad de un sujeto. La diferencia reside en que si bien para los surrealistas la presencia esencial sigue siendo la suya –la madre, como el resto de mujeres, aparece como una creación más del artista genio –, las surrealistas generan el espacio para reivindicar una presencia y existencia femenina más allá de la gestación y crianza de los hijos. El desamor es materializado en el Surrealismo mediante una ausencia de contacto o mediante acciones violentas. La falta de contacto físico o gestual aparece en toda una serie de imágenes frías como las generadas por Magritte o Tanning, en las que lo único que comparten madre e hijo es el espacio del lienzo. Acciones violentas como el escupir que veíamos en la obra de Dalí, el asesinato voluntario o involuntario evocado por Buñuel, o el encierro en una jaula de Varo se expresan en imágenes, sobre todo, de rechazo.

La pervivencia, aún hoy y a pesar de las sucesivas olas y reivindicaciones feministas, de la educación emocional dieciochesca, recuperada sobre todo a través de regímenes totalitarios, que mantiene latente la idea de una feminidad realizada únicamente en la maternidad, hace necesario este tipo de análisis que buscan desmontar cómo se han magnificado desde el pasado determinadas emociones y cómo se han instrumentalizado políticamente para la construcción del género. En este sentido, si bien es cierto que el surrealismo cosificó a las mujeres tanto como lo hizo el régimen al que criticaban, también estuvo cerca –al margen de que esta fuese su intención– de cuestionar las actitudes patriarcales de este que ellos mismos reproducían. Nos referimos, por ejemplo, al hecho de convertir asuntos emocionales y/o personales, como la maternidad, en temas de interés social, pues, aunque en la mayoría de los casos estas representaciones parten de lo propio, acaban tomando un carácter público y de denuncia. Se anticipaban con ello a la que sería la consigna esencial de la segunda ola feminista, lo personal es político, y evidenciaban algunas de las estrategias estructurales que han operado históricamente en la sumisión femenina.

Notas

1 Como parte de lo que Briony Fer (1999) ha denominado la política de «vuelta al orden» por parte de los países beligerantes en la I Guerra Mundial.

2 Como han demostrado autoras como Mónica Bolufer (1998) o Jo Labanyi (2016) será a partir del XVIII cuando se codifique el sistema emocional que estructurará la modernidad y, por ende, la imagen moderna de la familia y de la relación maternofilial que se extenderá a lo largo del siglo XIX y principios del XX, por lo que es al origen de este nuevo sistema socioemocional al que, nos parece, debemos retrotraernos para comprender de qué realidad parte la crítica surrealista.

3 A lo largo del texto nos serviremos de algunas aportaciones de Lacan por cuanto fue quien, junto a Freud, extendió el estudio de la familia, desde una perspectiva psicoanalítica, coincidiendo con los intereses que la vida privada despertó en los intelectuales a partir de los 60. Además, en los surrealistas aparecen ya muchas estrategias y reflexiones que luego desarrollará el autor francés, aunque la influencia que los artistas tuviesen fuese eminentemente freudiana.

4 Aunque la obra del autor catalán se refiera a la histeria, las similitudes formales son más que evidentes. En ambos casos la referencia para las representaciones de las mujeres son rostros en éxtasis y cuerpos agitados, en convulsión.

5 Sobre el conflicto entre maternidad e identidad volveremos en los siguientes epígrafes, puesto que es este aspecto el que diferencia las representaciones que de esta iconografía harán los y las surrealistas. La influencia que la relación maternal tiene en la construcción del yo está influenciada por las teorías edípicas freudianas que tanto interesaron a los surrealistas. Sabemos que los surrealistas, y en especial algunos como Max Ernst, fueron lectores tempranos de las obras de Freud.

6 Para el desarrollo del concepto del deseo en el surrealismo, imposible de desarrollar en el artículo por la vastedad y complejidad del tema, se recomienda revisar Mahon (2009) y Pujante (2017).

7 La concepción y el uso que los surrealistas hacen de Eros parte de la noción que tienen del deseo. Para ellos deseo y amor, recogiendo la influencia freudiana, son prácticamente términos intercambiables, sinónimos. Véase Mahon, 2009.

8 En puridad, de los autores mencionados solo Breton fue surrealista toda su vida. Lo que nos interesan son las estrategias plásticas comunes que todos los aquí citados desarrollan para la representación de la maternidad, más que la fidelidad de su adscripción al movimiento.

9 Junto a esta obra podríamos analizar otras muchas en las que la autora vuelve sobre el mismo tema, como Maternity, 1977 o Maternity V, 1980.

Bibliografía

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