Lucy Soutter (2015). ¿Por qué fotografía artística? Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca, Colección Focus, 260 pp. Reseña de Ramón Esparza

 

Según comenta la propia Lucy Soutter en el prólogo de su libro, a menudo suele plantearles a sus alumnos, a modo introductorio, “la pregunta del bolso”: «¿Qué diferencia hay entre una fotografía y un bolso de diseño?. Cuando las respuestas logran avanzar un poco más allá de lo obvio, la cuestión se va haciendo cada vez más compleja y los alumnos, afirma Soutter, se dividen aproximadamente en cuatro grupos: Los que consideran que la fotografía tiene valores estéticos, expresivos y artesanales por sí misma y, por lo tanto, es un producto cultural mucho más valioso que un bolso fabricado en serie; los que creen que la fotografía tiene la función de contar verdades sociales y políticas, frente a la naturaleza de objeto de consumo del bolso; los que ven las cosas del modo contrario y afirman que el bolso, la industria de la moda, contribuye a la formación de la identidad de las personas, y, finalmente, los que opinan que tanto el bolso como la fotografía son productos de la sociedad capitalista y valen tan sólo en la medida en que alguien esté dispuesto a pagar por ellos y lo que se esté dispuesto a pagar por ellos.

La pregunta del bolso sirve a Soutter para plantear de forma provocativa la reflexión sobre el estatus actual de la imagen fotográfica y su relación con el arte. Los cuatro modelos de respuesta equivaldrían, más o menos, a la visión modernista (defendida por la escuela y secuelas de Alfred Stieglitz), la realista crítica, centrada en el valor funcional de la fotografía como herramienta de denuncia social; los que sólo valorarían la imagen fotográfica en la medida en que esté ligada a valores de diseño y expresión personal y, por último, la posición cínica que opina que el arte se ha convertido en un elemento más de la sociedad de consumo, valorado por el simple hecho de su escasez y el estatus social que confiere.

La primera cuestión a abordar es la naturaleza de esa relación, que comenzó en los años sesenta con la distinción entre “fotógrafos” y “artistas que utilizan la fotografía”. Esa distinción abrió una brecha en los planteamientos del modernismo, que sólo admitía los valores formales o de denuncia social como criterios de valoración de la fotografía. Y con fuertes disensiones ocasionales.

Para Soutter, la distinción entre fotografía artística y fotografía como arte es el reflejo de la amplitud del campo de lo fotográfico, por utilizar la terminología de Bourdieu, y la base para poder estudiar el modo en que la fotografía se ha integrado en las cuestiones planteadas en el seno del debate artístico en los últimos cincuenta años. Baste recordar las resistencias que, a comienzos de los noventa, veía Régis Durand en el funcionamiento conceptual de la imagen fotográfica y la importancia que lo conceptual tiene en el arte fotográfico contemporáneo.

¿Por qué fotografía artística? divide su contenido en seis cuestiones o áreas que analizan tanto la producción fotográfica reciente como su encaje en el tratamiento de determinadas cuestiones planteadas tanto en el debate artístico como en el de la cultura visual. Obviamente, el eje del libro es el papel de la fotografía y de la imagen en general en el eterno debate sobre la representación de la realidad y la incidencia que tiene lo digital en él. Pero el abordaje de la cuestión se efectúa desde un territorio colateral: el del retrato y las reflexiones realizadas en torno a la identidad por parte de autores como Zoe Crosher y su Reconsidered archive of Michelle duBois, un proyecto en el que la autora modifica las fotos supuestamente pertenecientes al álbum personal de Michelle duBois, antigua azafata y, de vez en cuando, prostituta. ¿Cómo hemos llegado a este punto —se pregunta Soutter— desde una concepción de la fotografía como algo transparente, al estilo Cartier Bresson? La respuesta está en el cambio de referencia de los artistas contemporáneos, más inclinados hacia los debates del arte contemporáneo, y a su integración en el campo de lo fotográfico, que a permanecer en la línea tradicional de los maestros de los años cincuenta. Frente a la defensa de la especificidad de lo fotográfico, el arte de los ochenta se fija más en el giro que propuso Duchamp con su urinario (Fountain, 1917), cambiando el peso del sentido de la obra a su contexto de presentación, y de los valores visuales intrínsecos a la imagen a la explicitación de una serie de estrategias discursivas que pasarían de otro modo desapercibidas.

Las estrategias utilizadas por Crosher, Grannan y otros fotógrafos en el campo del retrato llevan a Soutter a la segunda cuestión. La que, para el modernismo, sería “la gran cuestión”, que no es otra que la tan traída y llevada objetividad de la imagen.

Pero hoy día, la objetividad no es ya un principio, sino tan sólo una estrategia discursiva: una superficie fría, sin inflexiones, con una estética que gira a menudo sobre lo banal y lo anodino. La noción de objetividad era, para los fotógrafos alemanes de comienzos del siglo pasado, un contrapunto al recargado esteticismo  de la fotografía pictorialista. La aparente falta de estilo ha sido la principal característica de la tan traída Escuela de Dusseldorf. Guiados por la obra de Bernd y Hilla Becher, que una vez más retoma lo que Benjamin Buchloch denomina “Estrategias de la Administración”, aunque generalmente las conozcamos como “estrategias de archivo”, la prole de los Gursky, Ruff, Struth y Hoffer pusieron de moda en los noventa un estilo de obra que sumaba a la aparente carencia de estilo y proximidad a los planteamientos documentales, una de las características que definen la fotografía contemporánea: sus dimensiones, que han permitido traer al lenguaje crítico términos como, cambiando cuestiones de estilo muy importantes (el tamaño y el detalle de la imagen permiten formas de composición muy diferentes) y enfatizar el deseo de la imagen fotográfica de integrarse en el museo.

¿Y qué ocurre con el valor documental de la fotografía? Para el modernismo, el modo preciso en que la fotografía reproduce la realidad y el hecho de que pueda considerarse una “huella” de lo real, la abocaban a la función documental. Hoy en día la primera cuestión es “reproducción de la realidad, si, pero ¿de qué realidad?”. Debemos preguntarnos, en primer lugar, si la idea de realidad es algo homogéneo, antes de acusar al fotógrafo, o a la imagen, o al medio que la difunde, de reflejar fiel o falsamente la realidad. Soutter, además, señala la diferencia entre documento (un fragmento de información primaria) y documental (la construcción de un discurso sobre la realidad), para llegar a la paradoja, hoy comúnmente admitida, de las ficciones documentales. “Desde los ochenta –señala la autora–, los escritos sobre fotografía documental se han centrado en ver hasta qué extremo se trata de una actividad construida, tanto por sus creadores como por sus espectadores”. La fotografía documental, afirma, se ha caracterizado por sus usos, más que por algún tipo de esencia ontológica o deontológica. De ahí a los usos críticos de la imagen hechos por autores como Martha Rosler, Allan Sekula o Alfredo Jaar (que lleva la limitación comunicativa de la imagen al hecho de la no imagen).

Pero Soutter se centra en la obra de dos fotógrafos en concreto para analizar la función documental de la foto en la actualidad, Luc Delahaye y An-Mi Lê. El primero, fotógrafo de la agencia Magnum, transformó el formato habitual de la fotografía de reportaje al pasar a utilizar una cámara panorámica que permitía ampliaciones de gran tamaño (otra vez el concepto del tableau d’histoire), el segundo utiliza el mismo gran formato, pero la ficción entra en su obra por otro lado, más insospechado. Fotografiando maniobras militares que son presentadas como escenas de guerra reales o representaciones de batallas hechas por aficionados, Lê plantea el problema de la referencia. La fotografía es el registro de un hecho, pero ¿cuál es la naturaleza de ese hecho? Y ¿cómo podemos diferenciar la realidad de sus representaciones mediáticas?

Es aquí donde entramos ya en el meollo de la cuestión fotográfica, tanto en el arte, como en la representación mediática del mundo (de la cual la primera da una visión crítica). Problemas como la autenticidad y su mezcla con los aspectos formales, la manipulación digital de la imagen y, sobre todo, el hecho de que nuestra realidad cotidiana está hecha, en buena parte, de imágenes, crean una especie de galería de espejos, por la cual Soutter intenta guiarnos. Desde un Wolfgang Tillmans que se mueve siempre entre la representación de su realidad cotidiana y el mundo de la moda y la publicidad, a Nan Goldin y su impúdica exhibición de su propia vida, o Rinko Kawauchi y su serie de libros de autor de corte biográfico. Todos ellos plantean la difícil cuestión no ya de la objetividad, puesto que su obra se plantea siempre desde la absoluta subjetividad, sino de los límites en la comercialización del propio yo.

El libro concluye con lo que Soutter denomina “el espectáculo digital”, para englobar en esta categoría las obras de dimensiones a veces descomunales, y a la par de detalle minucioso, obtenidas mediante un complejo tratamiento digital de la imagen. Las últimas obras de Andreas Gursky son un buen ejemplo. El díptico 99 cent, (2001), mide 207 x 307 cm. cada pieza y fue vendido en su momento por 3,34 millones de dólares.  Su cotización no ha hecho más que subir. Gregory Crewdson es otro de los autores apuntados a esa modalidad del “espectáculo digital”, aunque la temática sea muy diferente a la de Gursky.

“La fotografía —afirma Soutter como colofón del libro— no ha sido nunca un medio, sino muchos. Y los fotógrafos contemporáneos nos han mostrado  que la idea de lo fotográfico no se reduce a la producción de imágenes, sino también a sus efectos sicológicos, sociológicos o fisiológicos. Pero lo importante para la autora es que, a pesar de esta dispersión y diversidad de lo fotográfico, no se ha producido una disolución en el concepto general de arte ni en una masa indiferenciada de “lo visual”. Eso si, los autores son libres de seleccionar los materiales a su alcance y elegir si se comprometen o no con la carga histórica que el medio pueda llevar consigo.

Ramón Esparza, Universidad del País Vasco