Abraham Lacalle y la reinvención del paisaje como género pictórico y mecanismo crítico-ecológico

Iván de la Torre Amerighi

Universidad de Sevilla

ita@us.es

Resumen: Aborda el presente artículo tres cuestiones: la hipótesis de la funcionalidad posmoderna o sobremoderna del paisaje como herramienta activa y efectiva para con la conciencia medioambiental; las posibilidades del género como modelo de reflexión autorreferencial sobre los modos del proceso pictórico y su consecuente subversión; y la capacidad del paisaje para expandirse e hibridarse en, hacia y con otros géneros. A través del análisis de las últimas etapas de la obra del artista español de trayectoria internacional Abraham Lacalle, de sus estrategias y metodologías, podrá discernirse la importancia del paisaje como nodo creativo, eje para la cita-fuente, construcción conceptual y espacio mental dentro de su producción, así como de los recursos empleados para este cambio de paradigma.

Palabras clave: Pintura; Paisaje; Posmodernidad; Paisaje post-apocalíptico; Apropiacionismo; Conciencia medioambiental.

Abraham Lacalle and the Reinvention of the Landscape as a Pictorial Genre and Ecologically Critical Mechanism

Abstract: This article addresses three questions: the hypothesis of the postmodern or supermodern functionality of the landscape as an active and effective tool for environmental awareness; the possibilities of gender as a node for self-referential reflection on the model of the pictorial process and its consequent subversion; and the capacity of the landscape to expand and hybridize in, towards and with, other genres through the analysis of the latest stage of development in the work of the internationally reputed Spanish artist Abraham Lacalle. We will address his strategies and methodologies, the importance of the landscape as a creative node, axis for the quote-source, conceptual construction and mental space, that can be discerned in his production, analyzing the resources used for this paradigm shift.

Keywords: Painting; Landscape; Postmodernity; Post-apocalyptic Landscape; Appropriationism; Environmental Consciousness.

Recibido: 23 de febrero de 2022 / Aceptado: 28 de junio de 2022.

La construcción del paisaje como nodo y eje: un cambio de paradigma

En el escrutinio de la obra de Abraham Lacalle (Almería, 1962), uno de los artistas españoles con mayor proyección internacional de su generación, resulta de suma importancia indagar en los condicionantes histórico-artísticos y socioculturales que conforman aspectos característicos y estructurales de su particular mirada, lo que ayuda a una mejor comprensión de su producción paisajista y de las intenciones que la animan. Analizar el desarrollo del género en su trayectoria, desde su relativa importancia en los inicios de su carrera hasta ir progresivamente adquiriendo una relevancia nuclear en su obra, permite advertir distintas etapas o marcos de referencia caracterizados por rasgos temporales, temáticos y/o intencionales.

Si la fragmentación, acompañada de un proceso de deformación y distorsión como recurso, fue un vehículo para el palimpsesto intertextual a finales de los noventa, como el mismo reconocía (Power, 1998: 83), a medida que el paisaje se fue transformando en eje y nodo de su producción, la asociación conceptual mediante apropiaciones, imágenes, narraciones o símbolos como adhesivos vertebradores iría dejando paso a juegos de mayor sutileza (Pardo, 2019: 6). El orden de lo plástico sería soportado –aunque sin abandonar ni el humor ni el enfrentamiento arbitrario– por los aglutinantes propios de la ficción pictórica contemporánea.

Ya en ciertas obras producidas tras la beca de estancia, en dos periodos consecutivos, en la madrileña Casa de Velázquez (1994-95 y 1995-96), es posible vislumbrar precedentes que anuncian el desarrollo posterior en cuanto al peso específico que adquirirá el género en su obra. El carácter apofántico se conjuga mediante una serie de recursos que introducen el paisaje en escenas de interior como elemento secundario pero singular. Por un lado, con ingenioso dinamismo, a partir del uso del cuadro-ventana que anuncia elementos vegetales externos, sencillos y esquemáticos (La habitación del cuadro o El otoño del artista, ambas de 1997), por otro, en sentido contrario, a partir de la original proyección de una sombra arbórea (Bajamar, 1996) que se infiltra en la habitación.

La apelación a la cita artística, otro de los rasgos inherentes a un abordaje intelectualizado de la labor creativa y, por extensión, en el tratamiento del paisaje, se percibe en algunas de las obras que componen la serie Los perros del Paraíso, donde la escenografía natural y una serie de rasgos singulares en la dicción creativa –la inclusión de elementos exógenos fuera de su entorno, el camino-eje compositivo o la presencia humana camuflada– cobran ya un importante papel que habrá de proyectarse hacia el futuro. En Los perros del Paraíso. Merienda en el campo, clara referencia a Le Déjeuner sur l’Herbe manetiano, o en Los perros del Paraíso. El Tigre, óleos de 1997, aparecen ya el felino acechante, el soldado emboscado o el cañón deteriorado y silente, que habrán de obtener relevancia posterior.

Durante buena parte de la primera década del siglo XXI, el paisaje continuaría recluido en segundo plano, agazapado, relegado por el signo pictórico y la iconografía alegórica, como puede comprobarse en el proyecto mural Un lugar donde nunca sucede nada, desarrollado en 2005 en el Espacio Uno del MNCARS. Aunque se pudiera atisbar que los elementos significativos quedaban mediatizados por un contexto o trasfondo, poderoso y contundente (Palomo, 2004: 25) en esos momentos, sus máximos intereses se centraban en experimentar hasta las últimas consecuencias con la mancha y el trazo pictórico, con la estructuración reticulada o radial de las composiciones y la yuxtaposición de los fragmentos para el encuentro de una base rítmica (Tonel, 2007: 3-4).

El cambio radical se constata en un proyecto expositivo en su galería de referencia durante este periodo, significativamente titulado Bosques (Marlborough, 2012). Es entonces cuando se visibiliza públicamente el protagonismo absoluto del paisaje mientras cobran fuerza una serie de invariables a nivel técnico y conceptual que van a ir repitiéndose con perseverancia a lo largo de su obra posterior: la yuxtaposición de la pincelada-línea, un cromatismo ácido y ensoñado, la fragmentación compositiva y narrativa, la proyección de una conciencia socio-ecológica, el paisaje-camino, la belleza contenida en el desastre…

Del camino como eje al camino como espesura o anti-camino

A partir de La carretera (2010), el camino adquiere un protagonismo trascendental en la obra del pintor almeriense. Aparece como senda real dentro del paisaje, participando y articulando las coordenadas de composición del cuadro, y en cuanto que elemento simbólico que sugiere tránsito, cambio, desplazamiento en lo físico y lo ideológico. Recae sobre ese camino-eje todo el peso significativo de la obra. A veces augura un periplo placentero, en otras prefigura un éxodo plagado de dificultades e incertidumbres. En todas las ocasiones, descubre la intención última de todo trayecto por trascender fronteras, sean estas reales o imaginarias.

A medida que avance su producción, la lectura del camino tenderá a complejizarse: aunque la senda continúe hacia el horizonte, sin detenerse, dejará a un lado a un personaje durmiente que hace un alto, reforzando la idea que disocia viaje de viajero, como concurre en Siesta (2019). Pocas son las ocasiones en las que la figura humana aparece en el paisaje y, cuando lo hace, se la desprovee de rasgos distintivos. Si bien no se debiera considerar la figura del soñador un pastiche romántico «sino un accidente del paisaje» (Pardo, 2019: 8), no es menos cierto que la obra supone una glosa de La siesta de Van Gogh, óleo de 1890 que a su vez reinterpreta La méridienne (1866) de Jean-François Millet, con lo que parece plausible inferir el sentido del camino que avanza como una alegoría del arte mismo, que debe nutrirse y retroalimentarse de las imágenes que ha ido generando a lo largo de su devenir para seguir avanzando pero sin recrearse ni detenerse.

La incertidumbre que depara la llegada a destino va tomando tintes de desastre conforme avance la década, deslizándose hacia un espacio «donde la decadencia que genera la belicosidad de la violencia humana se hace geografía, experiencia de muerte, soledad y desolación» (Castillo, 2015: 12). De este modo, el camino atravesará o concluirá en un paisaje destrozado. Tal sucede en obras de grandes dimensiones como son Bostezo (2014), Ventana (2015) o la monumental Un iconoclasta anda suelto (2014) [1].

Una propuesta tan compleja como Un iconoclasta anda suelto resume a la perfección gran parte de las motivaciones y procesos presentes en su obra. Ese final aparente del camino se cimienta en varios de los principios que rigen su dicción: lo fragmentario que se recarga en la multiplicación de imágenes y de ideas (tomadas, indistintamente, de la cotidianidad, la actualidad, la historia o la literatura), la intertextualidad y la apropiación, la asociación rítmica que puede surgir del encuentro entre elementos no afines cuando no incongruentes, la cita y la conciencia ecológica y, finalmente, un humor ácido y sutil.

Una variante del camino-eje a tener muy en cuenta en la concepción particular del paisaje en la obra de Lacalle concurre cuando la vía queda transformada en recorrido intransitable, en anti-camino, campo de experimentación que culmina en 2019. Un tránsito prohibido al hombre por la mano del hombre, como sucede en En la madera, donde unas tablas clavadas entre dos troncos cierran la vereda. O bien suponen un paso vedado por la propia espesura de una naturaleza insurrecta como acontece, de muy distinta forma, en Maraña o Leña. El concepto espesura, más allá de su significación concreta, deviene en metáfora de una naturaleza hostil que, por exceso (selva, maleza) o por defecto (desierto, marisma), igual que en Como tú, piedra, cuyo título está tomado del poema homónimo de León Felipe, o Veta negra, borra el testimonio del camino y sitúa al viajero ante la excepcionalidad de encontrarse sin itinerario, sin límites ni horizontes, y en la tesitura de enfrentarse a decisiones trascendentes que signifiquen una reorientación.

El paisaje en la referencia, la cita y el no-homenaje

La cita para Lacalle ni era ni es motivo para el homenaje, por muchos ecos de artistas anteriores que puedan vislumbrarse en sus creaciones, sino punto de partida para alzar un proyecto autónomo. Una propuesta a contracorriente: a mediados de la década de los noventa, cuando muchos artistas renegaban de la pintura, y los pintores que aún sostenían el formato se decantaban por lenguajes fríos y soluciones exentas de riesgo y compromiso, el pintor articuló un lenguaje propio, tenso y vital, irónico, que miraba hacia la gran pintura -más hacia las grietas y fracturas que hacia sus logros-, alcanzando un alto grado de madurez a costa de alejarse «de modas y estrategias» (Fernández-Cid, 1998: 8).

En gran parte de las series realizadas durante la segunda mitad de la última década de siglo, las referencias a Le Déjeneur sur l`Herbe (1863) parecen evidentes, pero la obra de Delacroix no debe ser entendida más que desde la óptica de una excelsa escenografía sobre la que volcar múltiples signos –descontextualizados, recontextualizados– tomados de otros muchos artistas: Picasso, Matisse, Guston… La inclusión de estas y otras referencias ha sido una manera de estructurar un proceso de interlocución con la historia del arte pero sin tratar de hacer de ello, como ciertas corrientes apropiacionistas, un estilo o norma en sí misma:

La decisión de tomar como referencia a ciertos pintores responde a unas necesidades conceptuales que no son diferentes de las vitales y, en este sentido, esta obra debe ir modificándose, reestructurándose de forma abierta y de ninguna de las maneras supeditada a la búsqueda de un estilo (Power, 1998: 88).

En los procesos de citación de Lacalle no hay literalidad ni linealidad, sino imágenes como hilos conductores a partir de los cuales elaborar un camino irregular y sinuoso de concomitancias y contigüidades, de modos y modismos mezclados por simpatía (Castro, 2015: 62). En ocasiones, esos guiños adquieren un tinte sarcástico: el platillo volante de Un iconoclasta anda suelto, más que referencia esotérica, se revela como lectura humorística de los inexplicables dobleces de la historia de la pintura, recordando aquellos objetos inclasificables que se vislumbran en la Madonna de San Giovannino (1460) de Giovanni Bellini, o en El Triunfo del Verano (1538), tapiz actualmente conservado en el Bayerische Nationalmuseum de Múnich.

Las fuentes resultan más evidentes en En canal (2015) con respecto a Le Boeuf écorché (1655) de Rembrandt, obra por otro lado ya reinterpretada por Delacroix, Chagall, Corinth, Bacon o Morimura. El artista andaluz juega a introducir un género dentro de otro (la naturaleza muerta en el paisaje) y eliminar la posibilidad de incentivar la perspectiva mostrando frontalmente el animal desollado. Tal decisión se conjuga con la incoherencia de presentar un acontecimiento en un ámbito inapropiado con un violento y descarnado dramatismo, lo que se acerca a las versiones realizadas por Soutine. La mirada se intelectualiza en la singular K (2015), un tornado marino que recuerda el sentido atmosférico de las tempestuosas marinas de J.M.W. Turner, en especial las pequeñas acuarelas A Stormy Sky (1823-24) y Beach. English Coast (1835-40) del Tate Museum, aunque el artista utilice este fenómeno meteorológico como trasunto de la angustia psicológica de Josef K en la novela El proceso, de Kafka.

Perteneciente a la denominada Trilogía de la Guerra, junto a Bostezo y Un iconoclasta anda suelto, la monumental Atocha (2014), punto intermedio del conjunto, presenta un paisaje selvático y tropical, feraz y multicolor, tan distinto al yermo desierto de su memoria referencial o al páramo post-apocalíptico que habrá de venir. La inclusión en la naturaleza idílica de una serie de elementos exógenos, tomados de la literatura, la cinematografía o la historia del arte, transforman el escenario en una alegoría plagada de simbolismo, donde late la inocencia arcaica de La rêve de Rousseau.

La estructura en T del tríptico retiene la atmósfera de retablo religioso articulado e invertido estructuralmente, al modo del políptico Der Krieg (1932) de Otto Dix (Fernández, 2015: 30), mientras que la función de soporte para una narrativa serializada deriva en un relato fragmentario que alerta más que adoctrina. El soldado camuflado con un plátano en la mano previene sobre la cotidianidad del horror, la pieza de artillería con el cañón destrozado ejemplifica la inutilidad obsolescente de todo conflicto [2].

La deflagración central en esta gran obra es referencia explícita a Explosión (1965-66) de Roy Lichtenstein, mientras que la pantera negra, emboscada y acechante, trae el eco del negro felino a los pies de Olimpia (1863) de Manet, representación de la oscura maldad que anida en los seres humanos, que Conrad describió en El corazón de la Tinieblas y que libremente adaptaron a narración cinematográfica John Milius y Francis Ford Coppola en Apocalypse Now. El bumerán en primer plano, finalmente, supone una apelación directa al espectador –y al propio artista– a tomar conciencia responsable ante tal naturaleza.

De la muerte del cuadro-ventana al nacimiento del paisaje-escenario

La reinterpretación del género ha permitido al artista replantear el sentido de la ficticia escenificación pictórica, lo que le ha incitado a trascender el cuadro-ventana y progresar hacia el escenario-cuadro, condicionando la relación espacial entre obra y espectador.

Si toda «invención del paisaje requiere del mundo imaginario, del viaje mental que fluye dentro de las paredes físicas del estudio» (Nogué, 2008: 157), Lacalle, al derribar de modo elocuente y estrepitoso las paredes del estudio artístico e incluir tal proceso como parte circunstancial de un paisaje mayor, se posiciona cuestionando las convenciones de los géneros. El taller, al que ha dedicado series completas, le ha servido para establecer un punto de partida reflexivo para el análisis en torno al espacio (Alonso, 2013: 294), dentro de un cuestionamiento contextual y autorreferencial. Ello ha permitido romper con los modelos estandarizados de ambos ámbitos, con sus límites anclados a marcos representativos determinados, apegados a una imagen real, natural, localizada y concreta.

En esa senda, que se proyecta hacia una reconsideración ontológica del paisaje, el artista considera necesario lanzar una mirada hacia los orígenes del género, hacia los umbrales de su intertextualidad, puesto que la ventana o el vano abiertos catalizaron la definición y autoconciencia histórica del paisaje como tal y por contraposición. Esa mirada supone una ruptura del cuadro-ventana o del cuadro-ficción condenado a unos marcos limitados, introduciendo una distancia que se hace, y se siente, indeterminada:

La razón es simple: la ventana actualiza la dialéctica interior/exterior sin la cual la significación del paisaje, de cualquier paisaje, no podría apreciarse. Al igual que la naturaleza muerta, el paisaje nace por oposición. Pero si la naturaleza muerta se constituía en el «aquí» de la pintura, el paisaje, por el contrario, tiene su génesis en el «allí» del cuadro (Stoichita, 2000: 44).

Para habilitar este proceso de apertura hacia el paisaje escondido tras la pared, el artista no elige un referente propio ni un taller o espacio vivencial cualquiera, habitáculos que denomina celdas o contenedores, sino uno simbólico, el que se refleja en las versiones de El dormitorio de Arlés (1888-89), de Van Gogh. Si en Celda el ambiente interior, de un ascetismo penitenciario remarcado por la cadena que fija el taburete a la pared, queda equilibrado por una naturaleza exterior vibrante y cromática, en Agujero exterior e interior son igualmente caóticos pero más reveladores: el techo se ha derrumbado, la silla y el espejo han caído sin quebrarse, los lienzos –en blanco– se mantienen colgados al igual que el perchero, la ventana verde torna en cuadro abstracto; fuera reina la anarquía y una deflagración incendia el horizonte.

Castillo (2015: 11) vislumbra cómo estas cárceles se comportan en tanto que celdas de aislamiento donde la pintura como entidad queda recluida «claustrofóbicamente, en la contienda de su contenedor, hasta abrirse a dinámicos paisajes boscosos». El artista arroja luz sobre la trascendencia de estos módulos:

He trabajado en la dimensión maternal como contenedor. Los interiores se entienden desde el punto de vista de refugio o lugares de protección. Todo viene de la misma pregunta; ¿dónde estamos? Esto que ahora nos preocupa […] no es sólo la conciencia del dónde estamos y a dónde pertenecemos, es también la protección que nos ofrece dicho lugar. Esto sería como una conciencia ecológica en desarrollo (Power, 2005: 14).

De la ruptura del cuadro-ventana a la revelación del paisaje como escenario ficticio apenas hay un paso. La apariencia y el simulacro son signos de la sociedad contemporánea y del artificio creador posmoderno, menos perceptibles en dinámicas de relaciones sociales o en entornos urbanos, pero claramente apreciables en ámbitos naturales, donde todo interactúa con una función y una justificación determinada para sí y para el conjunto en el que se encuadra.

Dentro del juego de relaciones intercurrentes entre lo ficticio y lo verosímil que sustenta el estatuto pictórico, el artista se decanta por mostrar el artificio, descubriendo envés y revés de un mismo acontecer, haciendo aparecer las construcciones en el paisaje como meras fachadas sustentadas por puntales, algo habitual en los desérticos pueblos del salvaje oeste de su Almería natal. Un conjunto de piezas, la acuarela Este (2017) o el óleo Fachada (2018), que conforman un grupo independiente [3].

Las fachadas descubren, además, la voluntad impropia del ser humano por dominar la naturaleza en un proceso contrario al seguido por el hombre renacentista en el hortus conclusus, acotando una porción de naturaleza y tratando de domesticarla para establecer en ella un lugar de reflexión. Por el contrario, mediante un gesto histriónico, la sociedad contemporánea sustituye acto por apariencia y pretende instalarse, aunque sea por medio de una presencia vacía, en mitad del entorno natural para dominarlo con la mera comparecencia de un sucedáneo. Lacalle denuncia de qué modo se subvierte la idea de lo escondido, de lo vedado y se sustituye por una materialidad contaminada por la presencia de una realidad que ni tan siquiera lo es, nota característica de un mundo que pervierte y mancilla todo a su alrededor, sin finalidad ni motivo. Es el autismo del vacío y del desplazamiento, inherente a la ascesis del neo-pintoresquismo, del cual previene Roger (2007: 131-132).

Paisajes del no-lugar y del olvido

En la consciencia de la capacidad de la pintura en tanto que campo para la desestabilización de los recursos perceptivos del espectador, el pintor insiste en la indagación de las posibilidades plásticas de tres ejercicios de experimentación compositiva, técnica y sintáctica propios del arte último: el extrañamiento, el enmascaramiento y la narración inconexa.

Resultan significativos en este sentido los abandonos u olvidos, en paisajes acuosos, pantanosos o inundados, de elementos exógenos, extraños, desarraigados –pero con una altísima potencia evocadora– como una portería, una parrilla, una red de juegos infantiles, unas hoces, una pala, una caravana… Objetos que, como muchos otros de esta sociedad líquida, llevan la prescindibilidad y la obsolescencia insertas en la génesis misma de su creación (Bauman, 2007: 41-45), encontrando en el medio natural el entorno apropiado para su desaparición.

A nivel comunicativo debieran resultar reveladores y claves dentro del nudo de una narración pero no lo son, ya que tanto presentación cuanto desenlace han quedado elididos. Su trascendencia, que sobre el lienzo o el papel se agota en el mismo instante de su representación, se obstina en pervivir en el subconsciente del observador sorprendido por claves de una narración que ha quedado en suspenso.

Durante las últimas décadas algunos reconocidos teóricos se han propuesto definir los no-lugares, espacios que la sobremodernidad, tiempo en el cual los atributos propios de la modernidad –la afirmación del individuo, la aceleración de la historia y el dominio del espacio–, se multiplican a velocidad exponencial (Augé, 2018: s.p.), se habría afanado en producir. Los ejemplos propuestos siempre resultan espacios de tránsito vinculados a la urbe, al acontecer o desplazamiento del ser humano, a la provisionalidad del devenir vertiginoso en sociedad. Si atendemos a la definición que afirma que «si un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definirá un no lugar» (Augé, 2017: 83), entonces sería plausible convenir que muchas de las obras del artista andaluz –Comunicación rota (2016), Portería (2017), Pista (2017), Caravana (2018) o Globos (2018)– podrían ser definidas bajo los parámetros del paisaje del no lugar. El artista no se limita a constatar y mostrar esta categoría, sino que la aborda desde un punto de vista diegético, donde impone su visión particular sobre este tiempo sobrevenido.

En una serie reciente, El Cazo (2020), producida en plena pandemia COVID-19, un objeto utilitario y funcional, de metal fundido, ennegrecido por el uso, propio de la vida salvaje o en la frontera, adquiere una dimensión única en mitad de una naturaleza agreste y hostil. Acentuado por los grandes formatos y el uso de la tinta negra, ese cazo en ocasiones semeja una mina anti-persona, un cañón derrotado, un casco abandonado… Memoria de un acontecimiento apocalíptico cuyo origen se desconoce pero que parece haber condicionado la vida en la tierra y las relaciones entre lo natural y lo artificial tanto como para hacer de lo cotidiano un elemento arqueológico [4].

La hiperbólica imagen de troncos arbóreos –Abrasado (2015), Tronco quemado (2015)- sometidos consecutivamente a la tala y al fuego, trasladan el desmesurado desprecio y objetualización del entorno natural por parte del ser humano, el cual pretende someter/destruir a su alrededor siguiendo un proceso racionalizado, pautado. No duda el artista en asimilar estos troncos con los cuerpos desmembrados que Georges Grosz pudo ver en las trincheras de la Gran Guerra, «sombras tambaleantes tintadas de un rosa soberbio y de color ceniza con el blanco sucio de las vendas y la expresión grave y lúgubre del sufrimiento» (Lacalle, 2005: s.p). Mediadores entre las formas en desaparición y las formas en creación, agua y fuego, deben ser entendidos en tanto que símbolos rituales de trasformación y regeneración (Cirlot, 1998: 215).

De la conciencia socio-ecológica al paisaje
post-apocalíptico (o la belleza en el desastre)

Conciencia moral y dimensión política están presentes en los paisajes de Lacalle. Tal afirmación poco que ver con posturas ideológicas y sí con modos de aceptación de la historia como un proceso de reinvención, en el que el arte se postula como espacio para la anticipación en pos de «modelos alternativos de pensamiento y nuevas pautas de vida y de espacios para vivirla» (Novo, 2015: 27).

La consideración del paisaje como pintura política revela la percepción ética de un artista que evalúa constantemente las tensas relaciones entre ser humano y entorno natural, en la capacidad de aquel para «establecer relaciones afectivas entre en individuo y su entorno» (Andreu, 2013: 28), pero que igualmente deja un espacio para que este último se presente como alegoría de una sociedad sin presencias ni principios. El campo de lo pictórico se transfigura entonces en territorio polisémico que permite a creador y espectadores establecer reflexiones de diversa índole sobre realidades incómodas. Si bien la mayor parte de los artistas que han centrado sus discursos en torno a la conciencia ecológica y la naturaleza como ejes argumentales los han proyectado mediante estrategias de acción o de captación in situ, y que su orientación se ha decantado por el camino de lo simbólico (Hernando, 2004: 57-62), muy pocos, como en el caso de Lacalle, han optado por el médium pictórico como herramienta.

Si en El fantasma anda suelto (2011) los signos de las ideologías (la hoz y el martillo camuflados en un entorno natural indiferente a su presencia) reaparecen como fantasmagorías anacrónicas, otra obra de gran trascendencia de esa primera etapa, Fantasmas y crack (2011) presenta una lectura distinta. En mitad de una naturaleza en pleno colapso, las figuras humanas tienden a la desaparición sumergiéndose en su propio acto destructivo, mientras una joven espectadora, una moderna Caperucita que ya no representa la inocencia frente a un bosque lleno de peligros, parece sostener en sus manos una botella, tal vez llena de agua (exigua esperanza de salvación) o gasolina (contundente afirmación de su participación en el desastre) aunque en realidad pueda asumirse como una pipa de crack, en relación con la onomatopeya del colapso de un tronco en el extremo opuesto [5].

El paisaje vertebra la colisión entre sentimientos antagónicos que comparte el artista como ciudadano; un campo de batalla, un ámbito para el conflicto donde se enfrentan la conciencia exterior y el hedonismo privado, la belleza como categoría frente a la política como espacio ético, el acto manual y la actualidad tecnológica, la realidad memorística de pasajes infantiles y adolescentes y la ficción de un futuro engañoso. Campos de hostilidad que han dado como fruto algunas obras de Lacalle que han sido consideradas dentro de un subgénero que se podría denominar paisaje post-apocalíptico, húmedos y desolados paisajes al final del camino.

El paisaje post-apocalíptico –locus horridus (Maderuelo, 2005: 176), naturaleza procelosa, frente al idílico locus amoenus– no es solo una suma integradora de las líneas de fuga conceptuales derivadas de las ciencias sociales –los paisajes superfluos, los paisajes de frontera, los paisajes derivados o los paisajes de destrucción– (Zusman, 2008: 282-285), también supone un paso más allá en el paisaje del miedo ante un apocalipsis provocado por el propio ser humano que se ha ido fraguando a lo largo de los siglos XX y XXI. Paradójicamente, la sociedad contemporánea ha encontrado en esta naturaleza superviviente, extraña e híbrida, un motivo para revitalizar una categoría, la neosublimidad, que se define por venerar una belleza sobrecogedora. Lo que más sorprende de esta tipología paisajística es el poder de atracción que ostenta.

La confluencia entre lo horrible y lo gozoso no es nueva, pudiendo situar en este estadio el punto final de una tradición anterior que podría denominarse, en términos de Roger, «de sensibilidad paradójica» (2007: 110), que aunaría fascinación y repulsión. La misma que provoca la marina Oceánico (2020), donde la majestuosa silueta del petrolero protagonista encierra en su seno la semilla del desastre.

Estas estrategias se enfrentan también a acciones e intervenciones en la naturaleza de orientación ecológica que, sin embargo, optan por una belleza «que descarta otros aspectos inherentes a lo natural, como el riesgo o la muerte, pero sobre todo la podredumbre, la fealdad» (Albelda, 1997: 148), cuestiones –de la descomposición a la mutación, de la contaminación a la corrupción– que el pintor sí transforma en armas estéticas.

Algunos de los paisajes post-apocalípticos de Abraham Lacalle –Bostezo (2014) o Gordini (2016)- obligan al espectador a enfrentarse, no con un paisaje (una construcción, por tanto irreal, determinada a partir de una realidad presente o pasada), sino con un territorio (lo indeterminado de una realidad futura y plausible). El automóvil quemado, un Renault Gordini que puede hacer referencia al desarrollismo franquista del cual somos herederos (Castillo, 2016: 6), ruina silente, presenta a la sociedad «el resto arqueológico de su presente más reciente» (González, 2016: 437). He ahí la paradoja como mecanismo siempre presente en la obra del artista: mediante los subterfugios del arte se pretende resituar un género, el paisaje, desde una fase anterior a su invención, proyectándolo hacia un futuro donde todas las contradicciones (afirmaciones y negaciones simultáneas) sean admisibles [6].

Gran conocedor de su obra, Power (2009: 65) reconocía a Lacalle como un artista-lector, un creador «que estimula su imaginación con las imágenes que la literatura produce». En este sentido, sus paisajes post-apocalípticos se hacen eco de algunas de sus múltiples lecturas, especialmente tras adentrarse en las novelas de autores como Thomas Bernhard (La Calera), Jim Thomson (1280 almas), Philip K. Dick (¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?), Aldous Huxley (Un mundo feliz) o Cormac McCarthy (Meridiano de sangre). De todos ellos rescata la violencia y la crueldad como signos vitales y marcas indelebles, la individualidad o la soledad, ya sea en sus manifestaciones interiores o públicas, el itinerario seguido hasta hacer evidentes esas pasiones, el tiempo conjugado en presente y futuro, la existencia de realidades paralelas y el conflicto del ser humano con la tecnología como medio para el control social.

De Cormac McCarthy le interesa especialmente la novela The Road (2006), en la cual un cataclismo no especificado ha liquidado la civilización. La supervivencia es la única motivación, la narración es la ruta y viceversa, y el periplo siempre recorre espacios insondables cuyo final es el océano, etapa última. Ese final, empero, no deja resquicio a la esperanza, y en ese relato parece inspirarse el gran lienzo Inversión (2015), donde un remolcador, paradójico barco de salvamento, yace en la orilla partido y volcado por la fuerza de la naturaleza. El escenario, de nuevo, no permite una lectura unívoca, y no solo recupera de modo explícito la tradición del marinismo de naufragios –El naufragio del Esperanza, de Friedrich–, sino que alude implícitamente al sistema del arte como una estructura que invierte –en el sentido que tergiversa o altera– la verdadera función y finalidad de la cultura (Castro, 2015: 68-69).

Conclusiones. El paisaje como devenir político

Las obras más recientes continúan reforzando la idea del paisaje como espacio de debate político, de subversión plástica o de apelación a la historia. Mujer bañándose en un rio, obra de madurez de Rembrandt, inspira Funambulista (2020), una mirada agria donde el erotismo de la intimidad, la lasciva mirada del espectador-voyeur y el protagonismo de la figura femenina del original, concentrada en la frialdad del agua, tal vez eco de un tema bíblico (Susana, Betsabé) o mitológico (Diana), son sustituidos por la urgencia de la necesidad, por la mirada inconcreta de la bañista hacia el espectador y por un escenario asolado, deslucido, contaminado. Un tronco descarnado y rosado nos lleva de nuevo a la referencia del buey desollado, con un cierto aire antropomorfo, del maestro neerlandés.

En Roble y piedra (2020), pieza expresamente pintada desde una posición apaisada, se reflexiona sobre cómo las circunstancias de creación condicionan el resultado en cuanto a formas, aires y contrapesos. El recurso utilizado no es coyuntural: Lacalle rota el formato tradicional del género para transformar un elemento unitario del mismo (árbol) en la completa totalidad (paisaje). Las citas a El Roble de Flagey (1864), de Courbet, y a la polémica intervención 7000 Oaks de Beuys en la Documenta de Kassel de 1982, frente al Museo Fredericianum, resultan de singular importancia a la hora de evaluar esta obra.

Abraham Lacalle ha sido capaz de transformar un género, el paisaje, en origen y por vocación eminentemente mimético, en una herramienta diegética, en la cual el narrador toma las riendas del relato y lo adapta a los objetivos propios de un lenguaje concienciado y conceptual. Este paisaje reivindicativo y subvertido en sus estatutos tradicionales y académicos se instala como estructura propicia para establecer unas pautas de reflexión y dirimir, con cada nueva obra, su posición ante el mundo y el inagotable y tenso pulso entre conciencia, placer, belleza, realidad y ficción.

Los paisajes de Lacalle, mediante una amplia y rica variedad de recursos plásticos e intelectuales, desde la reinvención alegórica, la investigación en torno a la carga simbólica de la imagen, la intertextualidad narrativa o los impactos atraccionales morfo-cromáticos, reflexionan sobre el sentido último del arte, sobre la capacidad del creador para observar las relaciones (y fijar dichas observaciones en una cartografía física y emocional) entre el yo interior y psíquico y la exterioridad física que representan las interacciones sociales y naturales. Si sus obras surgen como repulsa contra la pasividad ante el espectáculo de la vida (Lacalle, 1998: 34), el artista se vale de la pintura como campo de expresión simbólica y del paisaje como género abierto a su redefinición conceptual en cuanto que medios de proyección óptimos para amplificar una conciencia política con respecto al medioambiente.

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