El efecto Polaroid. Las virtudes de la demora en Better Call Saul

 

The Polaroid effect. The virtues of delay in Better Call Saul

 

 

Imanol Zumalde Arregui

Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea, España

imanol.zumalde@ehu.eus

 

 

Resumen:

Este artículo analiza las tácticas narrativas y formales de Better Call Saul (Vince Gilligan y Peter Gould, 2015-2022). Para ello propone un modelo descriptivo que contempla la enorme diversidad de la ficción seriada contemporánea como un continuum que se abre entre el polo del modelo narrativo dominante caracterizado por el orden (cuyo ejemplo extremo sería 24 –Joel Surnow y Robert Cochran, 2001-2010–) y su antípoda de entropía y desorden (cuyo paradigma sería Twin Peaks: The Return –David Lynch y Marc Frost, 2017–). El análisis textual demuestra que, situado en una posición de equidistancia, Better Call Saul combina una trama poderosa, coherente y unitaria con tácticas narrativas dilatorias.

 

Abstract:

This paper analyzes the narrative and formal tactics of Better Call Saul (Vince Gilligan and Peter Gould, 2015-2022). For this, he proposes a descriptive model that evaluates the enormous diversity of contemporary television fiction as a continuum that opens between the pole of the dominant narrative model characterized by order (whose extreme example would be 24 –Joel Surnow and Robert Cochran, 2001-2010–) and its antipode of entropy and disorder (whose paradigm would be Twin Peaks: The Return –David Lynch and Marc Frost, 2017–). Textual analysis shows that, placed in an equidistant position, Better Call Saul combines a powerful, coherent, and unitary plot with delaying narrative tactics.

 

Palabras clave:

Ficción seriada; modelos narrativos audiovisuales; análisis textual; Better Call Saul.

 

Keywords:

Serialized fiction; audiovisual narrative models; textual analysis; Better Call Saul.

 

 

1. Diagnóstico y modelo omnicomprensivo

Desde hace un lustro se alzan voces denunciando que la tercera edad de oro de las teleseries, tan celebrada que al parecer exime a algunos de la consideración de las anteriores, encubre en realidad un revival del canon narrativo clásico, la estandarización casi taylorista de aquello que los nuevos cines pusieron en crisis (la lógica causal, el relato lineal y cerrado, la psicología de los personajes) y, por ende, la confirmación de que la ficción televisiva “aún tiene que encarar por completo la modernidad” (Martin, 2018). Hay quien sostiene en la misma onda (Quintana, 2015 y 2017) que, siendo la historia del audiovisual “un continuo combate entre la narración y la atracción, entre el tema y la forma”, las teleseries, de Los Soprano y The Wire en adelante, se han decantado de forma abrumadoramente mayoritaria por lo primero (es decir, por la dimensión novelesca, la lógica del relato y la mecánica del guion), en franco detrimento de la puesta en escena y el trabajo concienzudo de las formas audio-visuales (muestra de ello sería que el showrunner se haya erigido en la figura central de la ficción seriada contemporánea, en tanto que el director, propietario antaño del Santo Grial de la autoría, ha sido relegado a pieza subalterna y fungible que varía de un episodio a otro). Para terminar de esbozar este panorama crítico, hay quien sentencia que este triunfo de lo novelesco no solo ha supuesto una deflación estética de las teleseries, moldeadas de un tiempo a esta parte con criterio puramente cosmético, sino que ha venido de la mano de esa institucionalización del guion consistente en el empleo acrítico de un inventario funcional y finito de fórmulas estándar surgidas de la prueba y el error (Jones, 2016).

Tengo para mí que este diagnóstico puede ser mejor ajustado mediante el uso de un modelo descriptivo heurísticamente más apto que, evitando peligrosas generalizaciones, contemple la ficción seriada contemporánea como un continuum, de múltiples grados de adhesión y formas intermedias, que se desplegaría entre el polo del canon narrativo dominante –cerca del que, en buena lógica, se agolparon la mayoría de las teleseries–, y el polo-antípoda de su transgresión radical (que, dicho sea entre paréntesis para no entrar en el asunto, poco tendría que ver con esa revolución moderna pendiente que Adrian Martin recrimina a las teleseries). Intentaré explicarlo con ejemplos.

 

2. Canon y entropía: de 24 a Twin Peaks: The Return

Para decirlo rápido, lo que consideraremos modelo dominante de relato se apuntala en la primacía de la trama-acción, de suerte que todos los resortes técnicos y expresivos se orquestan para que la cadena de sucesos narrados se despliegue según el imperativo de máxima claridad. No se trata solo de que una motivación y causalidad nítidas constituyan el armazón de la peripecia (el progreso de los acontecimientos viene definido por una relación causa y efecto, de manera que la acción progresa de forma escalonada), sino de que la representación del espacio (todo lo que atañe a la puesta en escena y a la puesta en imagen), así como la gestión del tiempo (orden, duración, repetición, etc. de los hechos representados), se coaligan sinérgicamente para suscitar y pastorear la pulsión cognoscitiva del espectador (es decir, su deseo imperioso de conocer qué ocurrirá a cada paso en esa historia en curso), y sobre todo para darle acceso a un universo coherente y cerrado en el que se discierne el trazo indeleble de una historia unitaria. Aunque no faltan ejemplos validatorios (desde Downton Abbey –Julian Fellowes, 2010/2015–   a The Good Fight –Michelle y Robert King, 2017/2022–), pocas veces estos mimbres han conseguido una cristalización tan perfecta como en 24 (Joel Surnow y Robert Cochran, 2001-2010), rara avis por la radicalidad con la que su peculiar diseño narrativo destila transparencia, inmediatez y claridad expositiva, lo que la situaría en el mismísimo polo del canon de nuestro modelo descriptivo.

Centrada en las trepidantes andanzas de Jack Bauer, agente anti-terrorista del gobierno de los EE.UU. que se afana esforzadamente por abortar, siempre con éxito in extremis, toda suerte de conspiraciones y atentados que ponen en riesgo la seguridad de su país, la serie 24, como sugiere su lacónico título, se distingue por su estructura narrativa en tiempo real: cada capítulo refleja lo ocurrido en la historia durante una hora, de manera que cada temporada, compuesta por 24 entregas unidas narrativamente sin solución de continuidad a base de angustiosos cliffhangers, cubre lo acaecido en un solo día. Triquiñuelas aparte[1], la teleserie materializa de forma más que competente el ideal de la equivalencia o paridad entre diégesis y relato: el orden, la frecuencia y, lo que es en verdad excepcional, la duración que los acontecimientos acreditan en la historia se mimetizan en el relato que da cuenta de ellos (no hay, en suma, elipsis y la totalidad del relato es una yuxtaposición de lo que en narratología –Genette, 1989, pp. 163-166– se conoce como escena); a lo que se añade el gran hallazgo de esta narración lineal en riguroso presente, que no por ello renuncia a la diversificación de ramas narrativas transformando la figura sintáctica de la transición, que se asocia por norma a un salto temporal (la mayor de las veces una elipsis), en un recurso espacial: el relato, en efecto, recurre cada cierto tiempo a la pantalla partida para mostrar (bajo la tutela de un reloj digital que marca la hora, el minuto y el paso de los segundos correspondientes) lo que sucede simultáneamente en los distintos focos de atención de la historia, pasajes-intersección que, como el guardagujas que cambia de vía a un tren marcha, permiten al relato saltar de un espacio a otro en los que se dirime el drama.

Este dispositivo narratológico donde la transparencia del relato ofrece la ilusión de un acceso directo y sin mediaciones al desarrollo de los acontecimientos de la diégesis, se erige como muestra quintaesencial del modelo hegemónico porque ante todo permite al espectador adquirir, de forma continuada y en tiempo real, una visión panóptica y, por ende, omnicomprensiva de la historia. A pesar de que el derrotero incierto de los hechos y la perpetua inminencia del desastre convierten a todas sus temporadas en un vibrante thriller de intriga, el relato pone en imágenes a cada momento aquello que hace posible comprender con claridad la lógica causal de lo que está ocurriendo. Esto se debe a que 24 es una minuciosa crónica de sucesos que, contra lo que parece, hace economía: no hay ralentizaciones, recapitulaciones ni demoras, ni tampoco digresiones ni excéntricas tramas paralelas; pero gracias a esa recurrente encrucijada en forma de pantalla partida, sobre todo selecciona dónde centrar el foco (de todos los vectores del complot en marcha y los denodados esfuerzos de Bauer para truncarlo que ocurren al unísono, solo muestra a cada paso el suceso decisivo e iluminador). Todo lo cual se corona con la clausura nítida y definitiva de la peripecia, cierre inequívoco que gracias a la providencial intervención de Bauer no solo restaura el statu quo pacífico del que partía la historia (con lo que la siguiente temporada echa a andar, como el cronómetro, desde cero), sino que permite al espectador comprender aristotélicamente (presentación, nudo y desenlace quedan al descubierto sin tapujos) la articulación causal de la trama.

Huelga decir que la mayoría de las teleseries contemporáneas han hecho suyo este formato narrativo canónico con diversos grados de torsión e infidelidad no ya adulterando el orden cronológico de los acontecimientos diegéticos por medio de flashbacks y flashforwards, sino diversificando las líneas narrativas, añadiendo tangentes diegéticas y tramas-satélite, o implementando toda suerte de tácticas de estiramiento, digresión y fragmentación. Aunque establecer taxonomías en esta prolija casuística es una tarea abocada al fracaso, las clasificaciones revelan la enorme diversidad que convive en ese continuum que se abre camino hasta la inversión radical del canon. Valga el ejemplo la clasificación propuesta por David Auerbach (2013) donde a propósito de ese cierre o punto final concluyente, contempla tres posibilidades que pueden ser ordenadas en grado ascendente de distanciamiento del principio de máxima claridad: la que denomina “de gran colapso” (The Big Crunch Model) aflora en esas series que, como Breaking Bad o Boardwalk Empire, prometen desde el principio un final apoteósico y abren un reguero de caminos narrativos que se dirigen a esa conclusión; la “de estado constante” (The Steady-State Model) corresponde a esas series episódicas y modulares que a la manera de las viejas telenovelas se desarrollan sin ninguna preocupación por el final (ejemplo de las comedias de situación –Friends, etc.- o serie como Seis metros bajo tierra, True Blood o House), de manera que si se da la conclusión puede ser abrupta e incluso completamente absurda; en último lugar, y por tanto más alejadas del polo del canon, estarían aquellas teleficciones “expansivas” (The Expansionary Model), caso emblemático de Expediente X, que no tienen final a la vista por lo que son virtualmente infinitas.

A esta perturbación que un final inexistente, absurdo o poco esclarecedor en retrospectiva suponen al diseño narrativo ordenado y diáfano del modelo dominante, vienen a sumarse las fallas en la lógica causal y la maleabilidad espaciotemporal que, con sorprendente beneplácito de la audiencia, algunas teleseries han convertido en su marca de fábrica. Perdidos (Lost, J. J. Abrams y Damon Lindelof, 2004-2010) es el ejemplo más aplaudido de esta suerte de relato serial dislocado en el que un dédalo de flashback y flashforwards que no tienen encaje racional, convierten a la trama en un genuino galimatías que una clausura esotérica y deliberadamente enigmática no consigue elucidar. Sin incurrir en tamaña disfuncionalidad narrativa, la serie The Young Pope (2016) y su secuela The New Pope (2019) constituye(n) una audaz anomalía en la que el estrepitoso y omnímodo estilo fílmico de Paolo Sorrentino impone su ley en todos los órdenes del relato serial, al extremo de que la trama ambientada en las altas esferas de la curia romana en la que el provenir de la Iglesia pende de un hilo avanza a duras penas atravesando una tupida maleza de secuencias divagatorias, paranormales o de un sesgo irónico limítrofe con el absurdo (véase las audiencias que el papa interpretado por John Malkovich en la segunda entrega celebra con Marilyn Manson y Sharon Stone), que son resueltas con escritura preciosista y un sentido felliniano de la dramaturgia a espaldas de cualquier realismo. Y soy de la opinión de que al final de esta pendiente de desorden y entropía que concluye en el polo de la impugnación radical del canon se encuentra Twin Peaks: The Return (David Lynch y Marc Frost, 2017), artefacto audiovisual insólito que da la vuelta como a un calcetín usado a todos los principios conceptuales y compositivos del relato convencional que apuesta por la coherencia, la claridad y el orden.

Para ir a lo sustancial, The Return (que regresa 25 años después al indescifrable jeroglífico que esbozaron las dos primeras temporadas de Twin Peaks –1990 y 1991– y Fuego camina conmigo –Twin Peaks: Fire Walk with Me, 1992–, su precuela cinematográfica), es un relato atravesado por un sinfín vaivenes temporales que se abre en un amplio delta de ramas narrativas (algunas de las cuales funcionan como fugaces tramas colaterales que desaparecen como enigmas absolutos) dando anárquica cuenta de lo que ocurre en dos dimensiones que, dotadas de su propio espacio-tiempo y una estructura epistémica refractaria, funcionan a la manera de niveles narrativos superpuestos: por un lado está el “mundo real” donde se encuentra el villorrio que da nombre a la serie, así como los distintos emplazamientos de los EE.UU. en los que transcurren los hechos digamos terrenales; y por otro está la Loggia o la Habitación roja, suerte de dimensión extraterritorial alternativa creada por una entidad maligna suprema a la que tienen acceso algunos personajes (que entablan entre ellos diálogos beckettianos “en marcha atrás” que son traducidos al espectador mediante subtítulos). Por si fuera poco, parte importante de la serie se ocupa de mostrar lo que parece ser el tránsito de una dimensión a otra emprendido por ciertos personajes, caso del agente especial del FBI Dale Cooper (que pasa buena parte de la serie atrapado primero en una estancia cósmica intermedia, y después en el cuerpo del don nadie Doguie Jones), y de su doppelgänger maligno Bob, ambos empeñados respectivamente en salvar y destruir el pueblo de Twin Peaks.

En definitivas cuentas, The Return es un relato sensu stricto enigmático toda vez que, incoherente, contradictorio y perfectamente opaco, rompe todas las cadenas causales cortocircuitando cualquier tentativa de reconstruir una historia plausible (Iturregui –2021, pp. 371-482– da cumplida muestra de la dificultad de dicha empresa). Esta lisérgica desorientación diegética alcanza su culminación una vez salvado el pueblo -trance que podría equipararse con el final conclusivo de la peripecia-, en un capítulo postrero literalmente incomprensible (vemos en un looping temporal al agente Cooper adentrarse en el metraje de Fuego cabalga conmigo y Twin Peaks) que en lugar esclarecer tamaño desconcierto de una vez por todas, lo sume definitivamente en el más absoluto sinsentido.

Esta fractura e inmolación sistemática de la trama cartesiana y sus servidumbres no se hace en el vacío, sino con el fin alternativo de otorgar protagonismo a lo estético y lo sensorial, facetas que apenas cuentan en las series más convencionales demasiado ocupadas en sacar el máximo rédito a los engranajes del guion. El célebre episodio número 8, suerte de inversión copernicana de la serie 24, concita en feliz simbiosis todas estas tangentes disruptivas del relato-acción ortodoxo: tras asistir al retorno a tierra de Bob (el Cooper malo) y a la desasosegante actuación del grupo Nine Inch Nails de Trent Reznor,[2] el relato ejecuta en el vacío de lo inexplicable el flashback más radical y enigmático de toda la serie[3] que nos retrotrae, en blanco y negro, a la primera explosión atómica ocurrida en White Sands, Nuevo México, el 16 de julio de 1945; esta deflagración abre literalmente un boquete por el que la narración se precipita en un pasaje sin referente icónico discernible (hablamos de combinaciones puramente plásticas de formas y colores que remiten al cine experimental abstracto), que va progresivamente hollando tierra figurativa en una inquietante concatenación de escenas oníricas cuyos referentes estéticos solo cabe atisbar en las instalaciones contemporáneas y el cine surrealista. Todo ello, por supuesto, modelado a contrapelo de cualquier tentativa de esclarecimiento racional de lo que se da a ver y oír primorosamente al espectador alumbrando, en un ámbito tan reacio a abstraerse de la trama como el de la teleficción, a la genuina estación termini de lo anti-narrativo.

 

3. Orden y concierto

Más allá de las particularidades de estos ejemplos, conviene insistir en el modelo descriptivo de la ficción seriada que considera a la trama cartesiana, resuelta con criterio de claridad y orden mediante una puesta en forma funcional, como paradigma hegemónico que es sometido a múltiples fuerzas entrópicas hasta recalar en el desorden y la opacidad narrativa que, por defecto, concede protagonismo a la factura estética. Huelga decir que la totalidad de las teleseries se encuentra diseminada en algún punto entre estos extremos ideales que se repelen, y que buena parte de las aportaciones de interés que han visto la luz en el ámbito de la serialidad catódica surgen del intento de mezclar orgánicamente lo que está separado por ese abismo de incompatibilidad. Como muestra, valga el botón de Better Call Saul (Vince Gilligan y Peter Gould, 2015-2022; en lo sucesivo, BCS), que obtiene sus prodigiosos resultados inoculando el bacilo de la confusión y la demora en el formato estándar de la trama-acción.

Conviene comenzar señalando que en BCS llueve sobre mojado: se trata de una spin-off que reedita el universo de Breaking Bad (Vince Gilligan, 2008-2013; en lo sucesivo, BB) poniendo el foco en las correrías de dos de sus personajes tangenciales, el estridente abogado Saul Goodman y el “cleaner” o solucionador Mike Ehrmantraut. El catálogo de creativas novedades de BCS comienza con el modo en que su historia ensambla con la trama-nodriza de BB mediante una especie de enorme pinza temporal (desplegada en un total de 63 episodios agrupados en seis temporadas) que, a la manera de la segunda parte de El padrino, es al mismo tiempo precuela y secuela de su precedente. En concreto, si la diégesis de BB transcurría entre 2008 y 2010, la línea narrativa precuela de BCS se despliega a partir de seis años antes (de 2002 a 2004) en un soleado Alburquerque, Nuevo México, dando cuenta de la metamorfosis de Jimmy McGill en el letrado histrión Saul Goodman, así como del aparcacoches Mike en el hombre para todo del capo de la droga Gus Fring; por su parte, la secuela continúa seis años después con lo acaecido desde la clausura de BB hasta principios de 2011, mostrando la vida clandestina del abogado Goodman caído en desgracia en un invernal Omaha, Nebraska, hasta que es capturado y encarcelado. Este largo movimiento envolvente concluye en los últimos capítulos cuando las dos teleseries creadas por Gilligan terminan compartiendo puntualmente tiempo diegético.

La gestión narrativa de la precuela y la secuela de BCS no solo asume a pies juntillas el patrón oro de la trama clara y musculosa que fomenta la intriga, sino que hace filigrana elevando sus prestaciones a cotas inauditas. Para ello en cada una trenza sendas líneas de acción fundamentales dotadas de su dramatis personae y una deriva diegética exponencial propia: en la precuela estos dos grandes veneros diegéticos que se entrecruzan por el vínculo entre Jimmy y Mike tienen respectivo asiento en el entorno de la abogacía (aquí asistimos a las muy alambicadas maniobras de Jimmy McGill y su pareja Kim Wexler en confrontación con distintos bufetes) y en el submundo de la mafia de la droga (donde se desarrollan las sangrientas luchas intestinas entre miembros prominentes del cártel de Juárez que operan en Nuevo México, uno de los cuales, Gus Fring, propietario de la cadena de comida rápida Los pollos Hermanos que usa de tapadera, contrata a Mike); en la secuela, las dos grandes líneas narrativas corresponden a los avatares de Jimmy y Kim, que luego de divorciarse siguen por separado con sus vidas; uno en la clandestinidad de Nebraska, reincidiendo a la postre en el delito, y la otra en Florida, arrepintiéndose del mal hecho en el pasado. El siguiente esquema lo resume en un golpe de vista:

* Historia 1 (precuela). Arco temporal del 13 de mayo de 2002 al 29 de junio de 2004

                - Subtrama 1A: las tribulaciones de Jimmy y Kim en tribunales y bufetes de abogados

                - Subtrama 1B: Mike al servicio de Fring en la guerra intestina del cártel de Juárez

 

* Peripecia de Breaking Bad: arco temporal del 7 de septiembre de 2008 al 7 de septiembre de 2010

* Peripecia de El camino: arco temporal septiembre de 2010[4]

 

* Historia 2 (secuela). Arco temporal del 10 de octubre al 6 de enero de 2011

                - Subtrama 2A: vida clandestina de Jimmy en Omaha, Nebraska

                - Subtrama 2B: vida anodina de Kim en Titusville, Florida

 

Las Historias 1 y 2, que se abren en sendos deltas narrativos con varias subtramas que entrechocan por momentos, están dispuestas grosso modo en orden cronológico,[5] de manera que, ayudado por dos decisiones adicionales, el espectador adquiere a la postre (aunque al cabo de una ardua tarea sobre la que volveré en breve) una visión coherente y unitaria de lo que acaece antes y después de los hechos conocidos de BB: la primera es de orden estético y consiste en discriminar cromáticamente los hechos de la Historia 1 (que vemos en color) y de la Historia 2 (que aparecen en blanco y negro); la segunda atañe al guion y se salda con sendos e inequívocos cierres diegéticos (la Historia 1 termina con la muerte violenta de Howard Hamlin y Lalo Salamanca, respectivos anti-sujetos de las subtramas paralelas 1A y 1B, así como con la transformación definitiva de Jimmy en Saul Goodman tras su separación de Kim; la Historia 2 concluye con el arrepentimiento de Saul y su encarcelamiento definitivo), que permiten al espectador anudar todos los segmentos temporales en una nítida recapitulación de la historia global.

Al diseño pulcro y accesible de esta historia polifónica se une el excepcional atractivo de lo que sucede en cada una de sus subtramas, orden de cosas en el que el equipo de guionistas comandado por Gilligan y Gould hace alta orfebrería. Desde los timos de poca monta de Slippm’ Jimmy y las complejas artimañas del incipiente Saul Goodman hasta las maquiavélicas maniobras urdidas por Jimmy y Kim contra el bufete Hamlin, Hamlin & McGill (en lo sucesivo, HHM), pasando por las zigzagueantes intrigas erizadas de peligros que enfrentan a Fring con el clan de los Salamanca, el ingenioso anecdotario de BCS atrapa desde el primer episodio al espectador ávido de intriga narrativa. El efecto cautivador de este prodigioso enjambre de historias imprevisibles extremadamente bien urdidas se potencia con los esteroides rutinarios manejados en la creación de guiones, tales como los puntos de giro, que se cuentan por decenas en esta teleficción llena de imprevistos, y los cliffhanger o finales en suspenso que dejan la intriga en todo lo alto a la espera de la próxima entrega (no puedo dejar de señalar dos: el primero cierra abruptamente el capítulo 6x07 con el repentino tiro en la sien que asesta Lalo Salamanca a Howard Hamlin ante el estupor de Jimmy y Kim presentes en la escena; el segundo sube la apuesta anudando la 5ª y la 6ª temporadas con el atentado frustrado a un Lalo que sobrevive dando sangrienta cuenta del comando que irrumpe en plena noche en su hacienda mexicana para matarlo). En resumidas cuentas, en la línea de las teleseries que focalizan todo su empeño en la trama-acción, BCS es un relato rebosante de alicientes que, por mucho que el espectador conozca de antemano que la historia se dirige inexorablemente hacia un desenlace aciago,[6] fomentan sin desmayo su deseo de saber qué ocurrirá en lo sucesivo.

 

4. Retrospección y desorden

Y, sin embargo, hablamos de un artefacto narrativo anómalo o fuera de lo común dado que para alcanzar a comprender la historia de BCS no es suficiente con estar ojo avizor a lo que va sucediendo en su dédalo de subtramas, sino que es preciso sobre todo discernir por qué los personajes que las protagonizan actúan de esa enrevesada manera. Buena parte de este trasfondo motivacional que propulsa los engranajes de la peripecia sale a escena a cuentagotas y de forma fragmentaria en una constelación de crípticos flashbacks que nos retrotraen, sin orden ni concierto, a lugares y tiempos diferentes a los de la historia central (salvo las retrospecciones internas que afloran en los tres últimos capítulos, la mayoría transcurre en un pasado anterior al 13 de mayo de 2002 en el que echa a andar la Historia 1). De manera que esta serpenteante subtrama retro-explicativa, que la narración entrevera con las demás que progresan linealmente en el tiempo, instala un elemento disonante en el orden macroestructural que gobierna en el relato.

La casuística de estas esquirlas del pasado que irrumpen de forma anárquica en la narración es diversa y su amplitud temporal significativamente mayor que los ocho años y medio que abarca la peripecia conjunta de BCS y BB. Para hacernos una idea podemos reparar en algunas que involucran a los personajes vertebrales de la serie, empezando por su protagonista cuyo verdadero carácter y motivación constituyen uno de los grandes alicientes de la teleserie al extremo de que toda ella, que parece centrada en explicar cómo Jimmy McGill se transforma en Saul Goodman, gira en torno al interrogante de cuándo y por qué se torció de forma irreparable su persona. Un ramillete de flashback saca a relucir antecedentes que pueden ayudar a esclarecer este enigma, entre los que destaca el más lejano en el tiempo que nos retrotrae a esa suerte de escena originaria ocurrida en Chicago el 20 de agosto de 1973 (2x07), cuando un Jimmy de 12 años que ayuda en la tienda familiar aprende la lección de su vida (ve cómo estafan a su bienintencionado padre y, cuando el estafador espeta al muchacho “En este mundo hay lobos y corderos. ¿En cuál te quieres convertir?”, Jimmy coge el dinero de la caja de la tienda, genuino Big Bang de su prolija carrera delictiva), enseñanza capital que le convierte en Slippin’ Jimmy a quien vemos cometer timos de poca monta en Cicero, Illinois, durante 1992 junto a su compinche Marco (1x04).

En esta genealogía del espíritu ocupan lugar destacado las escenas que comparte tanto con su hermano Chuck como con Kim, quien andando el tiempo será pareja y cómplice de sus contubernios. A mediados de los años 70, los hermanos leen juntos en una tienda de campaña Las aventuras de Marbel a la luz de una linterna (3x10); en 1992, Chuck, abogado de prestigio socio de HHM, consigue que Jimmy, detenido en Cicero por uno de los timos, evite la cárcel a condición de que reconduzca su vida trasladándose a Alburquerque para trabajar en la “sala del correo” del bufete de su hermano (1x03); en 1998, Jimmy notifica a Chuck que ha conseguido licenciarse en derecho estudiando a escondidas (4x10); poco después Howard, el socio de Chuck, hace saber a Jimmy que el bufete no le contratará como abogado, por lo que sigue ocupándose de la correspondencia y las fotocopias (1x08); en 1999, la madre de ambos agoniza en un hospital de Cicero (2x10) y para desesperación de Chuck, que está solo junto su cama, sus últimas palabras son para llamar insistentemente a Jimmy quien no asiste a la escena porque, aburrido de tanta espera, ha bajado a comprar algo para comer (cuando a la vuelta pregunta si su madre ha dicho algo antes de morir, Chuck dice que no). Estos hitos decisivos que agrían la relación entre hermanos devienen en una espiral cainita que culmina con el suicidio del mayor. De signo radicalmente contrario, el vínculo entre Jimmy y Kin se forja mientras trabajan juntos durante 6 años en la catacumba de la “sala de correo” de HHM: cuando, atenazado por los nervios, él no puede hacerlo, es ella quien en 1998 abre la carta con la notificación de la licenciatura en derecho de Jimmy, y para felicitarle le da por sorpresa el primer beso (1x08).

Uno de los más apasionantes arcanos de BCS tiene que ver con el granítico carácter de Kim Wexler (durante toda la serie hace gala de su templanza y rostro impasible, hasta que tras la confesión final rompe inopinadamente a llorar en un autobús –6x12–), así como con las motivaciones profundas de su esquizofrénico comportamiento que ahora da una de cal (disfruta hasta límites lascivos colaborando en las estafas de su marido, y llegado el momento de “elegir entre el palo y la zanahoria” con los Kettleman –6x02–, impone la vía dura contra la opinión de Jimmy), y luego una de arena (para asombro de todos deja su prometedora carrera como abogada para dedicarse a casos pro bono –5x09–, y a la postre confesará a la viuda de Howard y a las autoridades el complot que urdieron contra él –6x12–). Pues bien, dos enigmáticos flashback que nos retrotraen a los años 80 de su temprana adolescencia dejan entrever el sustrato edípico de esta fascinante dualidad: en el primero, que transcurre en Red Clod, Nebraska, vemos que se enfada con su madre porque acude tarde a recogerla del conservatorio por estar bebiendo (el enfado es tal que Kim decide volver a casa sola, de noche, en invierno y portando un chelo a la espalda –5x06–); en el segundo, situado también en Nebraska y equivalente al bautismo de guerra de Jimmy, su madre acude a rescatar a Kim que ha sido detenida por sustraer un pendiente y un collar en unos grandes almacenes (tras aparentar severidad con el fin de salvar a su hija –“Tienes una madre estupenda. No vuelvas a decepcionarla”, le espeta el responsable de la tienda–, al salir la madre le regala otro collar que ha hurtado en la tienda, y le alecciona diciendo “¿Ves? Tu madre sirve para algo… ¡Eh! Tranquila, has salido indemne” –6x06–).

Para quedarnos con lo esencial, deberíamos atender por último a la forja motivacional de Mike que de ser un modesto ex-policía encargado del aparcamiento de los juzgados de Alburquerque pasa a convertirse en jefe de seguridad e implacable sicario del capo de la droga Fring que, sin embargo, cuida de su nuera Stacy y su nieta Kaylee con dedicación franciscana, y mantiene una fidelidad inquebrantable con Nacho, el soldado de los Salamanca que traiciona a los de su clan y se inmola para salvar a su padre tapicero. Los esclarecedores antecedentes vitales de Mike salen a la palestra en dos flashbacks que nos retrotraen a tres días de marzo de 2002 en los que le vemos en una invernal Filadelfia matar a los dos policías que acabaron con la vida de su hijo Matt, y luego llegar en tren malherido a la siempre estival Alburquerque a encontrarse con la viuda de su hijo (sendas escenas, en orden inverso, aparecen en el capítulo 1x06), todo lo cual, ya a comienzos del arco temporal de la Historia 1, conduce a la emotiva secuencia nocturna en la que confiesa a su nuera que su marido policía fue asesinado por sus compañeros a pesar de que, por consejo de Mike que pretendía protegerlo, aceptó sobornos contra su voluntad.

Detalles al margen, lo sustancial estriba en que todos estos aerolitos caídos del pasado al relato en presente convierten a la lectura de BCS en un proceso de desciframiento ciertamente atípico, toda vez que comparecen de forma indiscriminada y exentas de cualquier indicación cronológica válida como asidero interpretativo. Es así que cada secuencia (excepción hecha de las que forman la Historia 2 identificables al primer golpe de vista por su monocromatismo) plantea un dilema al espectador quien ha de averiguar dónde y cuándo se sitúa la acción que principia en la pantalla, y después avizorar qué está ocurriendo, discernimiento escalonado que –¡ahí está el quid de la cuestión!– casi siempre lleva su tiempo. De hecho, estos flashbacks furtivos portadores de información esencial para la comprensión de la diégesis no solo trastocan el orden cartesiano y lineal de la trama, sino que son el primer síntoma del principio de retardo que rige en la sofisticada ecuación estilística de BCS.

 

5. Demora y microintriga

Lejos de limitarse a los flashbacks, esta microintriga consistente en determinar dónde, cuándo y qué ocurre en la pantalla afecta (incluidas las de la Historia 2) a buena parte de las secuencias de BSC que modula el deseo cognoscitivo de espectador de forma desconocida en la ficción seriada contemporánea. El capítulo 6x10 echa a andar en blanco y negro (lo que nos sitúa ipso facto en 2010 y en Nebraska, donde Jimmy vive con una identidad falsa), pero nos muestra en plano de detalle un lata de conserva que es asida por un brazo extensible manejado por una silueta borrosa que se mueve al fondo del encuadre; se trata de una anciana (a la que no hemos visto hasta el momento en la serie) que está haciendo la compra en un gran hipermercado sentada en un carro mecánico; concluida esta, sale al exterior y recorre sobre su carrito la acera nevada de un lujoso barrio residencial hasta que queda atascada en la nieve. En un plano largo la vemos afanarse por salir del agujero y, en primerísimo primer plano (un diligente cambio de foco permite que lo veamos claro), unas manos que grapan en un árbol un aviso de búsqueda de un perro perdido: la mujer reclama ayuda a esa persona, que resulta ser Jimmy. Han transcurrido 2’06’’ y el espectador se hace por fin a la idea de que, tras un tiempo en el ostracismo, Jimmy vuelve a las andadas con sus timos.

No pocas veces esta ralentización deliberada del acceso al saber narrativo elemental traspasa la barrera de la secuencia dejando al espectador en ascuas, hasta que mucho más tarde recibe la información que le permite comprender retroactivamente lo que ha visto. El capítulo 6x04 comienza en negro con el ruido del giro de una rueda de bicicleta; cuando abre a blanco asistimos a una sucesión de planos de detalle a todo color: primero el buje y los radios de una rueda de bicicleta girando, luego los piñones (marca Shimano) y la cadena, luego unos pies pedaleando, y por último la parte inferior de dos personas que van por la carretera pedaleando perfectamente sincronizadas. En lo sucesivo aparecen de cuerpo entero: son una mujer y hombre de mediana edad vestidos con chándal de colores vistosos que tras recorrer distintas calles de una urbanización (la arquitectura, el clima soleado y el paisaje circundante nos sitúa en Alburquerque), llegan a las inmediaciones de una casa. La aproximación es mostrada en dos planos cuya textura rugosa (baja temperatura de color, salto de imagen) y atrabiliaria planificación (a un picado de enorme profundidad de campo le sigue un plano a ras de suelo) delatan ser captadas por cámaras de vigilancia. La imagen vuelve a su sedosa textura y muestra que la pareja entra en el garaje, cuelga las bicis, se introducen en la casa y cuando acceden a la cocina de la vivienda, vemos que en ella hay dos fornidos individuos –uno lee sentado cerca de la mesa atestada de armas y el otro se afana en el lavabo– con chalecos antibalas y metralletas en ristre. Los ciclistas siguen con su anodina conversación sin darse por aludidos, la mujer se sirve un té del frigorífico y se dirige al salón adyacente donde vemos que hay otro sujeto frente a una pared de pantallas de vigilancia que le pide por favor que le sirva un té. La cámara se acerca a la pared de pantallas y la imagen funde con una de ellas en la que vemos la puerta de una suntuosa mansión cuyo número es 1213.

La secuencia dura 3’30’’ y tras verla el espectador no alcanza a discernir (porque el relato le ha hurtado, de momento, la información pertinente) qué implicación tienen con la historia el barrio, la casa, la pareja de ciclistas que al parecer vive en ella, ni por qué comparte su hogar con un grupo armado que vigila, ni mucho menos sabe a quién pertenece esa vivienda bajo vigilancia situada al parecer en las inmediaciones. Y el relato sigue por otros derroteros dejando en vilo al espectador que rumia su ignorancia hasta que, media hora después en el mismo capítulo, otra escena intrigante se abre con un primer plano de un aspersor que riega un jardín delantero, al que sigue un plano largo que muestra aparcando delante de una casa un volvo familiar del que sale un sonriente Gus Fing que saluda a una señora que pasea por las inmediaciones. Fring entra en el edificio (vemos entonces que su puerta es la 1213), enciende la televisión y la luces de la sala, se cambia de ropa en el vestidor de su cuarto (lleva chaleco antibalas y pistola en la tobillera), se dirige al sótano con la ropa sucia y, tras dejar la cesta, mueve una pared que da acceso a un corredor subterráneo que atraviesa hasta llegar a la casa de enfrente en cuyo sótano se cruza con la pareja de ciclistas de cháchara a los que ignora, sube las escaleras y accede al salón de las pantallas de vigilancia, donde le esperan Mike y sus hombres que tiene su domicilio, situado en frente, bajo vigilancia.

 

6. Decantación simbólica y objetos hipersemantizados

Hemos visto que, en su empeño por trastocar las rutinas de esa planificación convencional que sitúa al espectador ante la acción mediante un establishing shot de apertura, las escenas de BSC comienzan a menudo con un plano de detalle (una lata de conserva, una rueda de bicicleta, un aspersor) anodino y sin trascendencia simbólica ulterior. Sin embargo, en otras, que hacen más justicia a las prestaciones de sus maniobras de dilación semántica, opta por la táctica contraria: la escena culmina crípticamente focalizado en un objeto-enigma que se convierte en depositario de un no-saber que será revelado en filigrana mucho más adelante. Aunque hay muchos (no me resisto a señalar a vuelapluma el juego de bolas del capítulo 5x04 y el trozo de cristal del capítulo 6x03), solo reparemos en dos ejemplos elocuentes de esta suerte de semiosis diferida que pivota alrededor de señalados objetos que devienen en hipersemantizados.

El capítulo 6x05 echa a andar con una introducción de 2’47’’ que hilvana una larga sucesión de planos de detalle de la elaboración de una escultura de metacrilato con una especie de calibre o pequeño metro de precisión de metal en su interior. Un láser imprime en la base del regalo la inscripción en alemán “In Liebe  ...Deine jungs” (“Con amor …Los chicos”) y una mano enguantada pega un sello de Voelker’s, a todas luces la empresa fabricante, antes de meterlo en un estuche negro. Durante toda la escena en off suena In Stiller Nacht versión de una canción tradicional alemana compuesta por Johannes Brahms en la que se hace referencia a una noche en calma que se tiñe de dolor y tristeza por una voz quejumbrosa traída por el viento. Y eso es todo, de momento, hasta que pasados 36 minutos, en los que las subtramas 1A y 1B siguen su sinuoso curso, la narración nos sitúa inopinadamente en un bar donde los clientes hablan en alemán (la imagen de apertura es una pantalla de una máquina de videojuegos retro con inscripciones en ese idioma), en cuya barra una mujer solitaria lee una revista y otro cliente situado en el otro extremo pide una consumición. Cuando la imagen lo enfoca, reconocemos al temible Lalo Salamanca quien entabla conversación con ella, quien resulta ser la viuda de Werner Ziegler, el ingeniero alemán que (como vimos en la 4ª temporada) dirigió la construcción clandestina del laboratorio subterráneo y fue ejecutado por Mike por orden de Fring. Todo indica que Lalo busca en Alemania pruebas que inculpen a Fing por deslealtad contra el cártel, y para ello se introduce en la casa de la viuda de Ziegler, la registra a fondo y da in extremis con el regalo de metacrilato con el que echó a andar el capítulo, lo que permite al espectador atar cabos y recomponer la lógica de los acontecimientos: el dichoso metacrilato fue un regalo del equipo de operarios que trabajó en Alburquerque a su estimado jefe Ziegler, objeto que por el sello de Voelker’s (esto lo infiere el espectador por el curso de los acontecimientos) ayuda a Lalo a dar con Casper, uno de esos operarios. En el capítulo 6x06 vemos que Lalo lo interroga violentamente (y se supone que obtiene la localización del agujero donde Fring pretende instalar un laboratorio de metanfetamina).

El capítulo 3x10, titulado “Lantern” debido a la carga simbólica que adquiere este objeto, comienza con un plano secuencia nocturno en travelling de avance que recorre a ras de suelo lo que parece el jardín de una casa (se trata de un flashback que ya hemos mencionado); al fondo apreciamos una tienda de campaña iluminada con dos niños sentados uno al lado del otro a la luz de un candil de gas. Mientras la imagen avanza lentamente oímos que el mayor lee en voz alta un libro y cuando la cámara pasa por sus inmediaciones intercambian estas palabras: “¿Pero ella se va a salvar?”, pregunta el más pequeño; “Se salvará, Jimmy”, contesta el mayor; “¿Cómo lo sabes?”, inquiere de nuevo el menor; “Tú... Escucha”. La cámara sigue su periplo y los deja fuera de campo para terminar enfocando en plano de detalle la lámpara cuya emisión de gas copa la banda de sonido. El capítulo, que cierra por todo lo alto la 3ª temporada con el suicidio del mayor de los McGill (a raíz de su última conversación con Jimmy, en la que le espeta: “Yo no quiero herirte, pero la verdad es que nunca me has importado demasiado”, ha recaído en su dolencia psicosomática), concluye con Chuck en la oscuridad de su casa absolutamente desquiciado dando patadas a una mesa de la que, lo vemos en plano de detalle, cae al suelo una lámpara de gas encendida.

En ocasiones estos microcircuitos del sentido que BCS construye laboriosamente mediante la morosa decantación simbólica de ciertos objetos traspasan los límites del capítulo para extender su campo de acción a toda una temporada, e incluso más allá. Aunque no el único, el ejemplo supremo lo ofrece el tapón de la botella de tequila Zafiro Añejo cuyo periplo narrativo recorre transversalmente la serie lastrándose de sentido:[7] irrumpe inicialmente en el capítulo 2x01 cuando Jimmy y Kim perpetran juntos el primer timo mientra beben con el incauto desplumado una botella de ese carísimo licor (nada menos que 50 dólares por chupito, que paga el timado), cuyo tapón regala el camarero a Kim (ya en casa, Jimmy le dice que no lo pierda e inquiere: “¿No sería fantástico hacer eso cada noche?”; a lo que Kim contesta: “Lo sería, pero no podemos”). Vuelve a aparecer en el capítulo 5x09 cuando, decidida a dejarlo todo para dedicarse a casos pro bono, Kim desaloja su despacho de HHM y vuelve para coger el tapón de marras del cajón de su mesa de trabajo. Su reaparición estelar cierra el operístico introito de la última temporada (6x01) en la que un ejército de operarios confisca los bienes de la mansión de Saul Goodman, caído ya en desgracia: la cámara muestra en movimiento continuo las estridentes posesiones del abogado (maremagnum en el que al menos otros dos objetos –el ejemplar de la novela La máquina del tiempo de G. H. Welles y el libro de contactos en clave del Dr. Caldera– tienen análogas reapariciones periódicas a lo largo de la serie), excursión que culmina en un plano de detalle del tapón caído en el suelo de la calle. Y volverá a aparecer por última vez en el capítulo 6x06 cuando Jimmy se dispone a adquirir una botella el día en el que asestan el golpe definitivo a Howard (“…le iba a advertir sobre el tapón: es afilado”, le dice el dependiente), y no culmina la compra porque en la licorería ve algo que trastoca sus planes.

 

7. El efecto Polaroid

El micronálisis textual (ver Zunzunegui, 2016) permite apreciar cómo esta dinámica narrativa que, haciendo de la demora su criterio tutor, convierte el acceso al saber en un proceso progresivo que lleva su debido tiempo, filtra hasta el plano de la expresión de BCS. Quiere decirse que esas acciones cuyo significado y engarce diegético sale a la luz con cierta dilación son puestas en imágenes mediante procedimientos formales que reproducen en términos plásticos las ideas de lo gradual y retardado. Es así que la teleserie va haciendo cada vez más operativas dos dicotomías que enfrentan, por un lado, lo cercano a lo lejano, y por otro lo nítido/enfocado a lo difuso/desenfocado, proceso que convierte al plano compuesto en profundidad que cambia de foco (certera materialización técnica de la síntesis de sendas polaridades), en uno de los estilemas identitarios de la refinada caligrafía de BCS. Esto se aprecia por doquier, hasta en los ejemplos que han salido a colación: en el capítulo 2x01, por poner el caso, un enfático cambio de foco desde Jim al fondo del plano hasta el tapón del Tequila Zafiro en primer término, antecede al diálogo consignado más arriba (F1A y F1B).

 

F1A                                                              F1B

Con todo, lo interesante aflora cuando estas dicotomías formales interactúan con la oposición temática que enfrenta desconocimiento y saber, simbiosis semisimbólica[8] que permite transcribir en parámetros puramente ópticos –ya sea acercando o alejando la cámara o enfocando y desenfocando el objeto alterando su distancia focal– la idea de la adquisición del conocimiento que tan primorosamente gestiona BCS en el plano narrativo. Ya hemos visto cómo en el capítulo 6x05 un moroso cambio de foco desde la figura de la viuda de Ziegler en primer término acodada en la barra del bar hasta Lalo Salamanca que vemos al fondo de la misma (F2A y F2B), permite al espectador comprender al fin a razón de qué la narración ha saltado a Alemania y, por ende, lo que trama el mexicano. Razones de espacio solo me permiten otro ejemplo.

 

F2A                                                                    F2B

En el capítulo 6x02 (titulado “Carrot and Stick”), Kim y Jimmy ponen en marcha el sofisticado complot contra Howard cuyo primer estadio involucra a los Kettlemann a los que la pareja “trabaja” en comandita (Jimmy aboga por la táctica de la zanahoria mientras Kim es partidaria del palo). El capítulo alcanza su pico dramático en el instante en que, a la vista de lo infructuoso de la vía blanda de Jimmy, la impasible Kim toma las riendas del asunto, giro trascendental que se visualiza mediante un elocuente cambio de foco en un plano compuesto en tres niveles de profundidad: en el centro del encuadre y al fondo, los Kettleman y Jimmy de pie nítidamente enfocados están enfrascados en una árida discusión; en primer término a la izquierda del encuadre y en imagen desenfocada se encuentra Kim, sentada en silencio mirando hierática fuera de campo; y, en primerísimo primer término en el centro de la base inferior del encuadre, destaca la silueta borrosa de un teléfono (F3A). En el momento clave, la distancia focal cambia y pasamos a ver con nitidez a Kim cuando esta espeta “Vale, se acabó la zanahoria” (F3B), se vuelve hacia el teléfono de sus inmediaciones y lo descuelga (llama a la agencia tributaria para denunciar las estafas que realizan, y los Kettelman dan su brazo a torcer).

 

F3A                                                          F3B

Me parece, para ir terminando, que la metáfora del efecto Polaroid no solo se ajusta como un guante a esa solución visual que involucra lo óptico (hacer ver con nitidez) y lo cognoscitivo (hacer entender) en la misma dinámica procesual, sino que alude también de manera bastante clarificadora a las tácticas narrativas dilatorias que con tanta soltura y efectividad maneja BCS.[9] Contra el enigma insondable de Twin Peaks, aquí los interrogantes planteados tienen solución, la totalidad de las piezas encajan y, a la postre, una historia coherente fragua al dictado de una lógica causal accesible, todo ello sin renunciar a la vocación de estilo y poniendo en el asador procedimientos formales innovadores. Y, a diferencia del metrónomo de 24 que lo explicita todo puntualmente, esa luz del discernimiento adviene al cabo de un proceso en el que el espectador ha de poner el juego tanto su memoria cuanto una capacidad relacional y deductiva nada desdeñables. Haciendo de esa equidistancia virtud, BCS es la mejor prueba de lo fecundo de esa tierra de nadie que, entre el Alfa de la claridad narrativa y el Omega del desconcierto estilizado, se abre en la ficción seriada contemporánea.

 

Referencias bibliográficas

Auerbach, D. (2013). The Cosmology of Serialized Television. The American Reader. https://theamericanreader.com/the-cosmology-of-serialized-television/

Brown, D. W. R. (2019). Dreading the future: Narrative dread in Better Call Saul and contemporary television. NECSUS. European Journal of Media Studies, 8, 231–248.  https://doi.org/10.25969/mediarep/4175

Calabrese, O. (1999). Lezioni di semisimbolico. Come la semiotica analizza l'opera d'arte. Protagon.

Genette, G. (1989). Figuras III. Lumen.

Iturregui, V. (2021). El retorno al hogar de los fantasmas. David Lynch y la reimaginación del clasicismo hollywoodiense [Tesis doctoral no publicada]. Universidad del País Vasco. http://hdl.handle.net/10810/55193

Jones, K. (2016). The Marginalization of Cinema. Film Comment, noviembre-diciembre. https://www.filmcomment.com/blog/film-comment-podcast-marginalization-cinema/

Martin, A. (2018). El reto de la narrativa. Caimán Cuadernos de cine, 20(121), 48-54.

Quintana, A. (2016, 7 de junio). On és la posada en escena? El Punt Avui. https://www.elpuntavui.cat/cultura/article/974456-on-es-la-posada-en-.html

Quintana, A. (2017). El triunfo del guion frente a la puesta en escena. Caimán Cuadernos de Cine, 59(110), 14-16.

Zunzunegui, S. (2016). La mirada cercana. Microanálisis fílmico (Edición revisada y ampliada). Shangrila.

 


[1] Emitida por la cadena Fox en abierto, la duración real de cada entrega oscila en realidad de 42 a 44 minutos con objeto de que el resto de minutaje de cada capítulo hasta completar la hora lo cubran los insertos publicitarios.

[2] En abierta refutación del cliffhanger y sin que venga a cuento, casi todos los capítulos –en este, sin embargo, va por delante– se clausuran con la actuación en vivo de un grupo musical en el bar The Roadhouse, fragmentos en los que, amén de su agudo y heterogéneo gusto musical, Lynch da muestra de su proverbial capacidad para la creación de atmósferas.

[3] Dicho en terminología semiótica (Genette, 1989, p. 104), se trata de una analepsis externa que nos conduce más allá de 1990, cuando echa a andar la acción con el asesinato de Laura Palmer y la llegada a Twin Peaks del agente especial Cooper.

[4] El Camino: A Breaking Bad Movie (Vince Gilligan, 2019) es un telefilme secuela de BB que muestra las desventuras padecidas en su huida por el personaje de Jesse Pikman, ya fugitivo, camino de su exilio en Alaska.

[5] Hay varias, pero creo que el inventario más esclarecedor de los acontecimientos de BCS está disponible en https://breakingbad.fandom.com/wiki/Better_Call_Saul_Timeline, donde se precisa la cronología de los hechos narrados capítulo a capítulo, así como las referencias temporales explicitadas en el texto que permiten su reconstrucción.

[6] David W. R. Brown (2019) sostiene que BCS modula de forma ejemplar lo que denomina narrative dread, esa difusa y expansiva sensación de temor que provocan los relatos de la ficción seriada en los que el espectador sabe por anticipado que ocurrirán sucesos negativos específicos (en BCS, esa suerte de acontecimientos-termini adversos sabidos de antemano son la conversión de Jimmy en Saul que avanza BB, así como su postrera caída en desgracia que, desde el mismo arranque del relato, anticipan las escenas en blanco y negro de la Historia 2).

[7] Aparece incluso en la peripecia de BB en el capítulo 4x10 cuando Fring envenena con esa bebida a todos los capos rivales y se queda con el poder absoluto del cártel. Se da la circunstancia de que esa bebida no existe y fue creada por Gilligam para BB y recuperada para BSC.

[8] Una explicación accesible del fenómeno del semisimbolismo con análisis verdaderamente reveladores está disponible en Calabrese, 1999.

[9] Aunque de naturaleza refractaria, esta ralentización sistemática del acceso al saber del espectador entra en sinergia con su conocimiento previo sobre el final aciago al que conduce la historia, de manera que ese imperioso deseo corto y medioplacista de entender qué está ocurriendo mitiga la pavorosa certidumbre de la catastrofe venidera. En palabras de Brown: “We must therefore tolerate dread, because that is the only way we can fulfill this desire for knowledge” (2019, pp. 242-243).