El mosaico y la Ley.
Relectura derridiana de la
chora
de Julia Kristeva

The Mosaic and the Law. A Derridean
Rereading of Julia Kristeva’s
Chora

NICOLÁS PASTOR-BERDÚN

Universidad de Sevilla (España)

Recibido: 30/12/202 Aceptado: 31/10/2025

RESUMEN

En este artículo realizo una crítica de la noción de chora manejada por Julia Kristeva en tanto que afirmación de la diferencia sexual binaria. Para ello, contrapongo dos concepciones sobre el lenguaje que se desprenden de distintos momentos de su obra: la concepción del orden “simbólico” regido por la Ley del Falo que propone el psicoanálisis lacaniano, y la concepción de la “intertextualidad” que desarrolla en diálogo con las nociones derridianas de «différance» y «deconstrucción». A mi juicio, esta segunda concepción permite realizar críticas a la primera que redundan en un desplazamiento de la concepción binarista de la diferencia sexual.

PALABRAS CLAVE

KRISTEVA; DERRIDA; CHORA; DIFERENCIA SEXUAL; FEMINISMO

ABSTRACT

In this paper I critique Julia Kristeva’s notion of chora as an affirmation of binary sexual difference. To this end, I contrast two conceptions of language that emerge from different moments in her work: that of language as a “symbolic” order governed by the Law of the Phallus, proposed by Lacanian psychoanalysis, and the conception of “intertextuality” that she develops in dialogue with Derrida’s notions of “différance” and “deconstruction”. In my view, this second conception allows for critiques of the first that result in a displacement of the binary conception of sexual difference.

KEYWORDS

KRISTEVA; DERRIDA; CHORA; SEXUAL DIFFERENCE; FEMINISM

  1. Introducción

    En el presente artículo analizo la concepción del lenguaje defendida por Julia Kristeva con el objetivo de hacer frente a la comprensión binarista de la diferencia sexual en que se apoya su teoría de la subjetividad como chora. Mi tesis es que esta comprensión binarista depende en buena medida de la aceptación en Revolution in Poetic Language1 de la visión lacaniana del lenguaje como orden «simbólico» regido por una Ley paterna, lo que exige, a fin de posibilitar la subversión o resistencia al mismo, la postulación de un espacio allende, «semiótico», que por contraposición es caracterizado como femenino o materno. Esta organización binarista puede deshacerse mediante la visión del lenguaje que la propia Kristeva expone en sus escritos previos, en los que desarrolla su noción de «intertextualidad» en diálogo con la différance y la deconstrucción de Jacques Derrida. Mi objetivo pues no es tanto señalar el carácter binarista y esencialista que la versión kristeviana de la diferencia sexual reviste –en tanto en cuanto restringe las identidades sexo-genéricas a «hombre» y «mujer», definidas a partir de su contraposición– sino iluminar cómo sus mismas herencias derridianas nos permiten superarla.

    Mi artículo responde a los debates feministas recientes en torno al término khôra, interpretado simultáneamente desde distintos frentes como afirmación y crítica de la concepción binarista de la diferencia sexual (Llevadot 2021). Estos debates se insertan en un contexto de controversia más amplio acerca de la constitución del feminismo como movimiento político, y donde parecen irreconciliables, de un lado, las posturas que reclaman un sujeto femenino como fundamento –amparándose a menudo en la noción de «diferencia sexual»– y, de otro, aquellas que cuestionan precisamente la cardinalidad de ese sujeto –y que a menudo se recogen bajo lo queer– (Llevadot, 2020). Aceptando que la postura de Kristeva resulta innegablemente binarista –como expuso ya Judith Butler (2002 [1993]; 2007 [1990])–, con mi relectura pretendo señalar que en su obra encontramos también apuntes que nos permiten disolver la matriz heterosexual como dispositivo organizador del discurso. La obra de Kristeva reviste además un interés especial, pues si bien se ha señalado ya el potencial político que entrañan las lecturas del corpus kristeviano que contravienen sus propias premisas (Schippers 2011) y que llaman a la complementación del mismo con perspectivas queer (Söderbäck 2019), dicha lectura no ha sido suficientemente desarrollada en relación con el binarismo sexo-genérico, ni a través del análisis de la impronta derridiana en los escritos de la autora.

    Mi artículo se estructura en cinco partes. En la Parte II analizo la crítica butleriana sobre el uso que Kristeva hace del término khôra, así como los pasajes donde esta presenta el término. Coincidiendo con Butler en que la postura kristeviana conduce a una afirmación de la diferencia sexual binaria, planteo un retorno a los escritos tempranos de la autora, donde Kristeva entra en contacto con Derrida. La Parte III está dividida en dos epígrafes: en el primero examino la noción derridiana de différance, situada en la coyuntura de su colaboración con el grupo Tel Quel. Asimismo, ofrezco una visión panorámica sobre su relación intelectual con Kristeva. En el segundo epígrafe examino la noción de «semanálisis» de Kristeva, defendiendo la tesis de que la influencia derridiana resulta decisiva para su constitución como proyecto diferenciado de la semiología francesa de su tiempo. En la Parte IV contrasto la concepción del lenguaje que Kristeva defiende en Revolution in Poetic Language con la que defiende en sus escritos tempranos, y que a mi juicio permite salir del impasse al que aquella nos arroja. En la Parte V afirmo que, a pesar de que la propuesta defendida por Kristeva en último término resulta insuficiente tanto teórica como políticamente, el concepto de «diferencia sexual» puede todavía ser utilizado analíticamente para evaluar la constitución del feminismo como movimiento político. Para ello, señalo los aires de familia entre los ejemplos que Derrida y Kristeva ofrecen.

  2. Debates sobre la chora

    Butler formula su crítica al uso kristeviano del término khôra2 en Cuerpos que importan [1993], donde acusa a la autora de incurrir en confusión categorial. Coincidiendo con Luce Irigaray y Derrida, Butler interpreta la khôra como «espacio de inscripción» sobre el que opera el lenguaje, y que por ello queda siempre fuera del mismo. Materialidad indeterminada sobre la que el logos talla su impronta en forma de contraposiciones binarias, la khôra queda a la base de oposiciones como «forma/materia» u «hombre/mujer» (Butler 2002, pp. 67–75), sin quedar ella misma constituida ontológicamente como alguno de estos polos. La imagen de la «nodriza» con que Platón refiere a la khôra en el Timeo funciona pues solo como metáfora, en tanto que no le confiere de hecho un carácter maternal o femenino (Butler 2002, pp. 73). Esta interpretación sería coincidente con la de Derrida, quien en Khôra [1993] insiste en que esta no refiere a «un ente del género femenino» (Derrida 2011, p. 31), reivindicándola como apertura de «un género más allá del género, más allá de las categorías, sobre todo de las oposiciones categoriales» (Derrida 2011, p. 17). Esta no es sin embargo la interpretación de Kristeva, quien, según arguye Butler, incurre en error categorial: aceptando la identificación de la chora con la figura materna, la considera femenina en tanto que opuesta a lo masculino, y, por tanto, como uno de los polos de la diferencia sexual en tanto que oposición binaria (Butler 2002, p. 76).

    La crítica butleriana remite a las primeras páginas de Revolution in Poetic Language [1974], donde Kristeva asienta los cimientos de la que será su teoría del sujeto en tanto que productor de significado. Esta se inserta en el contexto de la semiología estructuralista de segunda mitad del siglo XX, señalando el final de una etapa intelectual en la que, de acuerdo con algunas intérpretes –i.e. (Jardine 1993)–, las preocupaciones feministas no juegan todavía un papel reseñable en la producción de la autora. En diálogo con Jacques Lacan, Kristeva concibe el significado como simultáneamente dependiente de «lo simbólico», el conjunto de estructuras lingüístico-culturales en las que el sujeto ingresa con la adquisición del lenguaje, y de «lo semiótico», espacio constituido por las pulsiones que las convenciones simbólicas reprimen (Kristeva 1984, pp. 21–24). Es aquí donde tiene lugar la cita al Timeo de Platón, cuya chora es empleada por Kristeva para ilustrar la dimensión semiótica de un sujeto que, como «articulación esencialmente móvil y extremadamente provisional»,3 accede a lo simbólico al tiempo que lo amenaza (Kristeva 1984, pp. 24–25). Participando de la tópica lacaniana que hace de lo simbólico un orden fálico regido por la Ley del Padre, Kristeva asume una comprensión del lenguaje dependiente de la triangulación edípica, y que la llevan a concebir, siguiendo a Melanie Klein, lo semiótico como un estadio ontogenéticamente pre-edípico, donde resulta crucial la dependencia del cuerpo materno (Kristeva 1984, pp. 27–30).

    Precisamente porque entiende lo simbólico y lo semiótico a partir de su oposición, y especialmente porque los concibe psicoanalíticamente como órdenes masculino-paterno y femenino-materno respectivamente, la propuesta kristeviana se revela dependiente de la diferencia sexual binaria, reproduciendo, en términos de Butler, una versión de la matriz heterosexual (Butler 2007, pp. 173–175). El argumento de Butler gana fuerza si consultamos la propuesta política feminista que Kristeva ofrece en «Tiempo de mujeres» [1977], donde considera «la dicotomía hombre/mujer», descrita como «oposición de dos entidades rivales», como fundamento de la estructura psíquica de cada individuo. El psicoanálisis arroja luz así sobre «una interiorización de la separación», en la medida en que, simultáneamente masculina y femenina, la propia psique obliga a reconocer que el sujeto se encuentra siempre escindido, siendo al mismo tiempo «mismo y otro, idéntico y extraño», en acuerdo y conflicto simultáneos con los órdenes simbólico y semiótico (Kristeva 1995, pp. 203–204; énfasis original). La mención explícita de «la dicotomía hombre/mujer» refuerza al argumento de Butler, que evidencia cómo Kristeva mantiene una defensa del sexo binario del que la chora constituye uno de los polos.

    La pregunta por la khôra ocupa hoy un lugar preeminente en los debates feministas en torno a la diferencia sexual, donde según expone Laura Llevadot (2021) se detectan al menos dos líneas: una que reserva todavía para esta khôra la significación de lo femenino, y otra que, afín a los planteamientos derrideano-butlerianos, entienden que la khôra solo significa «lo femenino» en tanto que «lo excluido», en un sentido puramente metafórico.4 Las críticas de Butler sitúan a Kristeva en la primera de estas líneas, a mi juicio, con acierto. Aun si aceptamos, como plantean ciertos intérpretes, que la caracterización kristeviana de la chora como «femenina» es solo retórica –i.e. (Lechte 2022: 44–45)–, ello no deshace la oposición binaria entre dos órdenes que, incluso de ser llamados «X e Y», como sugirió la propia Kristeva, quedan separados todavía por una «clara distinción» (Kristeva & Coward 1997, p. 355). En este sentido, vemos que la división binaria funciona en la teoría kristeviana como un fundamento que no puede ser rebasado, un «centro» o «punto de presencia», diríamos en términos derridianos, que la articula estructuralmente (Derrida 2003a, p. 383). No obstante, creo que la misma obra kristeviana anterior a 1974, y con ello a Revolution in Poetic Language, presenta una concepción del lenguaje que apunta hacia la destitución de este centro. Ello se debe, a mi juicio, a la influencia de las nociones derridianas de différance y deconstrucción.

  3. Deconstrucción y semanálisis

    III.1 Kristeva y la différance: (des)encuentros en Tel Quel

    El contacto de Kristeva con Derrida, al abrigo del grupo Tel Quel, coincide temporalmente con los años en que este desarrolla sus nociones de «différance» y «deconstrucción», en el quicio entre los sesenta y los setenta. «La Diferancia» aparece publicado por primera vez en Teoría del conjunto [1968], volumen colectivo en que Tel Quel expone sus líneas de trabajo. En el escrito introductorio, «División del conjunto», la différance es celebrada como herramienta clave para el trabajo del grupo, y Derrida mismo como uno de sus autores protagónicos (Tel Quel 1971, pp. 8–10).

    En tono más o menos programático, «La Diferancia» entrelaza en un «haz» las orientaciones de la différance (Derrida 2003a, pp. 39–40), que aparecía ya previamente en De la gramatología [1967] como una diferencia «más “originaria”» que no constituye sin embargo fundamento (Derrida 2012, p. 32). Derivada del verbo latino «differre», «différance» remite al verbo «diferir» en su doble sentido: «dejar para más tarde» y «no ser idéntico, ser otro». La «a» que la constituye como neografismo, y que implica en francés un movimiento de productividad, hace de este diferir un incesante «polemos», que la tradición metafísica occidental trata fosilizar en meras diferencias, oposiciones binarias (Derrida 2003a, pp. 41–44; énfasis original). En este sentido, dice Derrida, la différance remite al «movimiento según el cual la lengua […] se constituye “históricamente” como entramado de diferencias» (Derrida 2003a, pp. 47–48). Este desbordamiento de la mera diferencia es puesto de relieve también en La diseminación [1972], que Derrida publica en Seuil, editorial de Tel Quel. Allí subraya el autor que la différance no es mera disimilitud entre dos identidades previamente constituidas, de las que son tipo las «oposiciones filosóficas». La différance implica ya siempre un «movimiento “productivo” y conflictual» que pone en jaque toda identidad, y, así, toda oposición que las presuma (Derrida 1975, pp. 9, 12). Este gesto entreteje la différance con otra de las decisivas contribuciones derridianas: la deconstrucción. Detectando la «jerarquía» implícita en toda oposición filosófica –como «habla/escritura» o «presencia/ausencia»–, el gesto deconstructivo acepta provisionalmente una inversión de los mismos, orientándose, sin embargo, hacia un «desplazamiento» de su carácter binario (Derrida 2003a, p. 371). Más de una década más tarde, Derrida empleará explícitamente su différance para leer la khôra platónica (Derrida 1997b, p. 38), lo que nos permite observar de nuevo el carácter diferante o deconstructivo de la comprensión de la khôra que será suscrita por Butler.

    La publicación de sus trabajos en los medios editoriales del grupo, así como la valoración explícita de sus miembros, evidencian que, aunque Derrida no participó del comité editorial, sí lo hizo del espacio de ideas, redes y grupos fraguados en torno a Tel Quel –lo que Manuel Asensi Pérez (2009, p. 22; 2013, p. 92) designa como «espacio Tel Quel»–. Es en este espacio donde acontece el contacto con Kristeva, quien, al menos en un inicio, participa de la aprobación general del trabajo derridiano. En un exhaustivo trabajo bibliográfico, Juliana de Nooy ha señalado la multitud de referencias que Kristeva realiza al trabajo de Derrida en estos años, en un tono aprobativo que este recíprocamente le profesa
    –si bien en solo dos referencias, las únicas que le dedica (de Nooy 1998, p. 93n2)–.

    Este reconocimiento evoluciona sin embargo hacia la demarcación de divergencias, especialmente por parte de Kristeva (de Nooy 1998, pp. 89–93, p. 95n15), quien en Revolution in Poetic Language se pronuncia explícitamente en contra de la différance. Precisamente porque la différance no se hace presente, sino que solo puede, a través de una oposición binaria tal y como queda constituida en el lenguaje, aparecer en retardo, Kristeva juzga que carece de la fuerza suficiente para implicar una ruptura o subversión de lo simbólico (1984, pp. 140–146). Análogamente, la sanción kristeviana del psicoanálisis y su concepto de «falo» implican, desde la perspectiva derridiana, un distanciamiento con la deconstrucción, puesto que, en tanto que el «falo» encarna todavía cierto anhelo de presencia, resulta cómplice del logocentrismo, ahora «falogocentrismo» (Derrida 1975, p. 75n32) –esta tesis daría pie a una larga controversia con Lacan, que Derrida recoge parcialmente en Posiciones [1972] (Derrida & Houdebine 2014, p. 128n1 y ss.)–. Años más tarde, en el escrito autobiográfico «My Memory’s Hyperbole» [1983], Kristeva da cuenta del papel desencadenante que la aceptación de la concepción lacaniana del lenguaje como «estructura hablante» o «gran Otro» jugó en el distanciamiento con los «deconstruccionistas» (Kristeva 1997, p. 13), así como las divergencias entre el alcance y motivo de sus proyectos: si la deconstrucción derridiana estuvo centrada en el examen de los vestigios metafísicos en la fenomenología o el estructuralismo, su proyecto propio buscó la dinamización del estructuralismo, introduciendo para ello, precisamente, una concepción del «sujeto hablante» (Kristeva 1997, p. 9).

    A pesar de estas distancias, creo que esta pregunta por el sujeto hablante, que recorre todo el proyecto intelectual kristeviano de finales de los sesenta y principios de los setenta –y que en efecto culmina con la teoría de la chora– es formulada precisamente en el contexto de contacto con Derrida. Así, aun si también en estos escritos tempranos se manifiestan ciertas divergencias que anticipan la ruptura, cabe asimismo reparar en sus puntos de contacto.

    III.2 De la semiología al semanálisis a través de la différance

    En «Semiología: ciencia crítica y/o crítica de las ciencias», con el que Kristeva participa en la Teoría de conjunto, la autora sitúa su proyecto, para el que mantiene todavía el título de «semiología», en la estela abierta por el Curso de lingüística general de Ferdinand de Saussure, donde el lingüista dejó ya proyectada, bajo ese nombre, una ciencia dedicada al estudio de los signos en su dimensión social (Saussure 1991, p. 43). Kristeva se desmarca no obstante de la ortodoxia saussureana al concebir, siguiendo a Roland Barthes, la semiología como parte de la lingüística –y no al revés (Saussure 1991, p. 43)–, presumiendo que «sea cual sea el objeto-signo de la semiología (gesto, sonido, imagen, etc.), éste es sólo accesible al conocimiento a través de la lengua» (Kristeva 1971, p. 98). Así, describe la semiología como una «ciencia» que examina las prácticas sociales –como «la economía, las costumbres o el arte» (Kristeva 1971, p. 97)–, y que característicamente se orienta, sirviéndose de lenguaje lógico-matemático, hacia la construcción de «modelos» o «sistemas formales» isomorfos que explicitan su estructura (Kristeva 1971, p. 99). Con todo, precisamente porque la semiología se reconoce a sí también como práctica social, convierte sus instrumentos propios en objeto de estudio, convirtiéndose en «teoría de su propio modelado» y practicándose solo como «crítica de la semiología» (Kristeva 1971, pp. 100–101; énfasis original).

    Ya aquí, Kristeva hace referencia explícita a Derrida, cuya noción de «différance» celebra –junto con «trazo» o «grama»– por su utilidad para exponer «los límites del Logos», al que todavía se acoge la semiología, y que se hace sentir a través de nociones como «signo» o «sentido», que cabe revisar (Kristeva 1971, p. 108). Este gesto se repite en El texto de la novela [1970], donde Kristeva subraya de nuevo la crítica derridiana de «las limitaciones “logocéntricas” de nuestra cultura» (1974, pp. 12–13).

    Con la différance, emprende Kristeva el estudio de las prácticas sociales, no ya desde el «punto de vista de la comunicación», comprendiéndolas como productos acabados, sino atendiendo a la coyuntura paradójica de «la producción del sentido anterior al sentido». Kristeva matizará, no obstante, que esta empresa, planteada como «nueva “ciencia”» del significado, adquiere una amplitud a la que nociones como différance no comprometen (Kristeva 1971, p. 109; énfasis original). A este respecto, resultan esclarecedores los nombres con que la autora refiere a la semiología en Sēmeiōtikē [1969],5 «gnoseología materialista» (Kristeva 1978a, p. 27) o «teoría de la significación textual» (Kristeva 1978b, pp. 96–97), y que, según se desprende del diálogo que mantiene con Derrida en «Semiología y gramatología», no parecen aplicables al proyecto derridiano: Derrida sostiene que, si bien la gramatología busca «deconstruir» las «hipotecas metafísicas» del logocentrismo o el fonocentrismo, no procedería concebirla como «otra ciencia, una nueva disciplina con un contenido, un nuevo ámbito bien delimitado» (Derrida & Kristeva 2014, pp. 59–60).

    Esta distancia general en la orientación de sus proyectos no impide a Kristeva, sin embargo, aceptar la fertilidad de los planteamientos del autor. También en Sēmeiōtikē, Kristeva remite a «los trabajos decisivos de Jacques Derrida» para desarrollar su crítica a «los presupuestos metafísicos del sistema del signo» (Kristeva 1978a, p. 115n33). El objetivo aquí es la noción saussureana de «signo lingüístico», fundamentado sobre la reciprocidad entre «significante» y «significado» (Saussure 1991, pp. 101–104) y al que Kristeva formula una crítica que comparte importantes aires de familia con la de Derrida.

    En De la gramatología, Derrida denuncia que la distinción entre significante y significado es solo posible si, implícitamente, se presume la idea de un «significado trascendental», separable de toda materialidad significante (Derrida 2012, p. 28). Asimismo, en «La Diferancia», Derrida evidencia las fallas de la «presencia suficiente» que Saussure anuda al significado, insostenibles dado que, en primer lugar, el significado se encuentra en dependencia recíproca con un significante, y, en tanto que, en segundo lugar, un signo marca, por definición, una ausencia, remitiendo a lo que no es él mismo solo a través de otros signos (Derrida 2003a, p. 46). Estos motivos quedan condesados en «Semiología y gramatología», donde Derrida se refiere al signo como un «freno» en la crítica de la metafísica, pues constituye, él mismo, una oposición binaria (Derrida & Kristeva, 2014, p. 35). Estas aseveraciones aparecen de manera casi idéntica en Sēmeiōtikē, donde afirma Kristeva que la semiología, en un movimiento de autocrítica, debe cuestionar la misma noción de «signo» que presupone. Kristeva denuncia la dependencia del signo respecto de «la antigua división espíritu/materia», subrayando su insuficiencia, dada su pertenencia a un momento de la tradición occidental moderna, para el estudio de prácticas ajenas a tal esquema. Su aplicación forzosa, denuncia, solo puede redundar en «una reducción de esas prácticas» (Kristeva 1978a, pp. 59–61). Precisamente porque realiza este examen autocrítico, Kristeva prefiere aquí el término «semanálisis», alejándose de la semiología (Kristeva 1978a, p. 23), y matizando de nuevo que, a raíz de este escrutinio de sus propias premisas, el semanálisis no construye «un sistema universal y cerrado», sino que, afirma en un tono derridiano, «formaliza para desconstruir» (Kristeva 1978a, p. 29; énfasis propio).

    Ahora bien, esta crítica no adquiere tampoco la forma de una simple transgresión o sustitución de la noción. Ello revela, a mi juicio, complicidades con el gesto deconstructivo. A pesar de denunciar las limitaciones del signo, Derrida elogia el «progreso» que este promueve al evidenciar la dependencia del significado de su significante, cercenando el sueño logocéntrico de idealidad (Derrida & Kristeva 2014, p. 35). En una línea similar, Kristeva niega que el trabajo semanalítico deba encallar a la elección metodológica entre la terminología del «signo» o de la «práctica» (Kristeva 1978a, pp. 62–63), o negar las pioneras contribuciones de la semiología (Kristeva 1978a, p. 78).

    En segundo lugar, cabe revisar las coincidencias entre la noción derridiana de «texto» y la «práctica social» kristeviana, que reenvían al examen comparado de la «grama» o «huella» y la «intertextualidad», y que desembocan en ambos casos en una comprensión de la escritura que rompe con el logocentrismo. Derrida arguye, frente a las interpretaciones ingenuas, que sus nociones de «escritura» o «texto» no se agotan en «cierto contenido encerrado en un libro o dentro de sus márgenes» (Derrida 2003b, p. 87). Antes bien, explica en su entrevista con Lucette Finas [1972], el texto no refiere a «unas pequeñas letras sobre un papel», sino que «atraviesa de forma infraestructural todo lo que la metafísica llama la realidad» (Derrida & Finas 2011, pp. 45–46). La historia, la política, la economía o la sexualidad, afirma ya en Márgenes [1972], quedan inscritos en su seno, y jamás al margen del mismo (Derrida 2003a, p. 30). Por su parte, aunque Kristeva defiende el término «práctica», pues pone de relieve un dinamismo aparentemente petrificado en el término «estructura» (Kristeva 1978a, p. 57n3), esta no marca una ruptura con el «texto». Todo lo contrario, el texto se convierte en el «instrumento translingüistico» que permite abordar la multiplicidad de prácticas «hechas a través de la lengua» (Kristeva 1978a, p. 147). Son así observadas, à la Derrida, prácticas tan dispares como, vimos ya, economía, costumbres o arte (Kristeva 1971, p. 97), pero también mitos y rituales (Kristeva 1986, p. 25), música, danza y pintura (Kristeva 1986, p. 30), o formas de parentesco y comportamientos sociales (Kristeva et al. 2022 [2006], §72).

    Desde estas coordenadas, Kristeva propone su noción de «intertextualidad», con la que cada texto, cada práctica, se concibe como «mosaico de citas», y donde cada tesela remite pues a otra (Kristeva 1978a, p. 190). Esta mirada sinóptica y relacional presenta, a mi parecer, un claro aire de familia –también reseñado por intérpretes derridianas (e.g., de Peretti della Rocca 1989, p. 144; González-Marín 2003, p. 12)– con la aproximación a la escritura como «grama» o, precisamente, «différance», donde el texto «sólo se produce en la transformación de otro texto», porque sus elementos funcionan solo como «huellas de huellas» que diferencialmente se remiten entre sí (Derrida & Kristeva 2014, p. 47). Todo ello impele a ambos autores a anunciar el agotamiento de la perspectiva que somete la lengua a las exigencias del sentido único, autosuficiente y clausurado. «El fin del libro y el comienzo de la escritura» que Derrida anuncia en el capítulo primero de De la gramatología (2012, p. 11) es proclamado también por Kristeva, quien, más allá del «libro», «cerrado, constituido de una vez por todas» (Kristeva 1978a, p. 234), llama a recuperar el «trabajo translingüístico» (Kristeva 1978b, p. 8).

  4. La tesela y el falo: poligrafías sobre lo simbólico

    A mi juicio, existen divergencias importantes entre la concepción del lenguaje que Kristeva suscribe en Sēmeiōtikē y aquella que presenta en Revolution in Poetic Language. Es aquí, en el debate entre ambas, donde considero que encontramos un resquicio para escapar del impasse de la diferencia sexual binaria.

    Heredera de Lacan, la Kristeva de Revolution in Poetic Language suscribe la concepción del lenguaje como orden ya siempre regido bajo la Ley simbólica. Esta Ley aparece como un principio universal y ahistórico, que precisamente por su omnipotencia, parece reinar de igual modo sobre toda articulación lingüístico-cultural posible. Ello mismo exige que la posibilidad de desestabilizar el lenguaje caiga más allá del lenguaje mismo, en ese orden que Kristeva nos presenta como «semiótico», que limita y es limitado por el orden simbólico. En este sentido, vemos que la homogeneización del lenguaje en tanto que orden simbólico y la propuesta del orden semiótico resultan gestos análogos que mutuamente se reclaman.

    Incluso si se concede que Kristeva solo diferencia los órdenes simbólico y semiótico por motivos analíticos (Schippers 2011, p. 29) o si su interrelación es más fluida de lo que permite comprender el retrato butleriano (Söderbäck 2019, p. 219), quiero destacar que esta imagen difiere en un sentido importante de aquella que nos brinda la perspectiva de la intertextualidad. La imagen del «mosaico de citas» que Kristeva (1978a, p. 190) nos ofrece en Sēmeiōtikē nos lleva a despedirnos de la idea de que el lenguaje puede clausurarse, y con ello de que puede quedar, desde la metáfora del libro, «cerrado, constituido de una vez por todas» (Kristeva 1978a, p. 234). El lenguaje se articula de maneras diversas e inesperadas, retorciéndose sobre sí mismo en formas que cuestionan su presunta unicidad. Desde una tradición hermenéutica diferente, José Medina (2006; 2013) ha ofrecido el término «contextualismo polifónico» para señalar que el lenguaje no es un registro homogéneo que es compartido de igual manera por la totalidad de los sujetos, sino que de hecho es utilizado y articulado de maneras diversas. Parafraseando su contribución, considero que el mosaico de citas del que Kristeva nos habla nos invita a pensar el lenguaje como un espacio poligráfico, que admite multitud de inscripciones que no se pliegan necesariamente ante una única y misma Ley.

    Ello no implica, por supuesto, que no existan límites, violencias u opresiones que, reglando el juego textual, impidan o dificulten la articulación o circulación de según qué textos. Pero sí implica que, para hacer frente a tales reglas, no es necesario ya postular un orden semiótico allende: la dinamicidad del mosaico prmite que la resistencia a la Ley sea articulada desde los usos del lenguaje mismo. La chora, antes pensada como opuesto polar de lo simbólico, aparece ahora identificada con el mismo, en un gesto que revive la afirmación derridiana según la cual «no hay fuera-del-texto» (Derrida 2012, p. 202). Así vista, la intertextualidad kristeviana no solo socava esa aparente independencia ontológica de la que parece gozar la Ley lacaniana, que ha sido criticada tanto por Butler (2007, p. 114) como por psicoanalistas feministas como Jane Flax (1995 [1990], p. 174), sino también ofrecer una respuesta avant la lettre a la segunda de las críticas planteadas por Butler, a saber: que precisamente porque lo semiótico depende para su articulación del lenguaje simbólico que pretende disputar, no puede constituirse como locus de resistencia eficaz (Butler 2007, pp. 183–184). Recuperando la concepción intertextual del lenguaje, el problema legítimamente detectado por Butler se disuelve: la fuerza política antes situada en lo semiótico aparece ahora ya siempre en lo simbólico, que precisamente por no quedar supeditado a una única Ley, se convierte en su propio antagonista. En este sentido, la intertextualidad puede ser cómplice de las políticas de la performatividad y la resignificación que le propie Butler propone.

    Dinamizando lo simbólico, y renunciando a lo semiótico como su reflejo especular, la comprensión intertextual del lenguaje trastoca la diferencia binaria que estructura la teoría de la chora: ya no hay, sencillamente, dos espacios.

  5. La diferencia sexual, ¿útil para el análisis?

    Hasta este punto he señalado las limitaciones teóricas y políticas de la teoría de la chora, defendiendo asimismo la posibilidad de superarlas mediante la comprensión intertextual del lenguaje. En esta última sección, quisiera señalar que mi argumentación no propone, sin embargo, abandonar enteramente la noción misma de «diferencia sexual». De hecho, sugiero que el concepto puede ser útil todavía como herramienta analítica. Este uso analítico es precisamente el que considero que encontramos en los textos que Derrida dedica al feminismo, donde sin comprometerse con el binarismo ontológico, recurre al concepto de «diferencia sexual» para iluminar cómo el feminismo, en tanto que movimiento político, disputa algunos aspectos del falogocentrismo al tiempo que los presupone. Este es un uso que, paradójicamente –dada la deriva posterior de su pensamiento–, aparece también en algunos escritos de Kristeva.

    Reconozco que esta propuesta es necesariamente limitada. Precisamente porque atiende a solo un eje de opresión, la óptica aquí planteada no permite pensar, como señaló ya Butler (2002), las diferentes maneras en que un sujeto puede verse beneficiado o excluido por la Ley falogocéntrica. A este respecto, Jane Gallop (1997) hizo reparar en que «mujer» es para Derrida todavía un concepto unitario, que no contempla diferencias de raza, clase o edad. A fin de disputar este sesgo, Llevadot (2022) invita hoy a entablar sugerentes diálogos entre la postura derridiana y el feminismo antirracista de autoras como Audre Lorde. Sin dejar de considerar que estas puntualizaciones son tan justas como necesarias, quisiera señalar también que las concomitancias del uso derridiano de la diferencia sexual con el uso kristeviano constituyen todavía un punto inexplorado, lo que amerita dedicarle algunas líneas.

    Resulta ejemplar a este respecto el seminario «Women in the Beehive» [1984] donde Derrida atiende a la coyuntura específica de la creación de programas universitarios en «estudios de las mujeres» [«women’s studies»]. Dado que las facultades universitarias quedan ya siempre regidas por jerarquías y cánones falogocéntricos, la incorporación de los estudios de las mujeres habita siempre una circunstancia paradójica: ingresando en la Academia, pretenden desarticular sus pilares, pero al hacerlo, la legitiman como autoridad. Cito en extenso:

    La Ley es la condición de la institución. Si la institución es la Ley, entonces los guardianes de la institución son también guardianes de la Ley. A medida que la investigación en estudios de las mujeres gana legitimidad institucional, también constituye, construye y produce guardianes de la Ley. [...] Las mujeres que gestionan estos programas, ¿no se convierten, a su vez, en guardianas de la Ley que corren el riesgo de construir una institución similar a la institución contra la que luchan? (Derrida 1987, p. 190)

    Precisamente porque se pliegan ante su Ley, los estudios de las mujeres «se arriesgan a ser solo otra celda en la colmena universitaria» (Derrida 1987, p. 191), actualizando y reforzando los mismos principios a los que se oponen. Cabe destacar que esto no conduce a Derrida a oponerse al feminismo como movimiento político, cuya necesidad siempre reconoció –i.e. (Derrida et al. 1985, p. 30; Derrida & González-Marín 1986, pp. 174–176; Derrida & McDonald 2008, pp. 158–159)–. En «Women in the Beehive», sin ir más lejos, defiende tanto la creación de los programas en estudios de las mujeres como la introducción de sus preguntas en otras disciplinas ya constituidas (Derrida 1987, p. 193).

    En un gesto análogo, Kristeva emplea en una entrevista con Xavière Gauthier [1974] la metáfora de la «oscilación» para ilustrar el movimiento del feminismo entre dos puntos de amplitud: el «poder», solo alcanzable si se amolda con prudencia a las estructuras falogocéntricas que pretende combatir –el orden simbólico–, y la «negación», repudio de todo cuanto resuena a «fálico» –la inmersión en lo semiótico– (Kristeva & Gauthier 1981, p. 166). Esta metáfora queda como telón de fondo en «Tiempo de mujeres», donde comienza distanciándose de la que considera una primera generación feminista, que gobernada por una «lógica de la identificación» y circunscribiéndose al «espíritu igualitario y universalista del humanismo de la Ilustración», persigue solo la igualdad sin cuestionar los pilares del régimen sociopolítico establecido (Kristeva 1995, pp. 190–191). Aun si Kristeva elogia a estas feministas por haber consolidado su empresa como desafío global –con éxito, a su juicio, en la Europa socialista, China y, de manera creciente, en las democracias occidentales–, simultáneamente les reprocha que, como «guardianas de la situación, las protectoras más celosas del orden establecido», se hayan limitado a reclamar espacios dentro del terreno dominado por la Ley falogocéntrica, sin cuestionarla verdaderamente (Kristeva 1995, pp. 196–197). Este diagnóstico aparece asimismo en Mujeres chinas, escrita durante viaje a la China maoísta entre abril y mayo de 1974 junto con otros integrantes de Tel Quel, donde ofrece como ejemplo a las sufragistas y socialistas occidentales, «Electras […], militantes de una causa paterna, frías de exaltación», y a las «Muchachas de Hierro» maoístas (Kristeva 2016b [1974], pp. 52, 167).

    De igual manera, Derrida se distancia también de toda conceptualización esencialista sobre la mujer, tal y como queda reflejado en Espolones [1978]. A partir de la relectura del corpus nietzscheano, recoge Derrida las tres posturas que, desde su falogocentrismo, adopta la filosofía frente a la «mujer» en tanto que metáfora de «verdad»: negarla como «figura o potencia de mentira» que obstruye la verdad; perseguirla como «verdad», objeto de deseo inalcanzable sin embargo irrenunciable; o, finalmente, tomarla como «potencia afirmativa, disimuladora, artista, dionisíaca», que pone en solfa la oposición entre verdad y mentira, y con ello la lógica de la metafísica occidental (Derrida 1997a, p. 30). Es en este sentido que, sentencia el autor, «“la mujer” quizá no sea nada», pues ella misma aparece, en el discurso filosófico, como deconstrucción de toda identidad (Derrida 1997a, p. 34). Esta postura, habría visto ya Nietzsche, resulta inaceptable para ciertas feministas, que, atrapadas en la lógica falogocéntrica, afirman de manera esencialista, como «hombres», una feminidad identitaria (Derrida 1997a, p. 42). La sentencia derridiana en Espolones, según la cual «no podrá ya buscarse la mujer, la feminidad de la mujer o la sexualidad femenina» (Derrida 1997a, p. 47), tiene sus ecos en otros escritos, donde critica tanto la «substancialización» de la mujer (Derrida & González-Marín 1986, p. 173) como el ginecentrismo de ciertos feminismos (Derrida & McDonald 2008, pp. 171–172). Estas reflexiones quedan a la base de «Coreografías» [1982] donde advierte Derrida que la búsqueda de una «una verdad de la diferencia sexual y de la feminidad» participa de compromisos esencialistas (Derrida & McDonald 2008, pp. 159). Así, acepta la invitación de su interlocutora, Christie McDonald, a «danzar», tal y como proponía la feminista Emma Goldman, cuestionando los esquemas aceptados en la lucha política.

    Este gesto es también trazado por Kristeva. Aun a pesar de que su chora reproduce una determinada concepción de la feminidad, esta tiene a su base ciertas intuiciones antiesencialistas que de hecho le valieron la enemistad de algunas feministas de su tiempo. En «Tiempo de mujeres», Kristeva se distancia también de una segunda generación feminista, fraguada tras los eventos del mayo del 68, y que reivindicando «la diferencia, la especificidad» (Kristeva 1995, p. 193), apuesta por la construcción de una «contrasociedad […] una sociedad femenina, una especie de alter ego de la sociedad oficial». Kristeva denuncia que este gesto produce una suerte de «sexismo invertido», que como reflejo especular, termina por reproducir como «simulacro» el mismo tipo de sociedad y poder al que se opone (Kristeva 1995, p. 198; énfasis original). Esta crítica queda implícita, a mi juicio, en las afrentas que, ya en 1974, dirige contra toda concepción ontológica sobre la identidad «mujer». Estas tienen lugar en la coyuntura del viaje a China y de la consiguiente publicación de Mujeres chinas por Éditions des Femmes, la editorial del grupo Psychanalyse et politique, con el que, precisamente a raíz de sus desencuentros en torno a la posibilidad de una identidad «mujer», Kristeva mantuvo una áspera relación –recientemente revisitada por la propia Kristeva (2016a, pp. 90–91) y reseñada por Alice Jardine (2020, pp. 149–153)–. Casi al comienzo de Mujeres chinas, afirma Kristeva que «eso, las mujeres, no existe», y que, de hacerlo, «se disuelve en otros tantos “casos particulares”» (Kristeva 2016b, p. 25; énfasis original). Así lo repite, al regreso del viaje, en una entrevista con Psych et po –titulada precisamente «La femme, ce n’est jamais ça»–, afirmando provocativamente que «creer que “una es mujer”, es casi tan absurdo y oscurantista como creer que “uno es hombre”», añadiendo más adelante, sin referir a un Nietzsche que se hace sentir a través del texto, que «una mujer no puede ser, pues la mujer es precisamente lo que rehúye al ser» (Kristeva & Psych et Po 1996, p. 98). Ahora bien, lejos de abogar por el abandono unilateral del término «mujer», Kristeva defiende todavía su utilidad provisional para la consecución de derechos y libertades políticos, económicos y sexuales (Kristeva & Psych et Po, 1996, p. 98; Kristeva, 2016b, p. 26).

    En estas líneas, Kristeva parece participar de la afrenta derridiana contra el ginecentrismo, suscribiendo un gesto político que, señaló ya Butler (1998 [1988], p. 311), guarda parecidos de familia con propuestas feministas confesamente desarrolladas en la estela de la deconstrucción, como el esencialismo estratégico de Gayatri Ch. Spivak6.

    A la luz de estos pasajes, sugiero que en ambos autores encontramos un uso analítico del término «diferencia sexual» que se aleja de todo tipo de afirmaciones ontológicas, y que más bien pretende iluminar y cuestionar los compromisos del feminismo con el falogocentrismo. Compromisos que sin duda amenazan su empresa, pero que, sin embargo, parecen necesarios para su constitución.

  6. Conclusión

    A la luz de lo expuesto, podemos afirmar que, si bien en la obra kristeviana encontramos una afirmación explícita de la diferencia sexual binaria, en ella encontramos también herramientas para su subversión. A mi juicio, la teoría de la chora, que hereda la concepción lacaniana de lo simbólico como orden masculino-paterno, y que por ello requiere de un orden semiótico femenino-materno que le sirva de contrapunto, puede ser cuestionada desde otra concepción del lenguaje: aquella que la propia Kristeva nos ofrece en sus escritos tempranos, donde piensa la intertextualidad en diálogo con la différance y la deconstrucción derridianas. Desde este mirador se admite todavía un uso analítico, no ontológico, del concepto de «diferencia sexual», que Derrida y Kristeva plasman en su consideración del feminismo como movimiento político frente al falogocentrismo.7

  7. Referencias bibliográficas

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    Nicolás Pastor-Berdún es contratado predoctoral FPU (Ministerio de Universidades) en el Departamento de Metafísica y Corrientes Actuales de la Filosofía, Ética y Filosofía Política de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Sevilla.

    Líneas de investigación:

    Filosofía feminista, atendiendo a las concepciones queer del sexo-género y a su impacto en las epistemologías feministas. Aplicaciones éticas, sociales y políticas de la obra del último Wittgenstein.

    Publicaciones recientes:

    (2024). «Binarismo y cisnormatividad en el pensamiento de Julia Kristeva» en B. Rodríguez Ruiz (dir.) y L. Winter Pereira (coord.). Democracia no binaria. Reflexiones interdisciplinares sobre la des-sexualización de la ciudadanía. Granada: Comares.

    (en prensa, publicación en avance). «Between Spivak and Harding: «Ideological victimage» as a companion to feminist standpoint epistemology». Daimon.

    Email: npastor1@us.es

1 Para facilitar su identificación, refiero a los títulos de las obras de Kristeva en el idioma de la edición consultada.

2 Mantendré el término “khôra” de manera general, empleando “chora” solo cuando me refiera específicamente a la interpretación kristeviana.

3 La traducción de las fuentes para las que no existe edición castellana es propia, como en este caso.

4 Merece la pena destacar que tanto Derrida como Butler impugnan asimismo este uso metafórico: Derida señala que la caracterización de la khôra como «nodriza» contribuye a su antropomorfización (Derrida 2011, p. 29), actualizando y reforzando la tradición conceptualmente binarista que se pretende desbancar (Derrida 2011, p. 21). Butler, por su parte, señala los peligros de tomar el término «femenino» como estandarte para lo excluido, en tanto en cuanto se incurre en el riesgo de reforzar la imagen de la mujer como Otro, así como de oscurecer la diversidad de sujetos que son de hecho excluidos (Butler 2002, pp. 79–86). Digo algo más sobre esto al comienzo de la Parte V.

5 La obra fue editada en castellano en dos volúmenes, Semiótica 1 y Semiótica 2. Mantengo pues el título original para marcar que me refiero a la obra en su conjunto. Las referencias aparecen, no obstante, remitidas a su volumen correspondiente.

6 Situándose explícitamente “dentro de un modelo deconstructivo muy establecido de inversión y desplazamiento” (Spivak & Grosz, 1990: 8), Spivak sostiene que, incluso si considera necesario oponerse abiertamente al esencialismo, cabe reconocer que la gramática del verbo “ser” implica ya siempre una complicidad con el mismo. Sin querer sostener con ello compromisos ontológicos, Spivak afirma la posibilidad de aprovechar tal complicidad para las reivindicaciones políticas (Spivak & Grosz, 1990: 11–12). Para una visión panorámica de los usos feministas de Nietzsche con mención explícita del parentesco entre Kristeva y el esencialismo estratégico, véase (García-Granero 2023).

7 Tuve la oportunidad de compartir una versión previa de las ideas expuestas en este artículo en el Congreso Internacional Filósofas en los márgenes (FiloMar24) (2024), así como en el VI Seminario Internacional de Investigación ConcepMu (2024). Quiero agradecer al resto de participantes sus comentarios. Asimismo, declaro que escribí este texto como beneficiario de un contrato predoctoral para la Formación de Profesorado Universitario [FPU] del Ministerio de Universidades, y durante mi participación en el proyecto de investigación “La naturaleza de lo evaluativo y la percepción de injusticia (NEPI) [PID2022-140562NB-I00].

© Contrastes. Revista Internacional de Filosofía, vol. XXX Nº3 (2025), pp. 89-106. ISSN: 1136-4076

Departamento de Filosofía, Universidad de Málaga, Facultad de Filosofía y Letras

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