La (imposible) cuadratura del círculo. Pi, fe en el caos (Pi, Darren Aronofsky, 1998) y los límites del conocimiento científico

 

The (Impossible) Squaring of the Circle. Pi (Darren Aronofsky, 1998) and the Limits of Scientific Knowledge

 

Enric Burgos

Universitat de València, España

enric.burgos@uv.es

Resumen:

El presente artículo se propone investigar la mirada crítica que Pi, fe en el caos dedica al imaginario cientifista moderno que su protagonista encarna. Apoyándonos en los planteamientos de Stanley Cavell y recurriendo al análisis fílmico, examinamos diversas escenas clave del filme que nos permiten valorar la pérdida de contacto vital con la realidad que Max sufre como consecuencia de su excesivo racionalismo. Evaluamos primeramente cómo el deseo de Max de alcanzar una explicación matemática, objetiva y cierta del universo deriva en su desconexión con el mundo exterior. A continuación, sopesamos los efectos de esta actitud en sus relaciones sociales, prestando especial atención a la confrontación (personal y epistemológica) con su maestro. En tercer lugar, mostramos cómo Max es presentado como una suerte de espíritu puro, desvinculado de un cuerpo al que desatiende y concibe como obstáculo. Seguidamente, abordamos la parte final del filme en la que el protagonista se ve abocado a aceptar los límites del conocimiento humano. Por último, y en consonancia con las conclusiones de nuestra lectura del trayecto de Max, destacamos que la estrategia retórica del filme incide en la condición somática del espectador y evidencia la necesidad de su participación hermenéutica.

 

Abstract:

This article aims to investigate the critical look that Pi dedicates to the modern scientific imaginary that its protagonist embodies. Based on Stanley Cavell’s ideas and using film analysis, we examine several key scenes in the film that allow us to assess the loss of vital contact with reality that Max suffers as a result of his excessive rationalism. We first evaluate how Max’s desire to achieve an objective and certain mathematical explanation of the universe results in his disconnection from the external world. Next, we weigh the effects of this attitude on his social relations, paying special attention to the (personal and epistemological) confrontation with his teacher. Thirdly, we show how Max is presented as a sort of pure spirit, detached from a body he neglects and conceives as an obstacle. Next, we address the final part of the film in which the protagonist is forced to accept the limits of human knowledge. Finally, and in accordance with the conclusions of our reading of Max’s journey, we underline that the rhetorical strategy of the film emphasizes the somatic condition of the spectator and highlights the need for their hermeneutic participation.

 

Palabras clave: Aronofsky, Darren; ciencia moderna; Cavell, Stanley; epistemología; esquizofrenia; análisis fílmico.

 

Keywords: Aronofsky, Darren; Modern Science; Cavell, Stanley; Epistemology; Schizofrenia; Film Anaylsis.

1. Introducción

Pi, fe en el caos (Pi, Darren Aronofsky, 1998) nos introduce en la enfermiza investigación de Maximilian Cohen (Sean Gullete), un joven matemático que trata de encontrar un patrón en los infinitos decimales del número pi. Asumiendo que el universo está regido por las matemáticas, Max cree que su búsqueda podrá predecir los movimientos bursátiles y, en última instancia, conducir a una explicación racional de la naturaleza y a su dominio. Su trabajo despierta el interés de Marcey Dawson (Pamela Hart), representante de una firma que invierte en Wall Street, así como de Lenny Meyer (Ben Shenkman), un judío ortodoxo y estudioso de la cábala que quiere contar con la ayuda de Max para descifrar el verdadero nombre de Dios. Mientras se aproxima al presunto modelo que gobierna lo azaroso del mundo e intenta lidiar con los ataques de migrañas y convulsiones que sufre, Max mantiene contacto con Sol Robeson (Mark Margolis), su antiguo profesor que se dedicó, años atrás, a la misma tarea que ahora ocupa al protagonista. Sol, quien abandonó su investigación tras sufrir un infarto, pretende hacer consciente a su alumno de los límites de las matemáticas a la hora de explicar la complejidad de nuestro mundo, le insta a encarar de otra manera su búsqueda y le advierte acerca de los peligros que entraña su obsesión. Pero Max desatiende sus consejos, tacha a su mentor de cobarde y está dispuesto a llevar su investigación hasta las últimas consecuencias.

De acuerdo con nuestra lectura, el filme de Aronofsky nos aproxima a los riesgos de una racionalización excesiva que desemboca en una triple desconexión del sujeto —respecto del mundo, de sus semejantes y de sí mismo— o, si se quiere, en una esquizofrenia que brota como consecuencia del deseo cientificista moderno de transcender los límites de lo humano. Por este motivo, incluimos Pi, fe en el caos dentro de ese grupo de películas que Gómez Sánchez, Hellín y San Nicolás (2011) consideran que ofrece una visión crítica de la ciencia.

En su artículo, los autores distinguen entre tres principales tipos de representación de la ciencia en los filmes: la triunfalista, la apocalíptica y la crítica. Aquellas cintas que proporcionan una visión triunfalista —optimista, positivista— presentan la ciencia como autónoma y neutral gracias al empleo del método científico y, consiguientemente, como depositaria del conocimiento verdadero (Gómez Sánchez, Hellín y San Nicolás, 2011, p. 19). En cambio, las que vehiculan una lectura apocalíptica y catastrofista se decantan por la retórica del miedo y muestran una ciencia que “provoca desequilibrios en la naturaleza, es egoísta y está fuera de control” (Gómez Sánchez, Hellín y San Nicolás, 2011, p. 20). Por su parte, las películas que invitan a una mirada crítica sobre la ciencia rompen el maniqueísmo en el que caen las anteriores, cuestionan su neutralidad y certeza —entroncando así con los planteamientos provenientes de la filosofía y la sociología de la ciencia como los de Thomas Kuhn, David Bloor o Bruno Latour— y nos sumergen en la incertidumbre: “Esta visión suele presentar el dilema entre el deseo y el miedo, el anhelo de ir más allá de la vida humana, y el temor a traspasar esos límites, la contraposición entre la naturaleza y la intervención sobre la misma” (Gómez Sánchez, Hellín y San Nicolás, 2011, p. 20).

Teniendo esto en cuenta, nos proponemos como objetivo exponer la mirada crítica que Pi, fe en el caos dedica a una determinada concepción de la ciencia, a saber, aquella perspectiva que asume la existencia de un universo determinado y que cree que la ciencia es capaz de conocer la totalidad de lo real y de llegar a formular los principios universales que rigen la naturaleza. Como veremos, la película articula su crítica mostrando la ya mencionada triple escisión que sufre Max —que lo desvincula del mundo exterior, de los otros y de sí mismo— y que le conduce a una espiral de autodestrucción de la que solo podrá escapar adoptando una postura diferente (como científico, como persona) ante la realidad.

Para lograr nuestro propósito comenzamos por presentar las bases teóricas desde las que abordamos el filme —que remiten principalmente a los planteamientos de Stanley Cavell y, en menor grado, a los de Louis Sass[1]— y por apuntar al enfoque metodológico que guía el análisis de la película. Seguidamente, nuestra exposición se estructura en cuatro epígrafes. En el primero de ellos damos cuenta de la desconexión de Max respecto del mundo que pretende reemplazar con un patrón matemático. El segundo epígrafe se dedica a valorar las escasas habilidades sociales del protagonista y su actitud de rechazo hacia los otros. En tercer lugar, tratamos la autoconcepción de Max como pura mente y el desapego que siente hacia su cuerpo. A continuación, analizamos la parte final de la cinta en la que el joven matemático toma conciencia de lo erróneo de sus pretensiones y opta por retomar el contacto vital con la realidad. Para finalizar, las conclusiones dedican una última mirada a nuestras aportaciones para acabar de perfilar el tipo de representación de la ciencia que Pi, fe en el caos nos ofrece.

 

2. Marco teórico y metodología

En los siglos XVI y XVII la nueva ciencia se presenta como piedra angular de la alternativa a una cosmovisión medieval en crisis. El pensamiento moderno, tras la muerte de Dios, aspira a dotar al conocimiento de un fundamento totalmente sólido y equiparable al que otrora tenía. Se transita así, progresivamente, desde una cultura teocéntrica a otra antropocéntrica en la que la naturaleza y el propio ser humano son objetos de conocimiento, en la que la razón sustituye a la revelación como fuente de certezas y en la que el estudio de la naturaleza se encamina a convertir al humano en dueño y señor de esta.

Bajo la influencia del platonismo y —sobre todo— del pitagorismo recuperados durante el Renacimiento, la investigación científica desemboca en la búsqueda de proporciones numéricas entre los fenómenos y en el establecimiento de leyes matemáticas. Los trabajos de muchos de los grandes científicos de estos siglos —como Galileo Galilei, Johannes Kepler, Christiaan Huygens o Isaac Newton— tratan de entender la naturaleza a través de análisis teoréticos, sistemáticos y cuantitativos de su supuesta estructura matemática subyacente. Y es que, como el mismo Galileo afirma:

La filosofía está escrita en ese grandísimo libro que tenemos abierto ante los ojos, quiero decir, el universo, pero no se puede entender si antes no se aprende a entender la lengua, a conocer los caracteres en los que está escrito. Está escrito en lengua matemática y sus caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las cuales es imposible entender ni una palabra; sin ellos es como girar vanamente en un oscuro laberinto. (Galileo, [1623] 1981, p. 63)

La filosofía —que aún conserva cierta unidad pese a que se estén conformando nuevas áreas del conocimiento científico independientes de ella— no se mantiene al margen de esta tendencia. Relegando a un segundo plano las perspectivas del ethos y el pathos, René Descartes se alinea con la nueva ciencia en auge que el filósofo, matemático y físico francés toma como modelo. El gran objetivo del proyecto cartesiano es conseguir para la metafísica una objetividad parangonable a la de las matemáticas. Con tal finalidad en mente, se propone encontrar y aplicar el método adecuado que conduzca a una afirmación indudable capaz de servir de base para la construcción de un sistema de conocimientos caracterizados por su absoluta certeza. Guiado por la facultad de la razón, este método será de inspiración geométrico-matemática y se basará en los preceptos de evidencia, análisis, síntesis y enumeración.

La nueva ciencia y la corriente filosófica asociada a ella configuran de esta manera un acercamiento epistemológico a nuestra realidad que, mutatis mutandi, se mantiene vigente en nuestros días. No en vano, y pese a que en el siglo pasado la ciencia descubriera lo ilusorio de un orden estable, total y absoluto (Prigogine y Stengers, 2004), el anhelo de un conocimiento ilimitado capaz de otorgar una explicación omniabarcante y garantizar el dominio de la naturaleza sigue vivo:

Para los padres fundadores de la ciencia occidental, como Leibniz y Descartes, el objetivo a conseguir era la certeza. Y todavía es la ambición de los grandes físicos contemporáneos, Einstein o Hawking, alcanzar la certeza mediante una teoría unificada, una descripción geométrica del Universo. Una vez conseguido este objetivo, seremos capaces de deducir a partir de nuestro modelo todos los distintos aspectos de la naturaleza. (Prigogine, 2000, p. 1 )

En cualquier caso, las pretensiones desmesuradas del imaginario moderno no solo fijan el horizonte de ciertos ámbitos de la ciencia actual, sino que influyen en la manera en la que experimentamos nuestra condición humana y afectan nuestras formas de vida contemporáneas. Esto es justamente lo que se desprende del diagnóstico que Stanley Cavell emite en su aproximación al escepticismo en el que cae la filosofía tradicional de raíces cartesianas. De acuerdo con el autor, la exigencia moderna de certeza aparece vinculada al anhelo de obtener una prueba objetiva de la existencia y el correspondiente proceso de destilación subjetiva acaba por desconectar al individuo por partida triple: del mundo que pretende conocer, de sus semejantes e incluso de sí mismo.

La desvinculación del mundo externo se deriva del hecho de tomar el mundo como objeto, de intentar establecer una conexión absolutamente firme con él desde el aislamiento del sujeto: “Es como si, privado de las formas ordinarias de vida donde, y sólo donde, se consigue dicha conexión, intentara restablecerla en su conciencia inmediata, entonces y allí” (Cavell, 2003, p. 325). Se intenta de esta manera satisfacer el deseo de anular la subjetividad que se inserta entre individuo y naturaleza —el deseo de disponibilidad absoluta del mundo— y es así como se pierde el contacto genuino con el exterior del que gozábamos antes de la modernidad (Cavell, 2017a, pp. 408-409). Inspirándose en los planteamientos de Martin Heidegger (2010), Cavell ofrece una valoración de la modernidad que nos ayuda a apreciar nuestra separación del mundo:

Nuestra condición se ha convertido en que nuestro modo natural de percepción es ver, sentirse invisible. No miramos el mundo tanto como miramos fuera en él, por detrás del yo. Es nuestra fantasía, ahora casi completamente frustrada e incontrolable, que no se nos vea y debemos seguir sin que se nos vea. (Cavell, 2017b, p. 141)

La concepción del mundo como mero objeto y la exclusión del sujeto del conocimiento de su realidad ordinaria desembocan en un vacío entre individuo y mundo que no puede ser superado racionalmente. En esta circunstancia, el sujeto que se ve a sí mismo fuera del mundo considerado como un todo elude su responsabilidad de actuar sobre el mundo, rehúye el compromiso con su finitud y pretende escapar de su condición humana.

Por otra parte, a la base de la pérdida de contacto con las otras mentes encontramos la dificultad epistemológicamente insalvable que surge como fruto de la intención del individuo de conseguir un conocimiento de los otros similar al que tiene respecto de sus propios estados. La conciencia del sujeto permanece así, también respecto a sus semejantes, en su insularidad, en aquel aislamiento que procura la subjetividad y que deja a la criatura humana encerrada en su privacidad. La misma concepción de este problema requiere para Cavell una particular demencia o insensatez (2003, p. 602) que nos acerca a la neurosis (2003, p. 603) y a ese narcisismo (2003, p. 596) que nos impide ver al otro como ser humano. Efectivamente, la evitación de los otros convierte a los semejantes en actores con los que el individuo mantiene una distancia pasiva que le impide participar de sus vidas. Y el mundo queda, pues, reducido a un escenario en el que los otros actúan sus tragedias, como en un espectáculo (Cavell, 2017a, pp. 419-420).

La evitación de los otros —y podemos añadir, el hecho de que el individuo evite revelarse a las otras mentes— va de la mano de la desconexión del sujeto consigo mismo. El no-reconocimiento de los otros supone el no-reconocimiento de la condición humana universal y, sobre todo, la negación de uno mismo (Cavell, 2003, p. 566). No en vano, el aislamiento del individuo le convierte también a él en una persona desconocida y no reconocida, en un actor para esos otros que ejercen de espectadores lejanos de su vida.

Pero existe un motivo más que nos lleva a valorar la desconexión con uno mismo provocada por el imaginario moderno y que nos remite a la alienación respecto del cuerpo —e incluso a la represión de sus necesidades. La escisión cartesiana entre res cogitans y res extensa se compromete con una mente entendida como espíritu puro y con un sujeto dedicado a un pensar que no puede estar corporalmente contextualizado (Nájera, 2002, p. 182). Establecida la autonomía e incomunicación entre ambas sustancias, el alma se desvincula del cuerpo, este se concibe como objeto externo y el fenómeno de la vida pasa a ser interpretado desde la óptica del mecanicismo. El cuerpo es entendido como obstáculo para el sujeto, como velo que le oculta el alma y a la vez —y redundando en la desconexión de las otras mentes— como pantalla aislante que le impide acceder a los otros y también el acceso de los otros a él.

La triple escisión del individuo moderno a la que acabamos de referirnos siguiendo a Cavell entronca con la caracterización de la esquizofrenia que se ha realizado desde la psiquiatría fenomenológica y, más concretamente, con las aportaciones de Louis Sass (1992, 1997). De acuerdo con este enfoque, la esquizofrenia

surge en la época moderna con la emergencia del discurso científico y la declinación de la omnipotencia divina. Estos dos hechos interdependientes supusieron nuevos tipos de experiencias respecto a las relaciones con el universo, con los otros y con uno mismo. (Álvarez y Colina, 2011, pp. 15-16)

Pese a que Sass evita establecer una relación de causalidad directa entre modernidad y locura (Woods, 2020, p. 102), el autor identifica puntos de convergencia y paralelismos que nos permiten asimilar la triple desconexión de la que nos habla Cavell con las manifestaciones de esa esquizofrenia —la propia de la modernidad— que brota como consecuencia de un anhelo excesivo de racionalidad. En efecto, la experiencia esquizofrénica se caracteriza menos por la espontaneidad y la liberación del deseo que por la separación, la constricción, el cerebralismo exagerado y la propensión a la introspección (Sass, 1992, p. 10).

Las dos características principales de la esquizofrenia —que cabe entender como “formas potenciales de una subjetividad específicamente moderna” (Yébenes, 2015, p. 128)— serían la hiperreflexividad y la disminución de la autoafección (Sass y Parnas, 2003). Por un lado, la hiperreflexividad impide la inmersión que procuran los instintos y emociones y dificulta la relación práctica —prerreflexiva, genuina— con el mundo y con los otros. La concepción individualista del yo que aparece vinculada a esta hiperreflexividad aísla al sujeto del exterior y le conduce a una progresiva separación de la sociedad. A su vez, la institución del sujeto y la objetivación de uno mismo predisponen a la experiencia alienante que supone la disminución de la autoafección. La tendencia a la interiorización conlleva la separación, dentro del individuo, entre interior y exterior e implica “un debilitamiento de lo que Merleau-Ponty llama la vivencia prerreflexiva vinculada al cuerpo como modo de existencia, de apropiación y transformación” (Yébenes, 2015, p. 136). Así pues, estos dos rasgos distintivos de la esquizofrenia moderna dificultan el papel del yo como núcleo de la experiencia y, asimismo, afectan el contacto vital del individuo con la realidad.

Observando estos planteamientos y teniendo asimismo en cuenta diversas aproximaciones a Pi, fe en el caos (Konik, 2003; Eisenstein, 2004; Simmons, 2005; Kulezic-Wilson, 2008; Finke y Shichtman, 2012; Skorin-Kapov, 2016; Laine, 2017; Burgos, 2018; Woods, 2020; Filoseta, 2020) procederemos a realizar nuestra lectura de la película de Aronofsky. Marcados por un enfoque cualitativo, recurriremos al análisis de ciertas escenas representativas del filme que mejor sirven a nuestro propósito de mostrar la triple desconexión del sujeto moderno y, sobre todo y en definitiva, que más nos ayudan a dilucidar la imagen de la ciencia que Pi, fe en el caos nos trasmite. De esta manera, además de apoyarnos en los mencionados escritos, nos dejaremos guiar por las herramientas del análisis fílmico que proporcionan Aumont y Marie (1990), Bordwell y Thompson (1995) y Marzal y Gómez Tarín (2007). Atendiendo tanto a cuestiones de contenido como de forma, nuestro estudio de la película ahondará en sus recursos narrativos —centrándose principalmente en la trama y el protagonista, en torno al cual se articula el punto de vista narrativo— así como en sus recursos expresivos —en especial, la planificación, el montaje y las relaciones entre sonido e imagen.

 

3. Exposición

3.1. Max y el modelo con el que reemplaza el mundo

En los primeros compases de Pi, fe en el caos, la voz en over de Max presenta las premisas de su trabajo dedicado a encontrar un patrón en los decimales de pi. Escenas más tarde, el protagonista repite exactamente las mismas palabras, como si constituyeran una especie de mantra en su obsesiva intención:

Reitero mis suposiciones. Uno: Las matemáticas son el lenguaje de la naturaleza. Dos: Todo lo que nos rodea se puede representar y entender mediante números. Tres: Si se hace un gráfico con los números de un sistema, se forman modelos. Estos modelos están por todas partes en la naturaleza.

Asumiendo la máxima galileana según la cual el mundo está escrito en lenguaje matemático, el enfoque de Max entronca con los postulados pitagóricos y con la preocupación por el ser, la realidad y la verdad que históricamente caracteriza al pensamiento occidental. Pero sobre todo, se vincula con la búsqueda de la objetividad, la certeza, la previsibilidad y la voluntad de control asumida por la empresa racionalista moderna.

El patrón que el protagonista persigue implica una matematización de la naturaleza y aspira a una imagen perfecta del mundo que —como Heidegger o Cavell mantendrían— solo puede obtenerse tratando al mundo como objeto y pagando el precio de excluir al sujeto del conocimiento de su realidad. De esta manera, y como si del Descartes de las Meditaciones se tratara, el joven matemático intenta formular su teoría del todo desde su confinamiento en un claustrofóbico apartamento presidido por Euclides, su ordenador.[2] Para el protagonista, la naturaleza parece reducirse a lo inorgánico de un espacio que solo cuenta con pantallas, placas de circuitos y cables entre sus paredes de hormigón. Y lo que es más importante, en el día a día de Max, el mundo parece haber sido reemplazado por su imagen: concibe y capta la naturaleza como una expresión matemática y se siente más cómodo y seguro ante esa imagen fija[3] que enfrentándose a la indeterminación y aleatoriedad de la realidad externa.

Cuanto podemos ver en la ya aludida escena en la que Max nos hace por primera vez partícipes de sus suposiciones contribuye a nuestra lectura. Un plano subjetivo ofrece el punto de vista de Max mientras camina por una calle concurrida. El encuadre es extremadamente inestable y las imágenes transmiten el caos que Max quiere poner en orden. A continuación, un nuevo plano aparece por corte justo en el momento en el que la voz en over de Max da a conocer la primera premisa de la que parte. La imagen muestra entonces al protagonista ocupando el centro del marco. El empleo de una lente de distancia focal más corta distorsiona su cara y altera la relación espacial entre el individuo y el paisaje urbano. Aunque Max camina, su figura apenas altera la posición, mientras que el fondo sí que permite apreciar el movimiento.

El rodaje con Snorricam ayuda igualmente a presentar a un sujeto fijado en medio de un mundo que, a sus espaldas, parece diluirse en su fluir, ese mismo mundo que en el plano inmediatamente anterior se mostraba tremendamente agitado, desenfocado y amenazante a través de los ojos desasosegados de Max (F1).

F1. El caos amenazante del mundo externo.

La escena continúa alternando entre los planos subjetivos de Max y los planos con Snorricam que aparecen cada vez que el protagonista introduce una nueva suposición. Se remarca así, como mantiene Simmons (2005, p. 13), el contraste existente entre el orden que transmiten las palabras de Max y el caos que sugieren las imágenes.

Observamos, pues, cómo Pi, fe en el caos se encarga desde sus primeros minutos de retratar el vacío que Max sufre, esto es, el vacío entre mundo e individuo que la lógica cientifista moderna instaura y que no puede salvarse mediante operaciones exclusivamente racionales. Otras escenas continuarán insistiendo en este aspecto a lo largo del filme. Entre los recursos empleados para tal fin destaca una planificación corta que abstrae a Max de su entorno e incide en su ensimismamiento,[4] así como la opción por el travelling circular y su atino a la hora de hacer llegar a la audiencia la ansiedad de un Max que se encuentra fuera de sitio. Y es que, no en vano, el lugar de Max no es este mundo, sino ese no-lugar que constituye la imagen perfecta del mundo —el patrón, el modelo matemático— con la que pretende suplantarlo.

3.2. El encierro en sí mismo, los otros como amenaza

La pérdida de contacto con el mundo que Max experimenta aparece relacionada con su desconexión respecto de quienes lo habitan. Su absorbente empresa no deja lugar alguno para los otros, la empatía o la simple diversión. Encerrado en su cuchitril, con las persianas bajadas y protegiendo la puerta con cinco cerrojos, el matemático rechaza cualquier contacto que no resulte de provecho para su investigación. Pronto reparamos en las escasas habilidades sociales del protagonista, en su comportamiento huraño que le lleva a ignorar las atenciones y muestras de cariño que le dedica su vecina Devi (Samia Shoaib) (F2) y a despreciar a Marcy Dawson, la representante de la compañía de inversiones que, interesada en sus investigaciones, procura insistentemente contactar con él. Al menos inicialmente, tampoco es mejor el trato que ofrece a Lenny Meyer, el judío ortodoxo que intenta establecer conversación con Max en una cafetería mientras este está absorto en sus cálculos.

F2. Los cuidados de Devi abruman a Max.

La escena que recoge el primer encuentro entre ambos es bien explícita al respecto. En la cafetería, Max realiza anotaciones en un papel a partir de la información bursátil de un periódico. Como en anteriores ocasiones, escuchamos su voz en over y tendemos a pensar que lo que oímos son extractos de reflexiones suyas —quizá registradas en un dictáfono. Max mueve su mano para apartar el humo de cigarrillo que le llega. Escuchamos entonces a Lenny preguntarle: “¿Le estoy molestando?”. En ese momento, la voz en over de Max se corta abruptamente, como si fueran realmente sus pensamientos los que han sido interrumpidos. Max sigue mirando hacia sus papeles, haciendo caso omiso a las palabras de Lenny. Este se disculpa, apaga su cigarro y se presenta mientras intenta, sin éxito, chocar la mano del matemático. A los silencios y monosílabos cortantes con los que Max responde a su interlocutor se suma todo un repertorio de gestos que denotan el malestar del protagonista con la situación. La notable interpretación de Sean Gullete, marcada en esta escena por una verosímil mirada esquiva y por el temblor incontrolable de su mano, queda reforzada con el empleo de planos de corta escala.

La incomodidad y nerviosismo de Max son enfatizados y transmitidos al espectador mediante el recurso de la banda sonora a un patrón rítmico de percusión que simula el insistente tic tac de un reloj. La planificación y montaje de la escena, a su vez, parecen contagiarse de la voluntad del protagonista de evitar el contacto visual. Un extraño juego de plano-contraplano alterna un primer plano frontal del matemático con un plano medio corto de Lenny con angulación horizontal de tres cuartos. En un momento del intercambio, el montaje desatiende incluso el tradicional respeto por los ejes que asegura la continuidad y homogeneidad, insistiendo en la separación entre los dos personajes. Solo en la última parte de la escena se ofrece un breve plano conjunto dorsal que permite integrar visualmente a ambos en el mismo espacio.

No es lo aural, por tanto, lo único que trabaja en este fragmento a favor de sumir a la audiencia en un desasosiego paralelo al de Max. La ausencia de un plano de situación inicial que presente el lugar, el montaje analítico que incide en la fragmentación y los saltos de eje que visibilizan los cortes se suman a la opción por el blanco y negro de fuerte contraste y mucho grano que marca la práctica totalidad del metraje. El resultado es una escena difícil de digerir y que se aleja considerablemente de ese universo diegético acogedor y sin fisuras que —de acuerdo con Sánchez-Biosca (1990, pp. 73-84), Burch (1995, pp. 171-192), Bordwell (1996, pp. 156-166) o Company y Marzal (1999, pp. 36-38)— el cine hegemónico ofrece a la mirada del espectador.

Podríamos pensar que la actitud arisca de Max cambia cuando está con Sol, su antiguo profesor. Si bien en la primera visita que el protagonista le hace apreciamos el respeto que siente hacia él, los siguientes encuentros irán evidenciando progresivamente las diferentes posturas que mantienen en torno a la existencia de un patrón en los infinitos decimales de pi. Por experiencia propia, Sol sabe que tal investigación puede resultar peligrosa y, así, aconseja a su pupilo que descanse, que no se obsesione y, en última instancia, que abandone el proyecto. Durante la tercera visita de Max, y mientras juegan al Go, Sol intenta convencer al joven de que está yendo por el camino incorrecto: “El tablero del Go realmente representa un universo extremadamente complejo y caótico. Esa es la verdad de nuestro mundo, Max. Las matemáticas no pueden dar cuenta de él fácilmente. No existe un patrón simple.”

El choque entre los enfoques de ambos les llevará al enfrentamiento personal su último encuentro. Toda la escena se resuelve recurriendo al plano-contraplano, sin que se vea en ningún momento a los dos personajes juntos en el mismo encuadre. Es más, la angulación —prácticamente frontal— de los tiros de cámara elimina la posibilidad de los habituales planos escorzo. Max no acepta las explicaciones de Sol, se mofa de sus advertencias y adopta un tono desafiante. A medida que la tensión aumenta, los planos van teniendo una duración menor y, al final de la discusión, los que muestran a Max han reducido la escala y están ligeramente contrapicados (F3).

F3. Max lanza su ira contra Sol.

Vemos, pues, cómo más allá de ser una herramienta en pos de la economía narrativa, el juego entre planos y contraplanos enfatiza la confrontación que preside un intercambio verbal difícilmente clasificable como diálogo. Y es que no hay por parte de Max voluntad de encuentro con el otro, no hay para él convers(ac)ión posible —o si se prefiere, no hay conversación que posibilite su conversión. No hay lugar, en definitiva, para la empatía que da pie al re-conocimiento del otro.[5] La dimensión intersubjetiva del conocimiento es reprimida por un Max que entiende la participación de sus semejantes como intromisión amenazante, que cree —como afirma Skorin-Kapov (2016, p. 5)— que toda conexión emocional con el mundo exterior contaminaría la claridad de sus pensamientos.

3.3. Rechazo de la subjetividad, repudio del cuerpo

La perspectiva extremadamente racional de Max conlleva dos consecuencias interrelacionadas que son características del sujeto de la ciencia moderna. En su pretensión de objetividad, la intervención del individuo en el mundo que examina intenta ser eliminada. Y el anhelo de un punto de vista externo —podríamos decir, divino— deriva en el rechazo de aquello que mejor denota la pertenencia del individuo al mundo, a saber, su cuerpo. Tanto la negación de la subjetividad como el repudio del cuerpo hacen de Max un hombre escindido, alguien desconectado de sí mismo que ilustra los peligros del dualismo mente/cuerpo cuando es llevado al extremo. De hecho, podemos mantener que Pi, fe en el caos retrata a Max como mente separada de su cuerpo, como res cogitans que parece prescindir de su res extensa, como producto paradigmático del enfoque del racionalismo y su concepción mecanicista del cuerpo.

El episodio delirante del protagonista en el metro resulta especialmente gráfico en este sentido. Max observa a un judío ortodoxo que hay al otro lado del andén. Un plano detalle permite apreciar cómo la sangre que brota de su mano cae al suelo. Cuando este gira la cabeza y le devuelve la mirada observamos por unos instantes que el judío es el propio Max. El efecto doppelgänger incide en la mencionada división del protagonista y añade un tono siniestro a la escena. La banda sonora contribuye a la ominosa atmósfera sumando un insistente goteo cargado de reverberación sobre el sonido de un sintetizador que va variando la frecuencia de onda. El matemático corre hacia donde se encuentra el hombre. Un plano medio corto de Max tomado con Snorricam cubre su agitada trayectoria. Cuando llega allí, sin embargo, el protagonista solo encuentra un rastro de sangre que sigue hasta encontrar un cerebro humano en las escaleras. La repetición de un mismo acorde disonante de teclado acentúa la tensión previa al descubrimiento y se mantiene hasta el final de la escena. Max estimula con un bolígrafo el cerebro (F4) y siente en primera persona el resultado de tales acciones, según inferimos a partir de lo que consideraramos —empleando la terminología de Gaudreault y Jost (1995, p. 146)— auricularizaciones internas. La alucinación de Max apunta hacia una especie de imposible dominio externo de uno mismo, o si se prefiere, hacia una consecución del autocontrol a través de operaciones exclusivamente cerebrales que satisfaría la fantasía de la mente desencarnada del imaginario racionalista.

F4. El matemático hurga en el cerebro.

Antes del fragmento que acabamos de comentar, el filme ha ofrecido ya numerosas muestras de la escisión de Max y, más concretamente, de cómo desatiende su cuerpo. Desde el inicio de la cinta reparamos en su descuidado aspecto, en su inexistente preocupación por alimentarse —a lo largo de toda la película solo le vemos tomar café o refrescos de ginseng— y en su reiterada ingesta de drogas con las que trata de controlar sus ataques y mantenerse concentrado. Mediante la figura de Devi, este desinterés por su cuerpo queda vinculado con la desactivación del pathos a la que aludíamos en el anterior epígrafe. No en vano, sus intentos maternales de cuidar a Max[6] —atusándole el pelo, dándole samosas para que coma, preocupándose por su estado de salud— resultan infructuosos porque el matemático no solo esquiva la interacción social sino también el cuidado de sí mismo.

Más allá de la poca atención que presta a su cuerpo y a sus necesidades, puede mantenerse que Max experimenta su fisicidad como obstáculo —o si se quiere, como interferencia, como limitación— para sus propósitos de manera paralela a como se afirmaba anteriormente que el joven matemático rehuía de los vínculos emocionales en pro de su investigación.[7] Un par de pasajes inciden en esta idea recurriendo, de nuevo, al personaje de Devi. Nos estamos refiriendo a las dos escenas análogas en las que, en diferentes momentos del filme, Max está a punto de obtener los 216 dígitos que pueden llevarlo a descubrir el patrón de los decimales de pi. En ambas ocasiones, cuando está listo para apretar la tecla de return de su ordenador, el protagonista escucha a Devi haciendo el amor con su pareja. Los sonidos del apartamento contiguo toman rápido protagonismo frente al resto de elementos sonoros y continúan presentes hasta el momento en que tanto Max como su ordenador alcanzan su límite, haciendo partícipe al espectador de la distracción y zozobra que los gemidos sensuales motivan en el protagonista.[8] En la primera de las dos escenas, podemos incluso apreciar la sobreimpresión de un plano detalle de la boca de Devi sobre la pared a la que Max está dirigiendo la mirada (F5). El matemático gira entonces la cabeza y se centra de nuevo en su ordenador, dando la espalda a esas necesidades físicas reprimidas que retornan cuando su investigación se acerca al precipicio de lo insondable.

F5. La boca de Devi aparece sobreimpresionada.

3.4. Experiencia límite y aceptación del misterio

En los tres últimos epígrafes hemos comprobado cómo el personaje de Max sufre las consecuencias de llevar al extremo la voluntad de racionalización que marca la empresa de la modernidad. Desconectado del mundo exterior, de los otros y de sí mismo, el protagonista padece los males de esa esquizofrenia que nos acompaña desde la emergencia del discurso científico moderno y que se caracteriza por una hiperreflexividad y una disminución de la autoafección que enajenan de las emociones, los instintos y el cuerpo. Podemos decir, pues, que Max sucumbe al pecado original de la modernidad que Descartes instaura al establecer un concepto completamente abstracto del individuo como fundamento de la teoría (Marcuse, 2009, p. 36). Este pecado comparte el deseo de trascender las limitaciones humanas con esas otras dos faltas a las que el filme apunta: el pecado original bíblico —al que se alude implícitamente cada vez que Max recuerda cómo desatiende la prohibición materna de mirar al sol— y el reprobable comportamiento de un Ícaro que Sol compara con su alumno.

Por una parte, la transgresión de la advertencia de su madre es valorada por Max como origen de su extraordinaria capacidad matemática y momento fundacional de sus ambiciosas —orgullosas, mesiánicas— pretensiones. Por la otra, Sol recurre al mito de Ícaro para tratar de hacerle ver al joven que su investigación es peligrosa y que esta parece más ser fruto de una mente deslumbrada que de una iluminada. Efectivamente, la perspectiva de Sol sirve de contrapunto al ansia desmedida de Max y acerca a otra manera de concebir las matemáticas y su relación con la realidad. Como hemos señalado antes, para Sol, las matemáticas no pueden explicar cabalmente la complejidad del universo. Siguiendo a Eisenstein, Sol insiste en que la verdad de nuestro mundo es que no hay un patrón anterior a la institución de una red simbólica de significados (2004, p. 14) o, con otras palabras, que las matemáticas —y podríamos decir, la ciencia— es una herramienta creada por el ser humano y, por tanto, el mundo no puede estar escrito en lenguaje matemático porque ese lenguaje es obra nuestra y el universo es anterior a nosotros.

A medida que la película avanza, la búsqueda de Max resulta cada vez más descabellada y la identificación del espectador con el personaje —esto es, lo que Baudry (1978) y Aumont et al. (1989, p. 262) denominan identificación secundaria— se ve afectada. Ahora bien, tendemos a acercarnos a Sol progresivamente y a compartir su enfoque (Skorin-Kapov, 2016, p. 7) y confiamos en que sea capaz de salvar a su antiguo alumno de la espiral de (auto)destrucción en la que está inmerso. No obstante, la parte final de la película sorprende con un giro que afecta a maestro y alumno: el viejo matemático cede a la tentación en la que trataba de evitar que Max cayera y sufre un segundo ataque, mientras que el protagonista está a punto de mirar al mundo con otros ojos. Veamos a continuación cómo tiene lugar la transformación del joven y, asimismo, cómo el filme remata la representación de la ciencia que ofrece a través del trayecto de su protagonista.

Max se encuentra en su apartamento, mirando el papel con la secuencia de números que encontró en casa de Sol tras el ataque que este sufrió. Un plano detalle muestra cómo su pulgar tiembla; está comenzando a sufrir nuevas convulsiones. El dolor de Max se transforma en violencia y destroza su ordenador mientras va gritando la serie de números con rabia. Los planos cortos y subexpuestos, el encuadre extremadamente agitado y la estridente banda sonora transmiten a la audiencia de manera especialmente somática la rabia y angustia del protagonista.[9] La coincidencia entre lo que se ve y lo que se oye desencadena efectos que imagen y sonido no podrían aportar por separado y la escena constituye —quizá mejor que cualquier otra— un claro ejemplo de lo que Chion (1993, p. 61) denomina síncresis. Max sube las persianas y la luz del sol inunda la habitación. El joven aparece entonces vestido de negro, de pie en medio de una suerte de espacio metafísico absolutamente blanco y silencioso. Una especie de neblina difumina progresivamente su figura. El guion de la película continúa describiendo así la escena:

El dolor se ha ido. Todo es nuevo para Max (…) Max continúa recitando los números. Su voz se vuelve suave y sosegada. Mientras comienza a formar parte del vacío, su voz se torna en susurro y sus ojos empiezan a cerrarse.[10] (Aronofsky, 1998, p. 150)

El siguiente plano nos devuelve al apartamento de Max. Devi aprieta la mano del joven y ambos se funden en un abrazo aunque, como espectadores, no podamos determinar si se trata de un sueño, de un nuevo episodio alucinatorio o de una situación en la que efectivamente están inmersos ambos personajes. Sea como sea, Max parece haber atendido los consejos de Sol y, con el abrazo a Devi, quizá esté también abrazando una manera más sana de relacionarse con los otros, con el mundo y con él mismo. En esa misma dirección apunta su siguiente acción. Frente al espejo roto del lavabo, Max enciende un mechero y quema el papel con la serie de números que cogió de casa de Sol. A continuación, uno de los fragmentos más impactantes del filme nos lanza de nuevo al desasosiego. Max coge un taladro, apunta con él a su cabeza y se perfora el cráneo (F6). Un abrupto corte a negro nos invita a preguntarnos: ¿Acabamos de presenciar otra de las recurrentes alucinaciones de Max? ¿Se ha suicidado? ¿Deberíamos entender lo que hemos visto como una muerte metafórica?[11]

F6. Max se taladra la cabeza.

La escena final presenta a un Max renovado —renacido— que mira en paz cómo el viento mece la rama de un árbol. Jenna (Kristyn Mae-Anne Lao), su pequeña vecina, se le acerca y le ofrece una hoja seca. Por primera vez en toda la película vemos a Max sonreír. La niña, calculadora en mano, le reta a realizar un cálculo mental, como en otros momentos del filme. Pero en esta ocasión Max no es capaz de dar una respuesta. Ahora puede jugar sin ganar. Max sonríe de nuevo a Jenna, como si compartiera con ella la felicidad de estar en concordancia con su naturaleza —humana y no divina—. El joven mira hacia arriba (F7). Un plano subjetivo muestra de nuevo la rama del árbol. La imagen es prácticamente idéntica a la que veíamos hacia el inicio de la cinta, cuando Max observaba las hojas con ojos analíticos y su voz en over hablaba de modelos matemáticos. Su mirada y su comprensión, en cambio, son ahora distintas. Al final, Max ha abandonado su enfermizo objetivo y parece haber encontrado el camino que permite vivir el misterio sin racionalizarlo.

F7. La paz de la contemplación que no busca respuestas.

 

4. Conclusiones

Llegados a este punto podemos constatar que, si bien la postura epistemológica de Max y sus propósitos iniciales se prestan a entroncar con la imagen triunfalista de una ciencia que se ve capaz de proceder sistemáticamente para generar un conocimiento ilimitado, Pi, fe en el caos ofrece una mirada crítica hacia esa perspectiva e invita a valorar de otra manera —menos ambiciosa, más humana y realista— el rol que la ciencia desempeña en nuestras vidas. Como se ha comprobado, la actitud omnipotente del protagonista se muestra asociada a una triple pérdida que merma su condición humana. En este sentido, y partiendo de una óptica cavelliana, hemos analizado cómo la cinta deja constancia de la desconexión del mundo, de los otros y de sí mismo que afecta al individuo sometido a los parámetros del imaginario cientificista moderno. Pero, como hemos visto en el último epígrafe, la crítica a la cosmovisión de Max no solo se despliega evidenciando su trágica escisión sino también en la parte final de la cinta donde el protagonista se ve abocado a adoptar el enfoque al que su maestro, Sol, le había estado empujando.

El espectador acompaña a Max en su tortuoso camino, asiste a sus enloquecidos intentos y presencia su transformación final. La riqueza del personaje permite alejarlo de ese estereotipo que otros han visto en él (López Fernández, 2015, p. 276) y, además, impulsa a una identificación problemática, pero a la vez efectiva: el espectador es consciente de su arrogancia y de lo descabellado de su propósito y, asimismo, desea su salvación.[12] El hecho de que Max ejerza de guía a lo largo del filme provoca en la audiencia otras sensaciones encontradas y ambiguas que igualmente hemos tenido ocasión de señalar. Efectivamente, la focalización interna contribuye a debilitar la convencional distancia que el espectador establece con el personaje, más aún si, como hemos visto, son diversos los pasajes en los que la propuesta formal le contagia de modo particularmente somático la desazón y el sufrimiento de Max. De manera similar, el punto de vista subjetivo —con sus episodios alucinatorios, sus escenas oníricas y sus simbolismos— le sumerge eficazmente en la dinámica de incertidumbre que Pi, fe en el caos dispone, haciéndole dudar del grado de realidad de aquello que está viendo y, en definitiva, forzándole a interpretar.

Más allá, pues, del juicio que la película emite sobre el imaginario de la modernidad a través de la historia que se cuenta, encontramos esa otra cara de su crítica que se revela en la forma con la que esta es contada. Podemos así afirmar que en Pi, fe en el caos la reprobación de una postura epistemológica dominante de la cultura moderna confluye con la oposición al discurso cinematográfico hegemónico. Pensemos, por ejemplo, en la cruda fotografía que se deriva de la elección del formato de 16mm y el blanco y negro de fuerte contraste. O valoremos el recurso reiterado a planos de corta escala yuxtapuestos por un montaje analítico que, en numerosas ocasiones, subraya la fragmentación que el cine de la industria pretende ocultar. Y tomemos también en consideración el atípico papel que lo aural —y más concretamente, la música— desempeña en el filme. La música está constantemente presente en la cinta y, lejos de pasar desapercibida, se convierte en protagonista, marca el tempo de múltiples escenas y resulta clave para transmitir el tormento de Max. Además, el espectro genérico de la selección de temas —que podríamos englobar bajo la denominación de música electrónica— se distingue con creces de la digerible ambientación musical a la que nos tiene habituados el cine de Hollywood.

De esta manera, Pi, fe en el caos no solo destaca por su excéntrica historia o por la visión crítica de la ciencia que nos ofrece, sino también por su propuesta formal. La ópera prima de Aronofsky se aleja así de otras películas de temática similar: tanto de las que indagan en el mundo interior del genio matemático con dificultades vitales —por ejemplo, las oscarizadas Una mente maravillosa (A Beautiful Mind, Ron Howard, 2001) o El indomable Will Hunting (Good Will Hunting, Gus Van Sant, 2007)— como de aquellas que ensalzan grandes logros de personas entregadas a la matemática —como Enigma (Michael Apted, 2001) o Descifrando Enigma (The Imitation Game, Morten Tyldum, 2014).

En definitiva, contenido y forma se imbrican magistralmente en la cinta de Aronofsky para proporcionar a la audiencia una experiencia a todas luces singular. Y es que resulta prácticamente imposible para el espectador olvidar su cuerpo y sus reacciones mientras observa el filme. Pero, por encima de todo, le resulta imposible olvidarse de sí mismo —léase, dejar a un lado su subjetividad, dejar de ser consciente de ella y de su papel— frente a una película que no postula una verdad —interna al filme, externa a la audiencia— que quepa hallar. En otras palabras, la inconsistencia manifiesta de Pi, fe en el caos y sus nulas aspiraciones de univocidad y certeza lanzan a un ineludible ejercicio hermenéutico a la vez que advierten de que cualquier intento de establecer la relación con el filme en términos exclusivamente racionales estaría abocado a un fracaso paralelo al que Max sufre en su tentativa de aproximación lógica al mundo.

 

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[1] Hasta el momento, la literatura existente sobre Pi, fe en el caos no ha abordado el análisis de la película a través de la filosofía de Stanley Cavell. Woods (2020), en cambio, sí que alude a L. Sass en su acercamiento al filme. Por otra parte, algunas líneas de nuestro desarrollo entran en contacto con lo mantenido por Perini (2015) en el estudio del filme que el autor realiza a la luz de las ideas del psicólogo alemán Philipp Lersch.

[2] Nos referimos aquí al ordenador de Max en términos similares a los que observamos en otros escritos sobre la película. Así, Eisenstein (2004, p. 15) destaca que el apartamento y la vida de Max están plenamente dedicados a Euclides mientras que Finke y Shichtman (2012, p. 283) afirman que el matemático vive con y para la máquina, además de señalar cómo su presencia le consume. Por su parte, Woods (2020, p. 106) concibe Euclides como una externalización simbólica de la mente de Max.

[3] La conformidad entre naturaleza y principios matemáticos que caracteriza el enfoque de Max es subrayada, como apuntan Finke y Shichtman (2012, p. 281), en diferentes momentos del filme en los que se yuxtaponen planos del mundo natural (árboles, galaxias, estructuras de ADN de doble hélice, conchas, olas del mar…) con imágenes de notación matemática.

[4] Tanto el aislamiento de Max como la sensación de claustrofobia que invade al espectador se acentúan con el formato de 16mm que Aronofsky eligió para filmar.

[5] Nos expresamos intencionadamente en términos cavellianos. Para valorar el papel que la conversación desempeña en el reconocimiento de los otros, véase Cavell (1999, p. 95).

[6] Para un acercamiento en clave psicoanalítica al rol de madre que Devi ejerce con Max, véase Konik (2003, p. 50).

[7] Apreciamos en Max, pues, una interconexión entre el desapego de sí mismo y la separación de los otros paralela a la que señalábamos al sintetizar los planteamientos de Cavell en nuestro marco teórico.

[8] Para un análisis pormenorizado de la aportación de la banda sonora a estas dos escenas (y, en general, al conjunto del filme), véase Burgos (2018) y Filoseta (2020). Recomendamos igualmente el artículo que Kulezic-Wilson (2008) dedica a destacar la importancia de la música en el montaje y estilo audiovisual de Pi, fe en el caos.

[9] No es la primera vez que aludimos al fuerte impacto que las imágenes y sonidos del filme son capaces de causar en el espectador. Tarja Laine (2017, pp. 16-20) se dedica a esta cuestión refiriéndose al estilo corporal y al espectador encarnado del cine de Aronofsky.

[10] La traducción del fragmento es nuestra.

[11] Como estamos comprobando, Pi, fe en el caos introduce al espectador en una dinámica de incertidumbre, rehuyendo la clausura y el sentido firme y único a los que nos tiene acostumbrados el modelo cinematográfico hegemónico (Gómez Tarín, 2004, p. 168). Esta circunstancia es remarcada por Konik (2003, p. 51) cuando afirma que el filme lleva a la audiencia hasta el límite al frustrar continuamente sus expectativas así como por Simmons (2005), quien remite al estilo disfórico del filme y a su empleo de la ambigüedad como valor estético.

[12] En última instancia, como apunta Skorin-Kapov (2016, p. 5), el motivo principal de la identificación con Max radica en la lucha entre lo racional y lo irracional que, como humanos, todos vivimos.