La Caída de los Titanes: propaganda anti-islámica
y trasunto mitológico en las fiestas públicas
de la corte portuguesa1

Borja Franco Llopis e Iván Rega Castro

Universidad Nacional de Educación a Distancia y Universidad de León

bfranco@geo.uned.es; iregc@unileon.es

Resumen: Este artículo aborda el papel cultural que desempeñó el tema de la Caída de los Titanes como alegoría política de la monarquía portuguesa luchando contra el islam. El objetivo de esta investigación es reconstruir, de modo diacrónico, la iconografía del titán (Adamastor, Atlas), en general, y de la titanomaquia, en particular, en la corte de Lisboa, generalmente aplicada a las decoraciones efímeras de las entradas regias portuguesas durante la Edad Moderna (siglos XVI-XVIII).

Palabras clave: Caída de los Titanes; Arte efímero; Islam; Portugal; Fiestas públicas.

The Fall of the Titans: Anti-Islamic Propaganda and Mitologic Issues in the Public Festivals at the Portuguese Court

Abstract: This paper deals with the cultural role that played the fall of the titans’ as a political allegory of the Portuguese monarchy against Islam. The aim of this research is to reconstruct, with a diachronic approach, the iconography of the titans (Adamastor, Atlas), in general, and the titanomachy, in particular, at the Lisbon court, that was applied generally in the ephemeral decorations of the Portuguese regal entries during the Early Modern period (16th - 18th centuries).

Keywords: The Fall of the Titans; Ephemeral Art; Islam; Portugal; Public Celebrations.

Recibido: 5 de diciembre de 2019 / Aceptado: 12 de mayo de 2020.

Fui dos filhos aspérrimos da Terra, / Qual Encélado, Egeu e o Centimano; / Chamei-me Adamastor, e fui na guerra / Contra o que vibra os raios de Vulcano; / Não que pusesse serra sobre serra, / Mas, conquistando as ondas do Oceano, / Fui capitão do mar, por onde andava / A armada de Neptuno, que eu buscava. (Camões, 1572: estr. 51).

Así se presentaba ante Vasco de Gama (c. 1460-1524) el temible gigante llamado Adamastor, que custodiaba el cabo de Buena Esperanza. Unos ciento cincuenta versos en que Luís de Camões (c. 1524-1580) relata cómo se oscureció el cielo y se apareció una figura que hablaba en tono funesto, espantoso, como si su voz saliera de las profundidades del mar. Le contó al navegante la historia trágica de sus dos derrotas, una militar y otra amorosa, que le habían condenado a ocupar tal accidente geográfico2. También describe con detenimiento su fisonomía (Camões, 1572: estr. 39-40). Se trataba de un ser deforme y de grandísima estatura –tanto como para compararlo con el Coloso de Rodas–, rostro pavoroso y barba escuálida, los ojos hundidos y su cabello rizado; su boca era negra, con dientes amarillos.

La historia de Adamastor ha sido una de las que más ha fascinado a los historiadores de la literatura que se han enfrentado el estudio de las Lusíadas. A través de este personaje se metaforiza la conquista de nuevos territorios, la llegada a lugares lejanos custodiados por «negra gente» y la «Turca armada» que acabaron por ser vencidos por el imperio portugués. El bien derrotaba al mal y, este último, se desnudaba ante el conquistador luso, llorando sus pesares. El imperialismo de raíz mesiánica se hacía aquí palpable, publicitando la grandeza la corona portuguesa bajo la dinastía de Avís3.

Esta fascinación surgió poco después de que Camões publicara su obra maestra (1572), y años antes de la guerra que provocó que la corona hispánica ocupara Portugal (1580) tras la muerte de Sebastián I de Portugal (1578). En 1639 Manuel de Faria e Sousa (1590-1649) publicó sus Lusiadas de Luis de Camoens, príncipe de los poetas de España. Comentadas, donde reinterpretaba el texto del escritor luso con el fin de forjar una identidad política y cultural portuguesa dentro de la red imperial de los Austrias pues, como indica el mismo título de la obra, incluye a Camões como un escritor español, cuando sus orígenes eran, no cabe duda, portugueses. Este autor, además, aclaró quien era Adamastor: «no representa aquí otro personaje que a Mahoma, i a toda su ascendencia hasta Ismael, i descendencia hasta oy, i gentes que le siguen en sus preceptos» (Faria e Sousa, 1639: vol. 1, v. 540 d.). Como indicaron Fouto y Weiss (2016: 1260), la deformidad física, su tamaño, las pasiones frenéticas y la transformación final de Adamastor que expone de manera detallada Faria e Sousa se basa en la representación estereotipada de la supuesta lujuria y codicia del profeta Mahoma y su vanidad. Una imagen que tiene una larga tradición en los escritos polémicos cristianos medievales y tempranos modernos, que construyen una versión negativa de la vida del Profeta4.

Según Blackmore (2009: 148), Faria e Sousa (re)construye esta lectura del Adamastor de Camões entendiendo África como principal sede del Islam, como lugar en el que habita el demonio, que debe ser conquistado y convertido al cristianismo por los portugueses que ya desde la toma de Ceuta tomaron un papel muy activo en la conquista de los territorios norteafricanos5. No es solo una representación de Mahoma en particular, sino también es símbolo de las tribus subsaharianas negras (Earle, 2014: 103-118) derrotadas que dificultaban el avance del imperio luso. Vasco de Gama vence al Islam, que se ilustra cubierto de una oscuridad melancólica, trágica, monstruosa (Berardinelli, 1973: 33-40; Pinto de Castro, 2007: 175-190).

La historiografía coincide que esta metáfora parte de la tradición ovidiana –inspirada en la «fábula» de Polifemo– y se proyecta a la historia de Portugal y su expansionismo (Gleser, 1976: 135-157). Se trata de una revisión en clave política de la mitología clásica, una historia que la tradición ha vinculado con la de los gigantes de la Titanomaquia, que también sirve para simbolizar el mal africano. Y es por esto mismo que hemos querido empezar así nuestro artículo dedicado a la representación simbólica del musulmán y del Islam en el arte efímero portugués de la edad moderna, pues es una idea que aparece en numerosas ocasiones en las relaciones festivas lusas durante la unión dinástica y, tras la restauración de la independencia, hasta el reinado de Juan V6; unas veces en modo ennegrecido y otras, simplemente, haciendo referencia a la lucha entre los dioses del Olimpo y los titanes (Hesíodo; Pérez, Martínez y Cuenca, 1983: 38-44 [v. 630-745]; Higino; Hoyo y García, 2009: 150), personajes de tamaño gigantesco que intentaron subvertir el orden establecido.

De titanes y Felipe III como Júpiter

Justo entre la publicación del texto de Camões y Faria e Sousa se produjo la esperada llegada a Lisboa en 1619, tras múltiples aplazamientos. Para ello se organizó una de las fiestas más ricas de todo el siglo XVII en la capital lisboeta, cuya intención era la de demostrar, por una parte, los intereses de la corona portuguesa ante el rey ausente (Bouza, 1987; Torres, 2004) –de ahí que cada gremio o nación realizara un arco donde hacía explícito su posicionamiento ideológico (Fernández, 2014: 413-449)–; y, por otra, glorificar al monarca que había vencido en las plazas de Larache y Mamora, además de haber «limpiado de sangre impura» la península ibérica con la expulsión de los moriscos (1609-1614)7. Así pues, el tema de la victoria frente al Islam, ya fuera el «interno» (con los conversos), ya el Mediterráneo (con el turco), estuvo latente en esta festividad y es ahí donde emerge la figura del titán como una de las alegorías más recurrentes.

Esta representación se manifestó desde el inicio, justo en el Terreiro do Paço, cerca de la Aduana o Alhóndiga. Al lado de otros ricos arcos, se ideó un conjunto escultórico espectacular, que ilustraba la «fabula de la Guerra de los titanes […], por lo mucho que simboliza esta fabula con los temerarios intentos de los Moriscos, que convocando las fuerças turquescas i Africanas, […], intentaron pertubar la paz» (Lavanha, 1622: 9) [1]. Un documento del Archivo del Palacio de Ajuda nos aporta una descripción más detallada de estos gigantes. Se trataban de «bultos muy crecidos». Sobre un globo terráqueo se esculpió a Felipe III como Júpiter, que con sus rayos hacía que «las monstruosas personas gigantescas» fueran «lançandose en un abysmo o gruta infernal» que se insertaba dentro del tablado8. Lo que nos presenta un escenario totalmente barroco donde se rompen los espacios clásicos de representación, para aumentar el dramatismo de la acción.

La interpretación de los mismos puede leerse en paralelo gracias a la narración de Lavanha, citada en primer lugar, y otra relación manuscrita conservada en el Archivo de la Catedral de Granada (ca. 1619) que reza: «Sabed que estos gigantes son conparadas a 4 naçiones contrarios a nuestra ley y contra el Rey Phellipe que los defiende, los sujeta y los ba acabando y echando del mundo como segunda coluna de la fe. El un jigante senifica la (h)erejia; el otro la casa otomana, que son los moros; el tercero los moriscos que hecho de España; el 4.° se compara a los judíos […]» (Gan, 1991: 419).

Esta estructura nos recuerda a otras entradas triunfales precedentes, tanto hispánicas como europeas, donde se había representado mediante la hidra de Lerna (otro ser gigantesco y grotesco) la victoria del bien frente al mal (Franco, 2017: 87-116). La elección de la Hidra no respondía solo a que con su aspecto horroroso servía para figurar el pecado, la herejía o la apostasía sino que permitía, por una parte, que mediante cada cabeza se simbolizara un enemigo de la cristiandad, y, a su vez, se aludía a la figura del monarca como nuevo «Hércules» por su virtud y fortaleza. Así, por ejemplo, se le representa en el conocido Arco de los Italianos de esta misma entrada triunfante (Moreno Cuadrado, 1985). El semidiós, dentro de un programa completo dedicado a la expulsión de los moriscos y victorias ante el Islam, destroza, por un lado, a la hidra y, por otro, al cancerbero; aspecto sobre el que volveremos más adelante.

El hundimiento de estos titanes al que nos acabamos de referir es relacionado por uno de los cronistas del evento, Gregorio de San Martín, con el éxodo obligatorio de los cristianos nuevos, así como su descenso al inframundo. Los compara con áspides y basiliscos que «preciando mas los infernales riscos, al infierno bolveys por do venistes, y qual Luzbel del cielo descendistes» (San Martín, 1624: 91). Esta sentencia resume bien lo que se pretendía con tal conjunto escultórico: mostrar la derrota de los enemigos de la cristiandad y, además, focalizar su atención sobre aquel que fue realmente vencido por Felipe III y el Duque de Lerma con su polémica decisión de expulsarlos de la península ibérica (Feros, 2002: 368).

La representación del monarca como Júpiter, que encabezaba el grupo escultórico, es algo que desde la tardoantigüedad se venía haciendo y que los círculos humanistas de la corte de Carlos V activaron de nuevo. No presenta, por tanto, ninguna novedad, como tampoco la denigración del enemigo con esta fábula. De hecho fue una manifestación visual que se dio en otros soportes vinculada también con los moriscos, turcos y berberiscos. Nos referimos a la poca estudiada portada de las Guerras Civiles de Granada de Ginés Pérez de Hita, estampada en París en 1606 por el flamenco Petrus Firens [2]. La intención del artista era representar de modo mítico la contienda de las Alpujarras (1568-1571), que partió de la insurrección de los monfíes y moriscos granadinos por las imposiciones de Felipe II que les impedían continuar manteniendo sus tradiciones de origen islámico. Fue esta una de las batallas más cruentas en territorio peninsular del siglo XVI, vencida gracias a la intervención de las tropas dirigidas por don Juan de Austria. En ella, las tropas insurrectas contaron con el apoyo de un pequeño contingente de piratas y otomanos9. No hay que olvidar, que justo tras esta guerra, la imagen del morisco como asimilable cambió, comenzó a radicalizarse la crítica en la prensa escrita y, sobre todo, en las imágenes10. La aproximación pacífica llevada a cabo por Carlos V ya no entraba en los planes de un monarca, Felipe II, que compartió la idea de que este era un «enemigo interno», la «quinta columna»11.

Volviendo al libro citado, esta portada presenta una estructura muy similar a la de los arcos triunfales o catafalcos fúnebres de los Austria. En la parte superior un águila, atributo de Júpiter quien, además, aparece representado bajo de este animal simbólico, como dentro de una montaña. Desde allí lanza sus rayos ante los insurrectos, que huyen despavoridos en la parte inferior. El vestuario de los enemigos es muy poco real, no parecen realmente ni turcos ni musulmanes, sino que realiza una esquematización y simplificación de todos los usos sartoriales de los distintos contingentes de musulmanes (conversos o no) que participaron en la guerra, lo que comporta cierta dificultad de identificación de los mismos12. Por si fuera poco, a la derecha se ve a Neptuno hundiendo las naves enemigas. Recordemos dos asuntos vinculados con este aspecto: este dios luchó junto con Júpiter contra los gigantes y titanes; y, además, su alegoría fue muy utilizada, principalmente tras la batalla de Lepanto (1571) para ilustrar el poderío naval hispánico frente a las embarcaciones turcas, reforzando el mesianismo de la Santa Liga, en general, y el imperialismo católico de Felipe II, en particular. Así pues, Firens está hibridando diversos tipos iconográficos difundidos a finales del XVI para ilustrar la victoria lepantina, con la batalla de los dioses frente a los titanes, en un marco ideológico y de interpretación muy próximo al de la entrada lisboeta. Con ello podemos presuponer que era un modelo iconográfico bien conocido en los territorios cristianos y que, justo en esta entrada donde se conmemora de modo especial la expulsión de los moriscos, los ideólogos recurrieron a ella y a la mitología para magnificar la bravura de un Felipe III que soportaba unos años de penuria y derrotas militares13.

Por otro lado, esta «monstrualización» basada en la tradición mitológica clásica, se combina en dicha entrada triunfal, con otras imágenes de seres horrendos asociadas a los turcos, como sucede en el Arco de los Hombres de Negocios, donde se ilustraban las victorias de don Diego Fernández de Almeida, prior de la Orden de San Juan en Portugal, quien luchó defendiendo la fortaleza de Rodas; y la heroica hazaña de Martín Muniz, impidiendo la entrada de los musulmanes en la ciudad de Lisboa. Sobre ambas escenas aparecía el siguiente lema: «O virtud de la fortaleza triunfante domadora de monstruos, hasta las estrellas te levantas por medio de los enemigos» (Lavanha, 1622: 15).

A pesar de que hemos mostrado, por un lado, la relación de lo monstruoso en Camões y otros autores del momento con el Islam; o el relativo común uso de la Titanomaquia –con alguna variante– en relación a los moriscos, no debemos considerar que esta idea se gestase en Portugal, sino que se debe a un topos representativo deudor de una larga tradición festiva cortesana. Durante el siglo XVI y, de un modo particular, en el reinado de Carlos V, estas ideas políticas aparecen cifradas de modo sistemático, primero en la península itálica y más tarde en la ibérica. Por una parte, los encontramos en los frescos de la Sala de los Gigantes del Palazzo Te (1532-1535), de Mantua, obra de Giulio Romano (Mitchell, 1986: 147), la cual puede relacionarse con la visita del emperador a esta ciudad, tras su coronación y la invitación de Federico Gonzaga en 1532. Si bien el nieto de los Reyes Católicos no pudo contemplar la obra acabada, sí que admiró los diseños, que servían para publicitar su poder político y sus alianzas italianas. En este caso los historiadores que se han aproximado a su análisis opinan que no simbolizaría un enemigo en particular, sino todos los oponentes el emperador (Guthmüller, 1997: 291-308).

Mucho más concreta fue la iconografía que disfrutó en su regreso triunfante de las victorias en la Goleta y Túnez. Para su entrada en Palermo se construyeron cuatro «statue gigantesche de’Turchi», en forma de atlantes o telamones, en la Porta Nova (1535), en primer lugar, en arquitectura efímera14, y luego, más tarde, en piedra, hacia mediados de siglo (Cámara, 1998: 141).

Pocos años después, en el «felicísimo viaje» de Felipe II (1549), el todavía príncipe pudo admirar dos veces la alegoría del turco en forma de gigantes. La primera en Milán. En este caso fueron 3, que simbolizaban: indios, bárbaros y otomanos (Jacquot, 1962: 44). La segunda en Génova (Calvete de Estrella, 1930 [1552]: vol. 1, 236 y ss), que como bien viera George Kubler (1972: 120), pudo servir como modelo para la representación lisboeta. En la decoración de uno de los arcos15 aparecía la lucha de los titanes contra los dioses olímpicos, vinculándose todo ello como el combate entre los enemigos de la fe católica y Emperador Carlos V. Kubler remarcó cómo estos diseños fueron grabados y publicados en grandes placas por Cornelis Floris, por lo que fue fácil para los artistas portugueses el representarlo para la llegada de Felipe III y, con ello, vincular sus triunfos son los de sus antecesores. Pero, a su vez, la obra genovesa responde también a una iconografía habitual de la zona, pues bien conocidos eran los frescos que realizara Perino del Vaga en la bóveda de la sala principal del apartamento de Andrea Doria en su Palazzo del Principe, considerada la obra maestra de dicho artista. Estas pinturas, que representan la caída de los gigantes, han sido interpretadas por Elena Parma (1986: 122-123) como una alusión a Carlos V que aplasta a sus enemigos, a la luz de paralelos como la propuesta por Pietro Aretino en una carta al emperador de 1537, en la que comparó a los enemigos de este último, «el Turco» entre ellos, con los gigantes vencidos que desafiaron a Júpiter y fueron destruidos por él (Stagno, 2019: 296-239).

Pero no solo mediante gigantes y titanes tenemos alusiones a Adamastor y a la alteridad africana en la entrada filipina. Camões, antes de hablarnos del gigante, realiza una descripción de los pueblos africanos, insistiendo en su tez negra, color que podemos relacionar con el ambiente lúgubre, tenebroso y tormentoso en el que aparece su deforme criatura en medio de las aguas. Este tinte oscuro también es utilizado en la entrada del segundo dos Filipes para describir los territorios a los que nos referimos. Justo en el primer arco que se encontró el monarca a su llegada a la ciudad se representaba a «Africa colacada al Occidente, mas negra que la noche triste y fea, sepultura cruel de tanta gente. Do ciega multiplica su relea: Abrid los ojos pueblo insolente, mas daño en vuestro engaño no se vea […] la maldad deste Profeta, no os engañe mas tan mala secta.» (San Martín, 1624: 32). Una alegoría acompañada por otra, la de la «osadía», atributo dado a los infieles musulmanes (San Martín, 1624: 38). En este arco, pues, mediante las referencias del cronista se alude a la tristeza del continente y a su color, tal y como sucede en el caso de Adamastor; y, además, se repite su relación a Mahoma que indicara Faria e Sousa. Por si fuera poco, se incluye la «ceguera doctrinal», una imagen que desde el medioevo se había utilizado en las composiciones artísticas relacionadas con el judío (y más tarde el musulmán), por su negativa a la conversión16. Tampoco es esta una novedad lo que se ideó en Lisboa, sino que está basada en otras imágenes anteriores, también en lo que el arte efímero se refiere. En el catafalco fúnebre de Felipe II en Sevilla, en el remate de la última columna por la parte del coro de la iglesia, aparecían cuatro vencidos, atados y encadenados: la «Iudaica Perfidia Heretica malicia, Idolatria ciega, mahoetica erronia». Los musulmanes son entendidos como «idólatras ciegos», mientras que los moriscos se relacionan con el «error mahomético» al no darse cuenta de que el verdadero camino para la salvación era la conversión al cristianismo17. Así pues vemos como los presagios sombríos que nos remiten a Camões son mezclados con una alegoría realizada una treintena de años antes para el catafalco de su padre donde se hacen presente, como en el caso de los titanes portugueses, todos los enemigos del catolicismo hispánico.

Por último, cabe referir que no solo en Camões o en Sousa y Faria se hace referencia al color negro de Adamastor y, por extensión, del musulmán africano, sino que esta alusión se dio desde el medioevo, y se repite en otros autores coetáneos para referirse al enemigo musulmán. Por ejemplo, ya bastantes años antes, Gomes Eanes de Zurara (1410-1474), en su obra Chronica do Descobrimento e Conquista da Guiné (1453), también dedicada a la política expansionista portuguesa, describe con detenimiento la fisonomía de los habitantes de dicho territorio y las implicaciones morales del color de la piel (Blackmore, 2009: 62)18. Del mismo modo, por citar otro ejemplo, en la topografía de Antonio de Sosa (1612: 9) se distingue al moro «ibérico» del africano por su color; o, también Lope de Vega relaciona el tinte de esta población con el ardiente sol que baña estas tierras19, metáfora que se puede emparentar con el valor negativo de dicho tinte en la historia de las mentalidades20. Artes y letras confluyeron en esta entrada para recoger siglos de tradición de enfrentamientos ante el Islam metaforizado mediante el color, la fealdad, brutalidad y potencia militar del imperio otomano. La Titanomaquia que inició el recorrido lusitano de Felipe III aglutinó siglos de escritos de apologética anti-islámica, una polémica actualizada mediante la figura de Adamastor.

Los titanes en «El intercambio de las princesas»

Tenemos que esperar bastantes años para volver a encontrar en el arte efímero lisboeta alusiones a estos gigantescos personajes con tal sentido. Fue durante las celebraciones por el doble enlace del príncipe de Asturias, D. Fernando, con la infanta María Bárbara de Braganza y el heredero portugués, D. José de Braganza, con la infanta española Mariana Victoria, ajustado en 1727. Tampoco en este caso su significado político pasó desapercibido de sus contemporáneos. Así lo resalta de forma clara el dictamen del censor que acompaña la relación festiva –no publicada hasta 1752–, en el cual se incluye la propuesta de reorientar el proyecto imperial portugués para hacerle frente a un enemigo común; en el deseo de que «agora por este Desposorio Augusto se vejaõ confederados na maior concordia» las dos monarquías ibéricas para «executar o ultimo fatal estrago a esas Agarenas [“ismaelitas” o “moras”, también “árabes”] méias Luas, que naõ satisfeitas ainda com a Azia, e Africa, e tanta parte da Europa […], querem com dominante pé, pizalla toda» (Natividade, 1752: 32). Una nueva alianza para la que se invocaba a un viejo enemigo común, y, por consiguiente, se recurría a una imagen política de la época de la Unión ibérica.

En concreto, en enero de 1728 ardió un «insigne» castillo de fuegos en el Terreiro do Paço –en el mismo lugar donde un siglo antes se había erigido el complejo grupo del que hablamos en el epígrafe anterior–. Erróneamente identificado como Júpiter Capitolino, este último representa, en realidad, la Guerra de los Titanes, presidida por la figura de Júpiter aniquilándolos con sus rayos y arrojándolos desde lo alto, tal como se observa en el grabado abierto con tal motivo y que incluye dedicatoria del autor, Pierre Antoine Quillard, a Juan V de Portugal de «[...] hanc machine pyrotechnica pro celebratione nuptiarum seremissimorum Principum Ferdinandi, et Mariae». Lo que metaforizaba, por lo tanto, al rey luchando contra los enemigos de la fe y la monarquía. No cabe duda su carga política, en parte, por la representación del triunfo de la fama que corona el frontis, quien toca una trompeta con una mano, mientras con la otra ofrece una corona de laurel, y se hace acompañar, abajo, de dos prisioneros encadenados. Sin embargo, la clave de interpretación del conjunto nos la ofrece otro de los «artificios» que ardió en esta misma ocasión y de los que, afortunadamente, conservamos documentación gráfica21 [3].

Según la relación del fray José da Natividade, la segunda de las «máquinas» representaba el templo de Artemisa en Éfeso, «hum dos sete milagres do mundo [Antiguo]», sitio en Asia Menor –por lo tanto en territorio turco-otomano–, al cual había prendido fuego Eróstrato o Heróstrato –un pastor convertido en responsable de la destrucción del Artemision–, y que ardió ante los ojos de la corte portuguesa como «feliz augurio» para el sucesor de Juan V, el príncipe del Brasil, y por extensión para todo el reino. Esta alegoría al himeneo real vaticinaba un tiempo futurible «[…] em que o Soberano Pincipe [D. José] […], poria a ferro, e fogo as Mesquitas Ágarenas, que tem a Lua, porque era subentendida a mesma Diana, por seu timbre» (García y Zink (eds.), 2002: 67). Si bien en el grabado no se aprecia la media luna sobre su frente, el atributo de la diosa y la media luna del Imperio turco-otomano se confundían, así, por vía de metonimia, como una renovación del compromiso de guerra santa contra el Islam.

La cultura cortesana portuguesa seguía siendo fiel, por lo tanto, a una tradición iconográfica anterior, pero ahora con ella también se trataba de reforzar la imagen oficial de la dinastía de los Braganza en esta clase de espectáculos políticos. Al respecto, llama poderosamente la atención esta continuidad incluso en los años de la restauración de la independencia portuguesa, como lo demuestra las «machinas de fogo [sic] que se fizerão no segundo dia», la cuales se incluyen en el álbum de las Festas que se fizeram pelo Casamento do Rei D. Afonso VI22. Con motivo de las bodas de Alfonso VI y María Francisca Isabel de Saboya, en agosto de 1666, se levantó en el Terreiro do Paço, el mismo lugar donde Felipe III vio la terrible escultura de la Caída de los Titanes, la figura de un gigante que sostenía el mundo, o mejor dicho un orbe azul con las estrellas, sobre el cual alzaba, a su vez, una victoria alada, vestida de larga túnica, y con una palma en su mano, que anunciaban la gloria de la monarquía portuguesa.

Acerca de ello, podríamos afirmar que las dudas iniciales de la historiografía portuguesa, en cuanto a su identificación con Atlas o Hércules, no han lugar23. Si bien es cierto que su iconografía responde a una convención que el arte de la época moderna aplicaba indistintamente a Atlante o Hércules, también es verdad que, en este contexto, la figura destinada a arder durante los fuegos artificiales era, con toda seguridad, Atlas. Por cuanto, según tradición erudita, Atlas o Atlante era no solo uno de los titanes de la mitología grecorromana sino también un rey legendario de Mauritania, sabio y astrónomo, afirmando «los griegos aver hallado […] esta ciencia; y así fingieron después los poetas sustentasse a Olimpo con las espaldas»24. Por lo tanto, Atlante se resignificaba en la cultura cortesana portuguesa no solo como un gigante que metaforizaba fuerzas negativas y destructivas –una condición que compartía con Adamastor–, sino también como «moro», ya que fue rey de Mauritania. Por otro lado, a este personaje se asociaba también a la astronomía y a la invención de la esfera, lo que aludía –por asociación metonímica– tanto «al instrumento o retrato del mundo» (Ferrer, 1626: 2), y a la esfera armilar que eran las armas reales de Portugal, como al global y geográficamente disperso imperio portugués bajo cuyo peso se doblegaba25.

En último lugar, conviene insistir en el hecho de que esta «machina de fogo» estaba coronada por una victoria alada, lo que no venía sino a subrayar su función como alegoría política, de significado análogo al de los castillos de fuegos de las bodas de José I y Mariana Vitória de Borbón, en 1728. En efecto, la imagen del mundo, navegado por los portugueses, conquistado y convertido al cristianismo, pesaba sobre la cabeza del Atlante26; una bestia de carga que recordaba a los telamones y cariátides, o bien al «pórtico pérsico» –tal como lo llamó Vitruvio (libro I, cap. I: 6)– en que los espartanos «asentaron las estatuas de los captivos por columnas con un barbárico atavío, castigando la sobervia de los persas, como ellos merecían […]». Este asunto constituía no solo un topos de la literatura artística moderna, sino también una imagen arquetípica de la sumisión de Oriente a Occidente; la cual encontramos, por ejemplo, en la Porta Nova de Palermo. Los persas de Vitruvio eran los moros vencidos por Carlos V, abatidos por Felipe III y derrotados (o al menos expulsados de la península ibérica) finalmente por Felipe III. Esos mismos infieles «agarenos» que aparecen sometidos bajo el cetro de los Braganza, a modo de paralelismo retórico entre el «nosotros» y «los otros». Una historia de gigantes monstruosos y dioses que se muestra en toda Europa, pero en Portugal en particular, de modo continuado, como ejemplificación del omnímodo poder cristiano frente a la amenaza islámica.

Notas

1 Este trabajo se ha realizado dentro del Proyecto de Investigación HAR2016-80354-P, titulado «Antes del orientalismo: Las imágenes del musulmán en la Península Ibérica (siglos XV-XVII) y sus conexiones mediterráneas», siendo su investigador principal Borja Franco.

2 Para este trabajo se ha utilizado la versión portuguesa original (Camões, 1572: estr. 38-59), de modo paralelo a la primera traducción al castellano de Benito Caldera pocos años más tarde (Camões, 1580).

3 Quint, 1994: 99-130; Fouto y Weiss, 2016: 1258-1259; Blackmore 2009: 126-142.

4 Se ha publicado mucho sobre este aspecto, entre otras lecturas recomendamos: Schwoebel, 1967; Soykut, 2001; Curatola, 2006: 115-130; Levin, 2007; Dimmock, 2008: 66-88; Akbari, 2009; Strickland, 2014: 147-164.

5 Como en el caso anterior, mucho se ha dicho sobre la expansión portuguesa en el norte de África. Para una visión de conjunto de la política norteafricana nos remitimos a la reciente publicación de Rodríguez, 2019: 106-125.

6 Se trata de una visión de larga duración sobre cómo se conformó esta representación de lo musulmán en la fiesta pública y el arte efímero de la corte portuguesa; también atiende a las diferencias que se dieron –si es que las hubo– con otras manifestaciones de la cultura visual y escrita. Sabiendo que tras la guerra de independencia portuguesa (1640-1656/1668), hay que esperar a las fiestas por los esponsales de la infanta D. Catarina, hija de Juan IV, con Carlos II de Inglaterra, en 1662, para ver nuevamente desplegados, en Lisboa, arcos triunfales a la altura de los de las entradas del periodo dos Felipes. Pero no hay noticias sobre este tema iconográfico hasta las fiestas por los esponsales de Alfonso VI y María Francisca de Saboya-Nemours, en 1666.

7 Por la importancia de este evento se han publicado muchos artículos al respecto, de entre ellos destacamos: Alves, 1983; Ribeiro da Silva, 1987: 223-260; Curto, 1994: 267 y ss.; Soromenho, 2001: 21-38; Cardim, 2001: vol. 1, 97-126; Benatti, 2007; Torres, 2008: 137-160.

8 Biblioteca de Ajuda, 54-X-6 n.º 1. Relação da jornada a Portugal de d. Filipe II no ano de 1619, fol. 6.

9 Mucho se ha publicado de esta contienda, pero sigue siendo un referente el estudio de: Barrios y Sánchez, 2001.

10 Franco y Moreno, 2019: 371-411.

11 Entre otros: Hess, 1968; Kimmel, 2012; Franco, 2018.

12 Sobre la moda morisca y su representación en la literatura y artes durante esta contienda, recomendamos: Martínez, 1967; Carrasco, 2006 e Irigoyen, 2017.

13 Como indica F. J. Pizarro, se produce una alusión a la expulsión de los moriscos en tres ocasiones en esta entrada. En el grupo escultórico de los oficiales de la aduana; en el arco de los flamencos, donde Felipe III, junto con la Fortaleza y la Justicia, ponen en fuga a los conversos. Y, por último, en el citado arco de los italianos, con su embarque en España y desembarque en Orán. Pizarro, 1987: 123-146.

14 Checa, 1987: 105.

15 El dibujo de este arco se conserva en Londres, en el Courtauld Institute of Art, Blunt Collection. Uno de las ultimas publicaciones al respecto se puede encontrar en: Stagno, 2017: 145-188.

16 Uno de los investigadores que más ha profundizado al respecto es M. Merback (2014: 288-318). Este autor, analizando diversos retablos sobre la crucifixión de Cristo, trabajó la figura del judío «ciego», que no quiere aceptar la venida del Salvador y que por eso se le señala y se le individualiza del resto. En los ejemplos expuestos por el investigador citado se ve una deformidad del hebreo, que toma un color más oscuro (como aquí) para mostrar su perversidad, además de exagerar sus rasgos físicos.

17 Biblioteca Capitular Colombina. Ms. 58-3-12. Historia de la mui noble Y mas leal..., s.p.

18 No olvidemos que la figura del negro, y principalmente del etíope, mauritano o norteafricano como antítesis del cristiano aparece muy pronto en las representaciones artísticas medievales, siguiendo, entre otros, los textos de san Isidoro de Sevilla. Un claro ejemplo sería el de las Cantigas de Alfonso X el Sabio. Véase: García-Arenal, 1985: 133-151; Patton, 2016: 213-238.

19 «Veloz el río al mar huyendo viene / ya mi cautiuo e la memoria pinto / del Africano Sol todo abrasado, / y de la suya mi valor distinto». Vega Carpio, 1625: acto III, fol. 222r.

20 Sobre los problemas de la representación visual del Islam o sus conversos a través de su coloración oscura, así como la dificultad de definir esta actitud como «racial» nos remitimos a: Franco y Moreno, 2019: 25-46. En esta publicación se ha realizado un estado de la cuestión de los investigadores que reflexionaron sobre dicho aspecto.

21 Se trata de dos planchas abiertas por el grabador Théodore Andreas Harrewyn, según diseño de Pierre Antoine Quillard: Diana no Templo de Éfeso, 1728. Biblioteca Nacional de Portugal (BNP), cota E. 65. R; Júpiter no Capitólio, 1728. BNP, cota E. 1107 V. Reproducidos en Pereira (ed.), 2002: 127, cat. 42. Véase también García y Zink (eds.), 2002: 52-55.

22 Vila Viçosa, Arquivo Histórico da Casa de Bragança/Biblioteca de D. Manuel II, Ms. XCVIII. Festas que se fizeram pelo Casamento do Rei D. Afonso VI / 1666, fol. 4. Ed. Fac. Xavier y Cardim, 1996: s/p (fol. 4).

23 Xavier y Cardim, 1996: 31. Véase también: Pereira (ed.), 2000: 105, cat. 31.

24 Suárez de Figueroa, 1615: 177 v. Cfr. Ferrer, 1626: 1-2.

25 La aparición de dicha «esfera» puede vincular esta representación con el tapiz titulado: Atlas sujetando la esfera armilar (c. 1530), de manufactura bruselense, según cartón atribuido a Bernard van Orley (Patrimonio Nacional), donde se publicita la expansión portuguesa por Asia. Además, también la figura de Atlas aparece relacionada con el «Hércules Líbico» en el teatro realizado por la llegada de Felipe III a Lisboa (Mimoso, 1620: 110), donde, de nuevo, se insistía en las conquistas orientales. Estas dos fuentes resultan fundamentales para entender cómo los Braganza recuperan símbolos del pasado para reafirmar su política y ensalzar su lucha frente al Islam.

26 En la entrada de Felipe II en Lisboa, en el Arco de los Alemanes, también aparece en un panel decorativo la figura de Atlas relacionada con Neptuno y Felipe II. En este caso, se le describe como un ser deteriorado físicamente por soportar el peso del mundo y por su vejez. Él mismo se define como derrotado, en contraposición a las otras figuras representadas. Tal vez sea este el precedente de la imagen que acabamos de analizar más arriba, donde el monarca es mostrado de modo victorioso ante sus enemigos, si bien no encontramos una alusión relacionable con el Islam ni tiene como fin arder, tal y como sucede en el ejemplo que allí estudiamos. Para un análisis más detallado de dicho asunto, véase: Fernández-González, 2015: 100.

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