“Para terminar con el juicio de la sexualidad”: Hacia una ética y una política anárquicas de los placeres
con-sentidos

“To have done with the judgement of sexuality”: Toward an anarchic ethics and politics of
con-sensual pleasures

ESTER JORDANA LLUCH

Universidad de Zaragoza (España)

Recibido: 05/04/2025 Aceptado: 06/10/2025

RESUMEN

Los debates contemporáneos en torno a la noción del consentimiento suelen abordar la relación sexual a partir de una contraposición entre la voluntad y el deseo. A partir de las investigaciones efectuadas por Michel Foucault, nuestro trabajo elabora una anarqueología del dispositivo de sexualidad moderno para dar cuenta de cómo se constituye históricamente. Desde la perspectiva de un feminismo posfundacional, se explora la necesidad de desfundamentar ese dispositivo de sexualidad para explorar una nueva cultura del sexo que se despliegue a partir del placer y no del deseo.

PALABRAS CLAVE

DESEO; PLACER; PODER; FEMINISMO CONTEMPORÁNEO: CONSENTIMIENTO

ABSTRACT

Contemporary debates surrounding the notion of consent often approach sexual relations through an opposition between will and desire. Drawing on the research conducted by Michel Foucault, our work elaborates an anarchaeology of the modern sexuality dispositif to account for its historical constitution. From the perspective of a post-foundational feminism, we explore the necessity of ungrounding this sexuality dispositif in order to explore a new culture of sex that unfolds from pleasure and not from desire.

KEYWORDS

DESIRE; PLEASURE; POWER; CONTEMPORARY FEMINISM; CONSENT.

El 28 de noviembre de 1947, Antonin Artaud grababa su poema “Para terminar con el juicio de dios” con el objetivo de emitirlo por radio. Sin embargo, Wladimir Porche, director general de la Radiodiffusion française, prohibió su emisión. Por suerte, se conserva una grabación de la desgarrada voz de Artaud leyendo el poema, que fue publicado posteriormente. En él, el autor conjura el modo de acabar con el “juicio de dios” y afirma que ha encontrado “la forma de terminar de una vez por todas con ese impostor” (Artaud, 2002, pp. 42). Evocando el motto nietzscheano, afirma que la muerte de dios como tal ya ha acontecido, sin embargo, nada se ha transformado porque la creencia en dios se ha desplazado al ser humano. Así, añade: “si nadie cree ya en dios, todo el mundo cree cada vez más en el hombre. Ahora es preciso castrar al hombre” (Artaud, 2002, pp. 42). ¿Cómo? “Llevándolo por última vez/ a la mesa de autopsias para/ rehacerle su anatomía” (Artaud, 2002, pp. 42), y más adelante, “se trata de clavarlo en el corazón, donde/ los hombres más lo aman, bajo la forma de la/ sexualidad enfermiza/ en esa siniestra apariencia de crueldad mór-/bida que reviste cuando, como ahora, se/ complace en convulsionar y enloquecer a/ la humanidad” (Artaud, 2002, pp. 42). Para liberar al ser humano, es necesario hacerle un cuerpo sin órganos: “Cuando ustedes le hayan hecho un cuerpo sin/órganos lo habrán liberado de todos sus auto-/matismos y lo habrán devuelto a/su verdadera libertad (Artaud, 2002, pp. 43).

Como es sabido, Deleuze y Guattari, harían célebre el texto de Artaud al convertir el “cuerpo sin órganos” en un punto esencial de la lectura del deseo efectuada en el Anti-Edipo. Sin embargo, desde una perspectiva posfundacional podríamos decir que hay, al menos, tres lecturas posibles de ese “cuerpo sin órganos”: la de Deleuze y Guattari; la de Lacan; y la de Foucault. Todas ellas operan sobre los mismos supuestos críticos: el postulado de que no hay una “naturaleza humana” que pueda servir como fundamento último de la experiencia; y una impugnación de los modos de “normalización” derivados de ese fundamento.

Para Deleuze y Guattari, el “cuerpo sin órganos” es una consigna subversiva destinada a desterritorializar al deseo buscando abrir líneas de fuga deseantes. Los autores efectúan una conceptualización explícitamente política del deseo, en tanto que lo sitúan como fuerza dinámica y creadora de la realidad social. Para Lacan, el sujeto es ya siempre un “cuerpo sin órganos”: no se configura a partir de un orden natural (los instintos, las pulsiones), sino a partir de la entrada del sujeto en el orden simbólico condicionado por el marco histórico y social. En el caso de Lacan, el psicoanálisis mismo constituye una ética del deseo. Por último, leído en clave foucaultiana, el texto de Artaud apunta hacia dos de los ejes que atraviesan el pensamiento del autor: subraya cómo la “muerte de dios” está atada a la “muerte del hombre”, al tiempo que nos insta a liberarnos del dispositivo de sexualidad moderno tal como ha sido históricamente configurado. En el análisis de ese dispositivo arraiga la diferencia fundamental con Lacan y Deleuze-Guattari: la crítica foucaultiana a la noción de deseo. Como veremos, para Foucault, el deseo es una “invención” histórica que opera en el centro del mismo. El autor nos insta, por tanto, a abandonar ese dispositivo a partir de la invención de una nueva ética y política del placer.

En el debate contemporáneo en torno al consentimiento sexual, la relación entre la voluntad y el deseo se ha convertido en una cuestión central. Para dirimir si ha habido o no consentimiento en una determinada experiencia sexual, es necesario someter a los sujetos a una suerte de interrogación o examen que permita determinar cuál ha sido su voluntad o su deseo. Siguiendo a Foucault a través del motto de Artaud, si el objetivo es “terminar con el juicio de la sexualidad”, es necesario explorar una nueva experiencia de los cuerpos y sus placeres que no remita a una pugna entre voluntades o deseos individuales contrapuestos.

Nuestro recorrido examinará esa doble vinculación del sexo con la ley y el deseo en nuestra cultura occidental. En primer lugar, vamos a sintetizar el modo en que nuestro sexo se ha visto introducido, a lo largo de la historia occidental, en un conjunto de regulaciones y codificaciones cambiantes. En segundo lugar, vamos a examinar las transformaciones de la “sustancia ética” (como la llamaba Foucault) en el seno de las cuales se genera la noción de deseo. En tercer lugar, trataremos de explorar la invitación foucaultiana a salir del dispositivo de sexualidad a través de la invención de una nueva cultura del placer, desplegando algunas direcciones posibles. Por último, situaremos esos postulados en el marco del debate contemporáneo sobre el consentimiento.

Nuestro análisis constituye una aproximación desde el feminismo posfundacional que se despliega teórica y metodológicamente en clave de una anarqueología. Foucault enunciaba ese neologismo en un curso impartido en 1979 desde el postulado de que es necesario cuestionar la necesidad de todo poder, en tanto que se apoya en la contingencia histórica (Foucault, 2024, p.99). Tomando como punto de partida que todo fundamento (arkhé) se sostiene sobre una doble dimensión: la de principio y la de mando o gobierno1, la aproximación anarqueológica busca señalar la compleja red de contingencias históricas que habrían dado lugar a la institución de un fundamento determinado; los múltiples y discontinuos modos de ser que se despliegan de la emergencia de los distintos fundamentos; y el conjunto de prácticas, discursos y tecnologías que los sostienen. En segundo lugar, frente a una política posfundacional que acoge la contingencia del fundamento como espacio de una disputa política en términos de antagonismo (Marchart, 2009), nuestra apuesta es concebir los fundamentos como el efecto de una institución práctica performativa y agencial. Desde ahí, la relación entre fundamentación/defundamentación (grounding/ungrounding) adquiere una dimensión histórica, inmanente y dinámica, no necesariamente mediada por el agonismo o el antagonismo.

Frente al lugar común de la metafísica según el cual el fundamento precede a la institución, nuestra premisa es que la institución precede al fundamento. Invertir esa perspectiva nos permite dar cuenta de cómo es la institución de prácticas, discursos o tecnologías la que sostiene los distintos fundamentos. Desde esa premisa, en todo proceso de fundamentación (grounding) opera un ejercicio de legitimación y neutralización. Por un lado, borra las condiciones históricas y contingentes de su institución, permitiendo que los fundamentos aparezcan como necesarios, esenciales y transhistóricos; y, por otro, hace aparecer determinadas instituciones como el efecto de un acto o momento fundacional originario y constitutivo (ej. el Estado como el efecto del contrato social; el museo como efecto de la experiencia estética2). Por tanto, el proceso político de defundamentación (ungrounding) remite a: revertir esa neutralización dando cuenta de la contingencia y violencia de su institución histórica; examinar las formas de saber, poder y experiencias de sí que ponen en juego; y emprender la tarea de desinstitución3 de las prácticas, discursos o tecnologías que instituyen esos “modos de ser”. Como señala Juan Evaristo Valls-Boix “todo fundamento se instituye con su propio desmontaje” (Valls Boix, 2025, 188).

Un feminismo posfundacional declinado en clave anarqueológica se caracteriza, por tanto, por examinar cómo nuestra cultura ha instituido (a través de prácticas, discursos y tecnologías), distintos fundamentos que han operado históricamente como principios y modos de jerarquizar, dominar, gobernar o producir cuerpos y placeres. Poner el foco en esos fundamentos históricos que operan agencial y performativamente a través de la institución de prácticas, discursos y tecnologías, impide concebir el patriarcado a partir de una perspectiva transhistórica general (Foucault, 2024). En primer lugar, porque cada “sustancia ética” ha modulado diferentes modos de gobernar los cuerpos y los placeres. En segundo lugar, porque, en el seno de las tecnologías, prácticas y saberes destinados a producir un ethos, los sujetos establecen su particular modo de inscribirse en ellas: acogiéndolas, subvirtiéndolas, transformándolas, intensificándolas, evitándolas, reinventándolas, etc. Se abre así una exploración anarqueológica de nuestras formas de gobernar históricamente los cuerpos y sus placeres que pone en el centro la relación entre su fundamentación (grounding) y defundamentación (ungrounding) contingente a través de prácticas, saberes y tecnologías cambiantes. Esa aproximación nos permite mostrar cómo la diferencia sexual se ha conjugado de distintos modos a lo largo de la historia.

  1. La codificación de la sexualidad

    Uno de los ejes que Foucault examina a lo largo de los cursos y libros dedicados a investigar la sexualidad en la cultura occidental es el de los códigos que han marcado la historia de sus prohibiciones y regulaciones. Esa historia muestra cómo la moral sexual occidental se apoya de manera estable sobre tres principios: la limitación de la sexualidad a la procreación; la proscripción del sexo fuera del matrimonio; y la heterosexualidad normativa.

    El análisis efectuado por el segundo y tercer volumen de Historia de la sexualidad (2006b, 2006c) impugna el lugar común de que la antigüedad grecolatina habría gozado de una libertad sexual que el cristianismo vino a limitar. Foucault muestra cómo, de hecho, esos tres principios habían sido ya elaborados durante la época romana y fueron asimilados por el paganismo cristiano. Si bien, como decimos, los principios se mantienen asombrosamente estables, la codificación de la sexualidad se efectúa de formas muy distintas.

    En la antigüedad, la problematización en torno a la sexualidad no responde a un único principio o unidad. Por un lado, si bien el matrimonio (codificado jurídicamente) opera como vínculo fundamental del oikos, mantener relaciones con esclavos/as estaba tolerado. Del mismo modo, si bien las relaciones homosexuales existen en el marco del “amor a los muchachos”, éste aparece como un espacio de problematización del placer desde una perspectiva pedagógica y política. En tanto que un ciudadano libre no puede ser dominado y convertirse en objeto de placer de otro, es necesario aplicar un principio de autodominio cuando el muchacho deviene adulto. Por último, en el campo del cuidado del propio cuerpo, proliferan todo un conjunto de recomendaciones y consejos sobre cómo y cuándo era más favorable tener relaciones sexuales. Foucault analiza esas tres dimensiones como económica, erótica y dietética.

    En el período romano se producirán dos desplazamientos importantes en relación con la codificación de las relaciones sexuales: por un lado, se intensificará el valor del matrimonio y la relación conyugal, fortaleciendo el vínculo monógamo; al tiempo que se desvalorizará el “amor a los muchachos”, fortaleciendo el vínculo heterosexual. Asimismo, aparecerá una nueva preocupación por los riesgos y las enfermedades asociadas al sexo, orientando cada vez más la sexualidad hacia la procreación. En el seno de la moral romana, se forjarán así los tres principios que caracterizan la sexualidad occidental: el sexo se circunscribe a la relación matrimonial; se concibe con finalidad procreadora; y se limita a una relación heterosexual.

    La época cristiana hereda los principios instaurados por el estoicismo romano, pero transformará esos principios éticos de regulación en prohibiciones explícitas. Tanto la pastoral cristiana como el derecho canónico convertirán esos principios en codificaciones rígidas, subordinando el sexo a la procreación; y castigando cualquier vulneración de la fidelidad o de la heterosexualidad. Se prescribirá qué actos están permitidos y cuáles no, algo que no existía en la antigüedad. Foucault (2024) subraya que, si bien esa codificación es rígida, lo que se regula son aquellos tipos de relaciones sexuales que atentan sobre esos principios de codificación, esto es, relaciones fuera del matrimonio, no destinadas a la procreación, o no heterosexuales: desde ahí cabe leer la persecución de la fornicación, el adulterio, el estupro, el rapto, el incesto, la bestialidad y la molicie (Foucault, 2024). Esa codificación en términos de pecado convergerá con una codificación jurídica en el siglo XVI.

    La codificación de la sexualidad moderna estará marcada por una profunda reformulación tanto jurídica como moral. En lo que se refiere al matrimonio, el Código Napoleónico, (que tendrá réplica en numerosos países) conseguirá “mantener a las mujeres en un estado de inferioridad” (Foucault, 2017) pese al impulso de las movilizaciones feministas. El matrimonio se concibe como una relación “natural” previa a todo orden legal, situando la finalidad procreadora del mismo y su forma monogámica como parte de esa naturaleza, de ahí que, aunque la ley revolucionaria permitía el divorcio, éste debía ser estrictamente regulado.

    A lo largo de la segunda mitad del siglo XX, asistimos a un intenso proceso de recodificación jurídica de la sexualidad impulsado por el movimiento feminista y LGTBIQ+. Se ha impugnado la subordinación jurídica y social de la esposa respecto a su marido (que se extendió hasta bien entrado el siglo XX); se ha impugnado la regulación sobre la monogamia despenalizando el adulterio; se han habilitado formas jurídicas alternativas al matrimonio; se ha despenalizado la sexualidad y legalizado el matrimonio homosexual; se ha legalizado el divorcio y el aborto; se han ampliado los modelos de familia quebrando la heterosexualidad normativa; se han ampliado los derechos reproductivos; se han establecido los derechos de las personas transexuales e intersexuales; y se han impulsado leyes contra la violencia sexual, pasando de ser considerada un delito “contra la honestidad” a ser un delito contra la libertad y autodeterminación sexual, con el consentimiento como eje central.

  2. De la aphrodisia al deseo

    Una de las transformaciones fundamentales que incorpora Foucault en su investigación sobre la sexualidad es dar cuenta de cómo, más allá de los códigos, es necesario analizar los marcos de experiencia en los que se inscribe esa sexualidad a lo largo de la historia. Foucault analiza tres formas de experiencia histórica: la aphrodisia grecorromana, la carne cristiana y la sexualidad moderna.

    La aphrodisia caracteriza tanto los actos o gestos que procuran placer, como la fuerza y el impulso que conduce a ellos. Se trata de una energeia que es vivida como una fuerza siempre excesiva y desbordante que es necesario aprender a limitar y dominar:

    […] para los griegos, dentro del orden de la conducta sexual, el objeto de la reflexión moral, y no exactamente el propio acto (contemplado en sus distintas modalidades) o el deseo (considerado según su origen o su dirección) o incluso el placer (medido según los distintos objetos o prácticas que pueden provocarlo); se trata más bien de la dinámica que los une a los tres de manera circular (el deseo que lleva al acto el acto que está ligado al placer y el placer que suscita al deseo) (Foucault, 2006b, pp. 44).

    Esa aprhodisia se concibe en el marco de una problematización en torno a la dominación, la actividad y la pasividad en el sexo (Foucault, 2013, pp.128). La sexualidad antigua se mide según un principio de actividad caracterizado por el papel activo o pasivo que se ejerce en el acto sexual. Por tanto, la sexualidad griega está completamente concebida desde el lado masculino y cómo, a través de la eyaculación, el hombre arriesga a perder fuerza y a perder el dominio sobre sí mismo. La relación activa y pasiva orbita en torno a la penetración; situando del lado de la pasividad a mujeres, esclavos y “muchachos” (Foucault, 2013, pp.199). Esa disposición asimétrica del placer se replica en el marco del “amor a los muchachos”, donde el placer del “muchacho” no tiene ninguna importancia, lo que está en juego es el placer del “hombre” (Foucault, 2013, pp.129).

    Foucault examina cómo la unidad de placer y deseo que caracterizaba la aphrodisia griega fue transformándose progresivamente y recentrándose en torno a la noción de deseo. En el segundo volumen de Historia de la sexualidad, analiza cómo, a través de la pregunta platónica por el verdadero amor, se produce una primera elisión entre placer y deseo que posteriormente será profundizada y fijada por el estoicismo. Si en la experiencia griega el dominio sobre sí se producía sobre el impulso de la aphrodisia, en el marco del estoicismo aparece una reflexión sobre la necesidad de dominar el deseo, la epithumia.

    En el marco del cristianismo, la problemática en torno al deseo se inscribirá dentro de una sustancia ética distinta: la carne, que se caracteriza por la búsqueda de la pureza. En el marco de esa nueva experiencia, se invierte el principio de actividad que giraba en torno a la erección y la eyaculación masculina: el cristianismo concebirá esa misma erección como un acto de pasividad, un castigo derivado del pecado original (Foucault, 2003, pp.57).

    Por tanto, a lo largo del cristianismo, la problemática en torno al dominio de sí que caracterizaba la aprhodisia se convierte en una interrogación en torno al propio deseo en vistas a erradicarlo. Se implementarán todo un conjunto de tecnologías destinadas al examen de conciencia y el autodesciframiento del propio deseo. El objetivo es buscar cuál es el origen del mismo para establecer su estatuto e impedir que se introduzca en el alma (Foucault, 2006b, pp. 39). En el cristianismo, por tanto, se produce simultáneamente una “subjetivación” de la aphrodisia y una “objetivación” del deseo que marca una invención histórica y cultural que llegará hasta el dispositivo de la sexualidad moderna (Foucault, 2020, pp. 183).

    Por tanto, la sexualidad moderna retoma y transforma la sustancia ética del cristianismo. Por un lado, mantendrá la separación entre el deseo y el placer y la primacía del primero sobre el segundo. Por otro, desplazará todas las tecnologías desplegadas en torno a la “hermenéutica de sí” al campo de las ciencias humanas a través del psicoanálisis y la psicología. En la serie de seminarios impartidos en la Universidad de São Paulo en octubre de 1975 –publicados recientemente en el volumen Généalogies de la séxualité (2024)– Foucault enfatiza cómo la transformación de la sexualidad antigua a la moderna se caracteriza por dejar de centrarse en el tipo de relaciones o actos permitidos o prohibidos para considerarse como un instinto, fuerza o pulsión del individuo. A través de las tecnologías de la dirección de conciencia, el deseo se conforma como el ámbito sobre el que deberá interrogarse el sujeto para desentrañar la verdad sobre su sexualidad. El acto sexual y la conducta sexual remiten, en último término, al deseo. Así, Foucault afirma que, desde el siglo XVII, el dominio de la sexualidad se ha logrado gracias a la eliminación del placer y la reducción de la sexualidad al deseo (sic.). Si, en culturas que despliegan un ars erótica, de lo que se trata es de llevar la sexualidad hacia sus límites situando en el centro el placer, la sciencia sexualis propia de nuestra modernidad, desvía la atención hacia el deseo y la necesidad de examinarlo y analizarlo (Foucault, 2024, pp. 231).

    En el primer volumen de Historia de la sexualidad, Foucault hará célebre su impugnación de la tesis de que lo que caracteriza a la sexualidad moderna es estar sometida a mecanismos represivos y coercitivos de los cuales deberíamos liberarnos. El dispositivo moderno ha situado la sexualidad en el seno de una nueva codificación atravesada por la dimensión de lo normal y lo anormal, lo saludable y lo patológico. La sexualidad se concibe como un continuo de la vida humana presente ya en la infancia; y es objeto de atención y vigilancia, en tanto que de ella se pueden derivar patologías diversas; se regula intensamente en términos reproductivos. Asimismo, se convertirá en objeto de discurso y, a través del mismo, en objeto de conocimiento (por parte de la psiquiatría, la psicología o el psicoanálisis). El deseo es el concepto central de ese dispositivo, de ahí que Foucault insista en señalar que no es apelando al mismo como abriremos un espacio de transformación de nuestra experiencia sexual:

    No hay que creer que diciendo que sí al sexo se diga que no al poder; se sigue, por el contrario, el hilo del dispositivo general de sexualidad. Si mediante una inversión táctica de los diversos mecanismos de la sexualidad se quiere hacer valer, contra el poder, los cuerpos, los placeres, los saberes en su multiplicidad y posibilidad de resistencia, conviene liberarse primero de la instancia del sexo. Contra el dispositivo de sexualidad, el punto de apoyo del contrataque no debe ser el sexo-deseo, sino los cuerpos y los placeres (Foucault, 2006a, pp. 191).

    De nuevo, podemos ver cómo la institución de una nueva forma de experiencia se efectúa a través de todo un conjunto de prácticas, discursos y tecnologías que fundamentarán una jerarquización de los cuerpos y placeres. A lo largo del siglo XX, las movilizaciones del feminismo y del activismo LGTBIQ+ han constituido ese dispositivo de sexualidad moderna como su campo de batalla, subvirtiendo su producción y clasificación de los sexos y sus placeres en base a normales y anormales. Sin embargo, como expone crudamente Paul B. Preciado, “abandonar el régimen de la diferencia sexual significa[ba] dejar la esfera de lo humano y entrar en un espacio de subalternidad, violencia y control” (Preciado, 2020, pp. 31).

    Podemos comprender el empeño de Foucault, en abandonar la noción de deseo: si queremos efectuar una respuesta política al “dispositivo de sexualidad” no puede apoyarse en la tríada sujeto-deseo-verdad que lo ha erigido. De ahí la reivindicación foucaultiana de la categoría de placer: hacer “del placer el punto de cristalización de una nueva cultura: hay en ello, creo, un enfoque interesante” (Foucault, 2013, pp. 119).

  3. Ley y deseo

    Como hemos visto, la codificación de nuestra sexualidad –sea bajo una formulación moral, jurídica, religioso o médica– ha redundado en tres principios: el matrimonio monógamo; la heterosexualidad normativa; y la prescripción de la procreación como finalidad del sexo. Por tanto, podemos ver cómo la defudamentación política de esos principios ha ido en la dirección de formular alternativas al matrimonio monógamo (amor libre, poliamor, anarquismo relacional, abolición de la familia; etc.); ha impugnado la heterosexualidad normativa desde la cual se han proscrito los afectos y los placeres homosexuales, lésbicos, bisexuales o transexuales; y se ha luchado contra la sumisión del sexo a una finalidad procreativa a través de la autogestión de la natalidad y la reivindicación del derecho al aborto. Ese proceso general de descodificación de la sexualidad ha tenido que lidiar, por tanto, con las formas de codificación de esos principios: sea bajo principios morales (la virtud, la castidad); religiosos (los distintos pecados); jurídicos (los delitos sexuales) o médicos (las patologías sexuales).

    Por otro lado, hemos visto cómo la historia de nuestro sexo no puede trazarse en línea recta: orbita en torno a distintas formas de experiencia caracterizadas por Foucault como la aphrodisia, la carne y la sexualidad. El sexo en la antigüedad situaba en el centro la asimetría entre la actividad y la pasividad (en relación con la eyaculación masculina). El sexo cristiano situaba en el centro la pureza, erigiendo la sexualidad “pura” frente al sexo impuro. La sexualidad moderna situaba en el centro la sexualidad “normal”, que proscribía como anormales y enfermos los cuerpos y placeres no normativos.

    Entre la codificación de la sexualidad y las distintas “sustancias éticas”, se abre el espacio en que los individuos se inscriben en esa doble dimensión: encarnando y haciendo suyos esos valores y principios o subvirtiéndolos, acatando las reglas y leyes o desobedeciéndolas. En el marco de esas movilizaciones emergen los “cuerpos sin órganos” que desde Deleuze y Guattari, desde Lacan o desde Foucault buscaban subvertir esos dispositivos de normalización de la sexualidad.

    Ahora bien, como anticipábamos, la diferencia entre esas propuestas estriba en que, para Foucault, para subvertir ese dispositivo de sexualidad es necesario abandonar la noción de deseo. Más allá de una mera alternativa de términos y conceptos, ¿en qué sentido la categoría de deseo puede limitar esas prácticas políticas transformadoras? Si bien Foucault evitó toda confrontación directa o polémica tanto como con Lacan como con Deleuze y Guattari, su empeño en elaborar una genealogía del sujeto de deseo a lo largo de los años ochenta quizás pueda leerse como una larga respuesta de Foucault a ambas propuestas.

    Dos pequeños guiños del autor indican en qué dirección puede elaborarse esa respuesta. Se trata de dos alusiones a Deleuze y Guattari y a Lacan, respectivamente. En la primera clase de El gobierno de los vivos, Foucault describe la sala de justicia de Septimo Severo contraponiéndola a la tragedia de Edipo. En el marco de esa comparación, afirma “se darán cuenta entonces de que el Anti-Edipo existe, sin duda. Dión Casio ya lo conocía” (Foucault, 2014, pp. 21). Esa alusión aparentemente chistosa apunta, sin embargo, a la lectura de Edipo como una problemática que no orbita en torno al deseo, sino en torno a las relaciones entre el poder y la verdad.

    La discusión velada con Deleuze fue explicitada parcialmente por el autor en su texto “Deseo y placer”. Deleuze defiende la primacía del deseo sobre el poder, señalando que, para él y Guattari, la noción de “agenciamientos del deseo” precede a los dispositivos de poder analizados por Foucault. Por tanto, dice Deleuze, el poder sigue manteniendo un “efecto represivo” en tanto que aplasta “los puntos de formación del deseo”. Esa inversión le lleva a plantear que el problema para él es más bien la cuestión de cómo el poder puede ser deseado, calificando el poder como una “enfermedad del deseo” (Deleuze, 2004, pp. 21).

    En efecto, en el Anti-Edipo, Deleuze y Guattari, abordan explícitamente esa cuestión cuando señalan que el objetivo del esquizoanálisis es:

    analizar la naturaleza específica de las catexis libidinales de lo económico y lo político; y con ello mostrar que el deseo puede verse determinado a desear su propia represión en el sujeto que desea (de ahí el papel de la pulsión de muerte en el ramal del deseo y de lo social) (Deleuze y Guattari, 1984:110).

    Así, para distinguir la catexis revolucionaria de la catexis fascista o reaccionaria Deleuze y Guattari se ven obligados a apoyarse en una doble distinción entre el carácter consciente de la primera e inconsciente de la segunda; y la dicotomía entre dominantes y dominados, de modo que la primera se define por un deseo que “recorta el interés de las clases dominadas” mientras la segunda actúa en “interés de las clases dominantes” (Deleuze y Guattari, 1984:111).

    Por tanto, desde una perspectiva foucaultiana, si el poder es una “enfermedad del deseo”, si el problema es que deseamos el poder, volvemos a caer en la trampa de tener que examinar el origen y dirección de nuestro deseo: ¿es inconsciente y fascista o es consciente y revolucionario?

    En relación con Lacan, en el curso de Hermenéutica del sujeto, Foucault alude directamente al autor4 para afirmar que habría hecho resurgir en el interior del psicoanálisis la tradición de la epimeleia heautou. Ahora bien, tras esa correspondencia se pregunta: “¿se puede, en los términos mismos del psicoanálisis, es decir, de los efectos del conocimiento, plantear la cuestión de las relaciones del sujeto con la verdad, que [...] no puede, por definición, plantearse en los términos mismos del conocimiento?” (Foucault, 2005, pp. 42). El modo en que está formulada la pregunta es indicativo de la posible respuesta de Foucault.

    Si, como señala Lacan, la ética del psicoanálisis es una ética del deseo, si el psicoanálisis permite que cada cual, con su trabajo analítico, encuentre el modo de hacer con su deseo a través de su práctica y de la ardua tarea de desentrañar su experiencia singular, no es una práctica que prometa transformaciones políticas; no es una práctica dirigida a transformar aquello que, de forma contingente e histórica, instituye el orden simbólico.

    La objeción de Foucault a la noción de deseo, que puede situarse como matriz de la crítica de ambas propuestas es que no basta con “desantropologizar” el deseo, situándolo como una categoría que no opera dentro de los mecanismos de normalización. La categoría de deseo, lejos de ser una categoría neutral, es el efecto de una particular correlación histórica entre determinadas formas de saber y poder:

    Si comparamos esa experiencia con la nuestra, en la que todo el mundo –tanto el filósofo como el psicoanalista– explica que lo importante es el deseo y el placer no es nada, podemos preguntarnos entonces si esta separación no fue un acontecimiento histórico que no era en absoluto necesario y no estaba ligado ni a la naturaleza humana ni a una necesidad antropológica cualquiera (Foucault, 2013, pp.131).

    La crítica de Foucault al concepto de deseo es triple: por un lado, el deseo es una “invención” que surge de una particular articulación entre una tecnología del yo, determinadas tecnologías de poder y un régimen de verdad; por otro, la concepción del deseo como dinamismo que escapa a la voluntad del propio sujeto es lo que justifica su entrada en todo un conjunto de tecnologías de poder destinadas a conducirlo; por último, el examen del deseo se inscribe en el marco de una producción de verdad sobre sí mismo que mantiene la problemática del origen y la dirección.

  4. Hacia una ética y una política de los placeres con-sentidos

    El recorrido que hemos realizado por nuestra historia de la sexualidad de la mano de Foucault, nos ha permitido mostrar cómo cada arkhé opera como principio, al tiempo que despliega formas de dominio, jerarquización, asimetría, prohibición o prescripción de los cuerpos y sus placeres. Tanto desde el principio activo de aphrodisia que sustenta la virilidad grecorromana; como desde la carne que vehicula la ascesis cristiana; o desde la sexualidad que se inscribe en una naturaleza humana moderna; se han proscrito y prescrito placeres de unos cuerpos en provecho de otros sobre la base de su virilidad, su pureza o su naturaleza.

    Ahora bien, desde esa perspectiva, podemos dar cuenta de cómo las estrategias de defundamentación desplegadas a lo largo de esa historia, han tenido que lidiar tanto con el cuestionamiento de esos fundamentos como con la desinstitucionalización de las prácticas, discursos y tecnologías que los sostenían. Por tanto, la experiencia cristiana de la carne solo pudo erigirse a partir de la defundamentación de la aphrodisia grecorromana, del mismo modo que la experiencia moderna de la sexualidad solo pudo erigirse a partir de la defundamentación de la carne cristiana. En cada una de esas transformaciones, como hemos visto, acontecen todo un conjunto de procesos de institución/desinstitución de las prácticas, discursos y tecnologías que sustentan en términos agenciales y performativos esos fundamentos.

    La propuesta de Foucault de subvertir el “dispositivo de sexualidad” situando en el centro a los cuerpos y los placeres, si bien de entrada parece sencilla, apunta a una forma de experiencia que jamás se ha dado en nuestra cultura. Si bien Foucault no despliega demasiado de qué herramientas podemos servirnos para desarrollar esa cultura del placer, nos deja algunas pistas que pueden servir como punto de partida: la caracterización del placer como un acontecimiento y como una relación.

    En una entrevista realizada en 1978 “Le gai savoir”, al hilo de contraponer la noción de deseo a la noción de placer, Foucault caracteriza el placer como un “acontecimiento exterior al sujeto, o en el límite del sujeto, en ese algo que no es del cuerpo ni del alma, que no está dentro ni fuera, una noción no asignada y no asignable” (Foucault, citado en Davidson, 2004, pp. 306). Por otro lado, en el coloquio de una reunión con Arcadie en 1979, afirma: “El placer es algo que pasa de un individuo a otro; no es una secreción de la identidad. El placer no tiene pasaporte, no tiene documento de identidad” (Foucault, citado en Davidson, 2004, pp. 306).

    Lejos de una elucubración meramente conceptual, Foucault basa sus reflexiones en las experiencias de los colectivos S/M y el diálogo con activistas como Gayle Rubin. El reto es explorar una nueva política sexual que desfundamente el dispositivo moderno de sexualidad y de las prácticas, discursos y tecnologías que lo sostienen. Para ello, los placeres disidentes pueden servir de inspiración para deshacernos de todas las categorías forjadas por el dispositivo de sexualidad y de todas las formas de identidad derivadas del mismo, para situar en el centro los cuerpos y sus placeres. Gayle Rubin lo formulaba de una manera muy bella:

    El sueño que me parece más atractivo es el de una sociedad andrógina y sin género (aunque no sin sexo), en que la anatomía sexual no tenga ninguna importancia para lo que uno es, lo que hace y con quién hace el amor (Rubin, 1986, pp. 135).

    A partir de esa doble caracterización del placer como acontecimiento y como relación podemos vislumbrar cómo se dibuja, desde esos postulados, una práctica del placer que emerge de esas experiencias disidentes. Pensar el placer como acontecimiento comporta concebirlo como algo que puede suceder o no suceder, que puede producirse o no. Por tanto, es un placer que no se deriva ni remite a ningún principio naturalista, no está localizado en determinados puntos del cuerpo en detrimento de otros. Una nueva ética de los placeres no se construirá situando el clítoris allí donde antes solo existía el falo, sino deconstruyendo toda política del placer que se apoye en el dimorfismo y la diferencia sexual, desde el cual nunca tuvo cabida el placer de las mujeres, pero tampoco el placer homosexual, el placer bisexual, el placer intersexual o el placer transexual. Por tanto, habrá que hacer a un lado la identificación del placer con una sexología del placer orgánico que se remita a circunscribir el placer a determinados órganos sexuales o zonas sexuales (el pene; el clítoris; la boca; el ano; el cuello; la mano; el pie; etc.). Asimismo, será necesario dejar de identificar el placer con el placer sexual y éste como el origen de todos los placeres posibles (Foucault, 1999, pp. 420).

    Ahora bien, del mismo modo que no puede localizarse, no puede asegurarse: no hay técnica, ni juego, ni práctica que garantice su emergencia. Por tanto, no existe pizarra en la que situar ese cuerpo, no responde a técnicas de placer basadas en la optimización. No es algo dado, no es algo que pueda simplemente ser desencadenado a partir de determinadas técnicas o mecanismos. Es algo que debe ser creado, inventado, producido en tanto que acontecimiento.

    Concebir el placer como acontecimiento comporta impugnar toda finalidad (télos) que no sea el placer mismo. Como hemos visto, bajo distintas formas históricas, nuestra cultura ha subordinado la sexualidad a la procreación, a la monogamia y a la heterosexualidad, ha instrumentalizado el sexo vaciándolo de placer. Asimismo, cabe impugnar el modo en que la sexualidad fundacional ha erigido unos cuerpos de placer en detrimento de otros, basándose en una jerarquización que se apoya sobre la virilidad, la pureza o la normalidad.

    En segundo lugar, pensar el placer como estrictamente relacional es concebirlo como algo que se produce en la relación entre cuerpos. Las asimetrías, alternancias, jerarquías o inversiones en esa relación, se conciben como formas de producir ese placer. Por tanto, es un placer que no instrumentaliza o se sirve del cuerpo de otro(s) para el propio placer. No opera a partir de un ejercicio de dominación sobre otro cuerpo. Por extensión, impugna el sexo como instrumento y forma de dominio político o social derivado de los distintos fundamentos históricos: sexo como forma de dominio en la polis, en el feudo, en la guerra, en las colonias, en las fábricas, en las familias, en las instituciones. Por tanto, desfundamentar el dispositivo de sexualidad moderno, comporta sustraer de la categoría general de “relación sexual” todo uso del sexo derivado de formas de instrumentalización del mismo para someterlo a determinados fines sociales o políticos.

    Esa es la dimensión a la que apuntan Rita Segato, cuando defiende que “la expresión ‘violencia sexual’ confunde, pues aunque la agresión se ejecute por medios sexuales, la finalidad de la misma no es del orden de lo sexual, sino del orden del poder” (Segato, 2016, pp. 18); y Laura Llevadot, cuando sustrae la relación sexual del trabajo sexual y, en general, de toda relación donde el sexo se inscriba en una relación instrumental: “que alguien trate a otro como objeto de deseo, no es ni relación ni es sexual” (Llevadot, 2022, pp. 106). Tendríamos, pues, aquí una forma de pensar el consentimiento, derivada de esos placeres disidentes: con-sentir concebido como un sentir-placer-con. Esa acepción del consentimiento como un sentir-con de los cuerpos, abre una nueva ética y una nueva política del placer.

    Nuestra hipótesis es que situarnos en el marco de explorar una nueva cultura del placer puede servirnos para salir del atolladero práctico y conceptual en que nos hallamos cuando, en el debate contemporáneo en torno al consentimiento positivo, nos movemos entre la ley y el deseo. El juicio sobre la sexualidad no deja de oscilar entre el sujeto de voluntad y el sujeto de deseo, remitiendo el uno al otro, contraponiendo el uno al otro: “¿Qué hiciste?” “¿Qué querías?” “¿Si lo hiciste, por qué dices que no querías?”.

    Ciertamente, la doctrina del consentimiento afirmativo tiene sus límites. Sobre todo, porque la noción de consentimiento puede declinarse, al menos, de tres maneras: desde el sujeto de voluntad, desde el sujeto de deseo y desde el sujeto de placer; tres formas de consentimiento que dibujan también tres formas de concebir la sexualidad.

    Hay un sexo concebido desde el paradigma de la ley. Es el sexo concebido como una relación entre dos voluntades, donde lo que está en juego es cómo actúa una voluntad en relación con la otra. Desde esa concepción del sexo, opera la primera acepción de consentimiento, esto es, consentimiento como sinónimo de una voluntad que se ha expresado de manera clara y explícita. Esa lógica del consentimiento se concibe desde la identificación entre el sujeto de voluntad y el sujeto de deseo.

    Ese sexo concebido como una relación entre voluntades adopta la lógica del contrato donde se reivindica que el sujeto manifieste que sus actos son libres y no coaccionados (sea por la violencia o por otro tipo de coacción). En ese paradigma, la violencia sexual se concibe como el sometimiento de una voluntad a otra. La doctrina del llamado “consentimiento afirmativo” en el ámbito jurídico (pasar del “no es no” al “solo sí es sí”) estaba destinada a cubrir judicialmente aquellos casos en que, no habiéndose manifestado un “no”, tampoco se ha manifestado un “sí”. En tanto que uno de los efectos de las situaciones de violencia es el bloque o la parálisis, ese cambio resulta judicialmente fundamental. El objetivo era mostrar que agresión sexual y consentimiento son, por tanto, mutuamente excluyentes

    En segundo lugar, hay un sexo concebido desde el paradigma del deseo. Desde aquí, opera la segunda acepción de consentimiento según la cual consentir se concibe como ceder o conceder. En esa segunda noción de consentimiento, el sujeto de deseo y el sujeto de voluntad no se corresponden: o bien porque se sabe que en el fondo no se desea lo que se hace; o bien porque no se sabe qué se desea. Desde una perspectiva fundacional el deseo, donde éste se concibe como el efecto de un impulso o pulsión, el sujeto está en condiciones de afirmar su deseo respecto a su voluntad, puede decir “yo deseo o yo no deseo”. Desde una perspectiva posfundacional, sin embargo, las cosas se complican. Desde la perspectiva de Deleuze y Guattari, el deseo es concebido, como veíamos, como una dimensión social pre-subjetiva productora de realidad a través del agenciamiento (Deleuze y Guattari). Desde esa perspectiva el deseo es productor y creador de agenciamientos que, sin embargo, disputan otros agenciamientos del deseo. Por tanto, del mismo modo que había un deseo fascista o uno revolucionario, hay una configuración del deseo molar y patriarcal que, en todo caso, el feminismo disputa, desterritorializándolo, para generar nuevos agenciamientos. Desde la perspectiva lacaniana, el sujeto se concibe como constituivamente escindido, atravesado simbólicamente por una falta constitutiva desde la que opera la repetición y el goce. Por tanto, el deseo es, desde aquí, aquello de lo que el sujeto debe reapropiarse para, de algún modo, restituir el hiato constitutivo que lo separa del sujeto de voluntad.

    De esa falta de correspondencia entre voluntad y deseo se derivan las dos críticas fundamentales a la doctrina del consentimiento afirmativo: la del feminismo radical y la del “feminismo del deseo”. Para el feminismo radical, enunciado de forma emblemática por Catharine Mckinnon (2023), el consentimiento en una sociedad desigual es siempre consentir en esa segunda acepción, esto es, ceder o conceder. La asimetría estructural del propio patriarcado, que se articula con la desigualdad política de clase y raza, hace que la correspondencia entre el sujeto de deseo y de voluntad esté vetada estructuralmente. En respuesta a ese enfoque cabe subrayar que, si bien es necesario señalar cómo operan esos marcos estructurales, es necesario también reivindicar el ámbito de agencia situada, de lo contrario, se dibuja, desde esa perspectiva, una correspondencia a priori entre potenciales agresores y víctimas que corre el riesgo de reforzar la cultura securitaria contemporánea que busca gobernar la sexualidad a través del peligro. En lugar de un análisis en términos estructurales, se trata, de dilucidar bajo qué condiciones coactivas concretas opera esa concesión y, en su caso, cuáles son constitutivas de delito (abuso de poder, extorsión, chantaje, etc.). Cabe subrayar también que, aun en esas condiciones estructurales de desigualdad, esa lectura minimiza la agencia performativa de los sujetos. Si algo ha mostrado el feminismo y las luchas LGTBIQ+ es la capacidad de resistencia, disidencia e impugnación a los mandatos de sexo y género impuestos por el dispositivo de la sexualidad moderna.

    Para el “feminismo del deseo”, enunciado por análisis como los de Katherine Angel (2021), Clotilde Leguil (2023) o Clara Serra (2024), la cuestión es que el deseo siempre es de algún modo oscuro, inaccesible para el propio sujeto, de modo que el mandato de claridad que exige la primera acepción de consentimiento, sería imposible de satisfacer. En respuesta a ese análisis cabe subrayar que el postulado de que el deseo es oscuro y que no podemos acceder a él caracteriza, como hemos visto, la tecnología de sí propia del dispositivo de sexualidad. Foucault daba cuenta de cómo a través del cristianismo, deseo y voluntad dejan de concebirse como dos facultades en pugna para pensarse como parte de un mismo dinamismo: el deseo es una voluntad que “quiere” por sí misma, una voluntad convertida en otra que ella misma (Foucault, 2024). Las reticencias de Foucault hacia la categoría de deseo remitían a que esa concepción del deseo como algo oscuro e inaccesible se generó en el seno de las tecnologías de dirección de conciencia destinadas al gobierno de la vida de los individuos, que fueron posteriormente reconvertidas, en el marco de las ciencias humanas y sociales, en tecnologías psicológicas y psicoanalíticas. Desde esa perspectiva, parafraseando la locución de Foucault que Katherine Angel toma como leitmotiv de su libro, si el “buen sexo” depende de un deseo que hace imposible la “relación sexual”, el buen sexo seguirá siendo “para mañana”.

    Si el objetivo es deshacernos del dispositivo de sexualidad y avanzar hacia una nueva cultura sexual, es necesario pensar y experienciar el sexo de otro modo. La innovación del dispositivo de sexualidad moderno consistió en dejar de concebir el sexo en términos de relación, para hacerlo desde la perspectiva del individuo: no solo en términos de una voluntad frente a otra voluntad; y un deseo, frente a otro deseo; también en términos de un deseo oscuro para la propia voluntad, un deseo concebido como una voluntad que quiere por sí misma, que escapa al sujeto. Ante esto el sujeto podrá, en todo caso, aspirar a reapropiarse de ese deseo. Por tanto, todo abordaje del sexo que pase por interrogar la voluntad o examinar el deseo de los sujetos, aunque sea para señalar su imposibilidad de responder a la pregunta o subrayar la imposibilidad constitutiva de toda relación en el marco de las sociedades modernas individualistas, opera desde ese dispositivo.

    El problema es que, en una cultura sexual basada en la satisfacción de la voluntad y el deseo individual, el consentimiento puede verse quebrado en cualquier momento. En uno y otro caso, puede suceder que, sea por el sometimiento de la voluntad o por el sometimiento del deseo (en un amplio rango de estrategias de poder que pueden ir desde la violencia y la coacción, a la manipulación o la seducción) un cuerpo se sirva de otro para satisfacer sus necesidades o deseos (reales o imaginados). En un extremo de ese rango tenemos las violencias, las agresiones sexuales, los abusos de poder y autoridad en los que media el sexo; en el otro extremo tenemos una cultura sexual que concibe la sexualidad a partir de cuerpos individuales que buscan satisfacerse a través de otro(s) cuerpo(s).

    Si de lo que se trata es de generar una nueva cultura sexual que desborde el dispositivo de sexualidad moderno, es necesario reinventar –más allá del sujeto de voluntad y del sujeto de deseo– una dimensión relacional de los placeres. Solo desde ahí cabe situar el consentimiento como un sentir-con de los cuerpos. Por tanto, se trata de dejar de concebir el sexo desde la perspectiva de la voluntad y el deseo individuales (y sus conflictos), para situarlo como uno de los acontecimientos posibles de un placer anárquico, co-creado, co-inventado y, por tanto, con-sentido. Desde esa perspectiva, podremos “terminar con el juicio de la sexualidad” y transformar la doble interrogación surgida de la ley y el deseo (“¿Cuál es tu voluntad?”, “¿Cuál es tu deseo?”) en una pregunta totalmente distinta: ¿cuáles son las condiciones éticas y políticas para que acontezca relacionalmente un placer sin arkhé?

    Se trata de explorar un placer que opere desde el principio de anarquía (Schürmann, 2017); es decir, un placer que emerja a partir de la desinstitución de las prácticas, saberes y tecnologías que han sostenido los fundamentos mediante los cuales se han jerarquizado los placeres de unos cuerpos en detrimento de los de otros. Un placer sin arkhé es, por tanto, un placer “sin porqué”, que no se deriva de ningún fundamento previo que opere como principio de gobierno de los cuerpos. El placer anárquico no es, por tanto, un telos –una finalidad, aquello que se busca y se persigue–, sino un acontecimiento; no remite a un goce subjetivo, sino a una experiencia con-sentida; no opera desde la voluntad, sino desde el abandonarse y el dejarse llevar. No surge desde la apropiación de otros cuerpos, sino desde un dejar-ser de los mismos. No busca la duración ni la intensidad, sino el juego mismo. Un placer sin arkhé es un placer liberado de la gramática de la dominación. Como hemos visto, nuestra cultura sexual nunca ha orbitado en torno a una experiencia semejante. 

  5. Referencias Bibliográficas

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    Ester Jordana Lluch es Profesora Permanente Laboral en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Zaragoza.

    Líneas de investigación:

    Pensamiento posfundacional, pensamiento crítico contemporáneo.

    Publicaciones recientes:

    (2025). Anarqueología de la obra de arte: La dimensión anárquica de la estética” posfundacional. En: Llevadot, Laura y Valls Boix, Juan Evaristo (eds.) Estética Posfundacional: Arte político y políticas del arte en el pensamiento contemporáneo. Madrid: Dykinson.

    (2025). Gobernar una emergencia: una revisión crítica del análisis agambeniano de la pandemia. Fractal, Rev. Psicol., 37, Dossiê V Colóquio Michel Foucault: a judicialização da vida. https://doi.org/10.22409/1984-0292/2025/v37/65992

    (2025). «Nunca fuimos posmodernos». Constelaciones del pensamiento posfundacional: una lectura de Oliver Marchart. Enrahonar. An International Journal of Theoretical and Practical Reason, 74, 13–35. https://doi.org/10.5565/rev/enrahonar.1616

    Email: ejordana@unizar.es

1 Este trabajo forma parte de los proyectos de investigación «Pensamiento Contemporáneo Posfundacional-II: Análisis teórico-crítico de la ontología de la institución y sus fundamentos contingentes» (PID2023-146898NB-I00) y «Por una historia conceptual de la contemporaneidad. La contemporaneidad clásica y su dislocación: de Weber a Foucault» (PID2020-113413RB-C31), financiados por el Ministerio de Ciencia e Innovación. La exploración simultánea del arkhé como principio y como mando se inscribe en las hipótesis que impulsaron la primera fase del proyecto «Pensamiento Contemporáneo Posfundacional: Análisis teórico-crítico de las ontologías contemporáneas de la negatividad y la cuestión de la violencia del fundamento (PID2020-117069GB-I00)»

2 Jordana Lluch, Ester. “Anarqueología de la obra de arte: La dimensión anárquica de la estética” posfundacional. En: Llevadot, Laura y Valls Boix, Juan Evaristo (eds.) (2025). Estética Posfundacional: Arte político y políticas del arte en el pensamiento contemporáneo. Madrid: Dykinson.

3 Utilizamos la noción de desinstitución y no destitución en un sentido agambeniano. A nuestro juicio, desde una perspectiva foucaultiana, las prácticas, discursos o tecnologías instituyen modos de ser, por tanto, no se conciben como vínculos o relaciones que cabría interrumpir convirtiéndolos en inoperantes desde una potencia destituyente (Agamben, 2014, 285).

4 La investigación foucaultiana en torno a la aphrodisia antigua da réplica asimismo a la lectura efectuada por Lacan en el Seminario 6 “El deseo y su interpretación”, donde concebía esa ética del dominio de sí como una “ética del amo”, de la cual el deseo quedaba excluida.

© Contrastes. Revista Internacional de Filosofía, vol. XXX Nº3 (2025), pp. 126-144. ISSN: 1136-4076

Departamento de Filosofía, Universidad de Málaga, Facultad de Filosofía y Letras

Campus de Teatinos, E-29071 Málaga (España)

Contrastes vol. XXX-Nº3 (2025)